Michael Chabon - Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte.
Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo.
Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Déjalos ahí -me dijo, con una entonación teatral al tiempo que señalaba con un gesto de guía turístico una pequeña habitación de paredes azul claro, suelo de parqué, un mirador y techo alto como el resto de las habitaciones de la casa. Entré con los abrigos; Sara me siguió y cerró la puerta. En la pared de la izquierda, al lado de un armario Imperio, colgaban un par de marcos oblongos que contenían programas de partidos de béisbol. Les había echado un vistazo en otra ocasión, y sabía que correspondían a los encuentros disputados por los Yankees de Nueva York durante la temporada 1949-50. La pared de enfrente estaba cubierta de fotografías del estadio de los Yankees, tomadas en diferentes épocas de su historia. Contra esa pared se apoyaba la cabecera con columnitas de una cama de la que pendían faldas de tela blanca con volantes. La cama estaba cubierta por una sábana blanca y lisa, sin mantas ni colcha. Hice que Sara se tumbase en ella, y los abrigos de Crabtree y la señorita Sloviak resbalaron y cayeron al suelo. Subí a la cama, me coloqué junto a Sara y contemplé la expresión inquieta de su rostro.

– ¡Hola! -dije.

– ¡Hola, muchachote!

Le levanté la falda y puse la palma de la mano sobre el nacimiento de su cadera izquierda, donde el elástico de los pantis se ceñía sobre su piel. Deslicé la mano bajo el elástico hasta acariciar por enésima vez el vello de su pubis; era un gesto automático, como el del tipo sin suerte que hunde la mano en el bolsillo buscando su patita de conejo. Sara posó sus labios en mi cuello, por debajo del lóbulo de la oreja. Sentí cómo trataba de relajar los músculos de su cuerpo apoyándose contra mí. Me desabrochó el botón superior de la camisa, deslizó la mano por mi pecho y me acarició el pezón izquierdo.

– Me pertenece -dijo.

– Por supuesto -admití-. Es todo tuyo.

Después guardamos silencio durante un minuto. La habitación de invitados estaba justo encima de la sala y se oían las fiorituras pianísticas de Oscar Peterson revoloteando a nuestros pies.

– ¿Y bien? -dije finalmente.

– Primero tú -respondió.

– De acuerdo. -Me quité las gafas, contemplé las motas de polvo en los cristales y me las volví a poner-. Esta mañana…

– Estoy embarazada.

– ¿Qué? ¿Estás segura?

– Hace nueve días que debería haber tenido la regla.

– Bueno, nueve días, eso no significa…

– Estoy segura -dijo-. Sé que estoy embarazada, Grady, porque a pesar de que el año pasado, al cumplir los cuarenta y cinco, abandoné toda esperanza de tener hijos, hace un par de semanas volví a acariciar esa idea. Quiero decir que me di cuenta de que la acariciaba. Supongo que recuerdas que incluso hablamos de ello.

– Lo recuerdo.

– Por lo tanto, está claro.

– ¿Y cómo te sientes?

– ¿Cómo te sientes tú?

Reflexioné unos instantes.

– Bueno, yo diría que es un complemento interesante a las noticias que tengo que darte -dije-. Emily me ha abandonado esta mañana. -Noté que se quedaba muy quieta, como tratando de oír pasos en el pasillo. Me callé y escuché un momento, hasta que me percaté de que, simplemente, estaba esperando a que continuase-. Creo que va en serio. Se ha ido a pasar el fin de semana a Kinship, pero me parece que no piensa volver a casa.

– ¡Oh! -dijo con flema, como si yo acabase de comentar un hecho moderadamente interesante sobre la fabricación del yeso-. En ese caso, supongo que lo que deberíamos hacer es divorciarnos de nuestros respectivos cónyuges, casarnos y tener el niño, ¿no?

– Muy sencillo -respondí.

Seguí tendido en la cama, con la cabeza echada hacia atrás, contemplando los rostros melancólicos e iluminados por el sol de los jugadores de béisbol en las fotos que colgaban de la pared que teníamos detrás. Estaba tan pendiente de la respiración fatigada y desacompasada de Sara, que me resultaba imposible respirar con normalidad. Tenía el brazo izquierdo aprisionado bajo su cuerpo y empezaba a sentir el hormigueo de la falta de circulación sanguínea en las yemas de los dedos. Me fijé en la mirada triste y competente de Johnny Mize. Me pareció la clase de hombre que no dudaría en aconsejar a su amante que abortase, aun tratándose de su primer hijo y posiblemente del único que podría concebir.

– ¿La amiga de tu amigo Terry es realmente un tío? -preguntó Sara.

– Creo que sí -respondí-. Sobre todo conociendo a Crabtree.

– ¿Y él qué te ha comentado?

– Que quiere echarle un vistazo a mi libro.

– ¿Se lo vas a enseñar?

– No lo sé -dije. La mano ya se me había dormido por completo, y empezaba a sentir un hormigueo en el hombro izquierdo-. No sé lo que voy a hacer.

– Yo tampoco -aseguró Sara. De uno de sus ojos brotó una lágrima, que se deslizó por el caballete de su nariz. Se mordisqueó el labio y cerró los ojos. Estaba tan cerca de ella, que podía examinar el trazado de las venas de sus párpados.

– Sara, cariño -dije-, me estás aplastando. -Sacudí suavemente el brazo, tratando de liberarlo-. Estás echada encima de mi brazo.

No se movió; se limitó a abrir los ojos, ya secos, y me miró con severidad.

– Pues me parece que vas a tener que aguantarte -dijo.

Durante bastantes años fui aficionado a darle a la botella; cuando lo dejé, se me hizo evidente la triste realidad de las fiestas: un hombre sobrio en una fiesta se siente solitario como un periodista, implacable como un juez, amargado como un ángel que contemplara la tierra desde el cielo. Hay algo absolutamente desquiciado en asistir a una concurrida reunión de hombres y mujeres sin la ayuda de algún tipo de filtro o polvitos mágicos para difuminar la conciencia y obnubilar las facultades críticas. Con todo, no pretendo hacer un panegírico de la sobriedad. De todos los estados de conciencia asequibles al consumidor moderno, me parece el más sobrevalorado. Personalmente, no dejé de beber porque la bebida fuera un problema para mí, aunque supongo que habría podido llegar a serlo, sino porque el alcohol, por algún misterioso motivo, se había convertido en un veneno tal para mi organismo que una noche media botella de George Dickel hizo que se me parase el corazón durante casi veinte segundos (resultó que era alérgico a ese brebaje). Pero cuando, después de cinco discretos minutos, seguí los pasos de Sara y la reluciente perla de proteínas alojada en los más íntimos pliegues de su vientre para unirme a la fiesta inaugural del fin de semana, la perspectiva de moverme por la sala sobrio me pareció fuera de mi alcance, y por primera vez en varios meses estuve tentado de servirme un trago. Volvieron a presentarme a un individuo tímido y con pinta de duendecillo, cuya prosa figura entre las más admiradas del país, de cuya compañía ya había disfrutado en otras ocasiones. Pero aquella tarde me pareció un viejo bocazas, engreído y lúbrico, que flirteaba con jovencitas para conjurar su miedo a la muerte. Me encontré con una escritora cuyos relatos habían hecho palpitar mi corazón una y otra vez durante los últimos quince años, pero sólo me fijé en el ajado cuello y la mirada vacía de una mujer que había malgastado su vida. Saludé a estudiantes talentosos, jóvenes profesores rebosantes de ambiciones, colegas del departamento a los que tenía buenas razones para admirar y apreciar, y escuché sus risas falsas, sentí su oculta insatisfacción a causa de su aspecto físico, su status académico y su ropa, y olí el hedor a cerveza y whisky de su aliento. Eludí a Crabtree, para quien tenía la sensación de haberme convertido en un descomunal saldo negativo en el balance de su vida. Y en cuanto a la señorita Sloviak, aquel tío que se paseaba con un vestido y tacones de aguja… Era tan patético, que me daban repeluznos sólo de pensarlo. No me sentía en condiciones de conversar con nadie, así que me escabullí por la cocina y salí al porche trasero para fumarme un canuto.

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