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Michael Chabon: Chicos prodigiosos

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Michael Chabon Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte. Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo. Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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– Tal vez -dijo-. Desde luego, vas a necesitar uno.

Sonreímos y nos dimos la mano, y entonces la chica a la que había tratado de evitar se me acercó por la espalda y me tiró un jarro de agua con hielo por la cabeza, con lo que empapó no sólo mi persona sino también el libro de August Van Zorn, que quedó completamente destrozado; bueno, al menos así es como lo recuerdo.

Las dos varillas del limpiaparabrisas jugaban a perseguirse sin fin mientras permanecíamos sentados dentro del coche en la calle Smithfield, fumando un canuto de la marihuana californiana, esperando a que mi tercera esposa, Emily, saliese del edificio Baxter, donde trabajaba como redactora de una agencia de publicidad. El principal cliente de Richards, Reed & Associates's era una marca muy conocida en la zona de salchichas polacas famosas por sus generosas dimensiones, lo cual convertía la redacción de los eslóganes publicitarios en un trabajo sencillo, pero delicado. Vi que la secretaria de Emily asomaba por la puerta giratoria y abría el paraguas, y tras ella aparecieron sus amigos Susan y Ben, y un individuo cuyo nombre había olvidado pero al que había visto disfrazado de salchicha en una fiesta navideña que celebraron los de la agencia un par de años atrás. A esa hora, montones de personas salían del edificio y se dispersaban por el grisáceo atardecer: dentistas, podólogos, gestores administrativos, el etíope de aspecto tristón que vendía flores marchitas en un pequeño quiosco del vestíbulo; todos alzaban la vista, se cubrían la cabeza con un periódico abierto y sonreían ante la perspectiva de darse una vuelta por el centro de la ciudad aquella lluviosa tarde de viernes. Pero pasaron quince minutos y Emily seguía sin aparecer, a pesar de que los viernes siempre me esperaba a la puerta cuando pasaba a recogerla, así que finalmente tuve que admitir lo que me había pasado el día entero intentando negar: Emily me había abandonado aquella mañana. Al despertarme, me encontré con una nota pegada a la cafetera, encima del mármol de la cocina, y descubrí que sus cajones y armarios roperos estaban vacíos.

– Crabtree -dije-. Me ha abandonado, tío.

– ¿Qué?

– Que me ha abandonado. Esta mañana. Ha dejado una nota. Ni siquiera sé si ha ido a trabajar. Creo que debe de haber ido a casa de sus padres. Está a punto de empezar la Pascua judía; mañana es la primera noche. -Me volví y miré a la señorita Sloviak, sentada en el asiento trasero al lado de Crabtree, ya que, en teoría, Emily debía sentarse delante conmigo. Y ahí detrás estaba también la tuba, que yo no sabía muy bien como había llegado hasta allí. Ni siquiera sabía si realmente era o no de la señorita Sloviak-, En total son ocho. Ocho noches.

– ¿Está de guasa, o qué? -le preguntó a Crabtree la señorita Sloviak, que durante el trayecto desde el aeropuerto parecía haberse retocado el maquillaje, pero con tal torpeza que todo él estaba desplazado unos tres centímetros hacia la izquierda de sus ojos y labios, de forma que su rostro parecía una foto movida y borrosa.

– ¿Por qué no nos has dicho nada, Tripp? Quiero decir que ¿por qué hemos venido hasta aquí?

– Supongo que yo… No lo sé. -Me volví hacia el parabrisas y escuché el murmullo de la lluvia sobre la capota del coche, un Galaxie del 66 verde, descapotable, que tenía desde hacía algo menos de un mes. No me quedó otro remedio que aceptarlo como reembolso de una considerable suma de dinero que en un imperdonable desliz había accedido a prestarle a Happy Blackmore, un viejo compañero de borracheras que colaboraba en la página deportiva del Post-Gazette y ahora estaba en algún lugar de los montes Blue Ridge de Maryland, en un centro de rehabilitación para perdedores impenitentes, representando el último acto de un espectacular colapso emocional y financiero. En cuanto a su Ford, era un coche viejo y elegante, con una imprevisible transmisión, un desastroso sistema eléctrico y aquel asiento trasero que parecía ofrecer unas posibilidades casi infinitas. A decir verdad, no quería saber lo que acababa de pasar ahí atrás.

– Pensaba que quizá, simplemente, eran imaginaciones mías -dije. Mi condición de consumidor habitual de marihuana durante años me había acostumbrado a que hasta los fenómenos más espantosos, vueltos a considerar con frialdad, resultaban ser meros retazos de mis fantasías paranoides, así que me había pasado el día entero tratando de autoconvencerme de que mi matrimonio no se había ido definitivamente a pique aquella mañana a las seis en punto, mientras roncaba con las piernas desparramadas por la zona recién abandonada de la cama-. Me refiero a que tenía la esperanza de que lo fuesen.

– ¿Se siente bien? -preguntó la señorita Sloviak.

– Estupendamente -respondí mientras intentaba averiguar cómo me sentía en realidad. Lamentaba haber empujado a Emily a abandonarme, no porque pensase que podía haber obrado de otra forma, sino porque ella, durante años, habla tratado de evitar por todos los medios una situación que, por motivos que jamás he llegado ni llegaré a comprender, le resultaba ofensiva moralmente. Sus padres, que se casaron en 1939, seguían juntos y eran muy felices. Sabía que para ella el divorcio era el primer refugio para los débiles de espíritu y el último para los inútiles sin posible redención. Me sentía como alguien que ha obligado a una persona honesta a mentir por él, o a una persona ahorradora a dejar una propina desmesurada. Sentía también que amaba a Emily, pero de la manera fragmentaria y confusa en que uno ama a la gente cuando va colocado. Cerré los ojos y recordé los movimientos de su falda mientras bailaba una noche en un bar del South Side, al ritmo de Barefootin' que sonaba en una gramola, el ángulo que formaba su cuello y el escote de su camisón cuando se inclinaba sobre el lavabo para lavarse la cara, el bocadillo de ensalada de atún que me ofreció una tarde ventosa mientras, sentados en una mesa de picnic en Lucía, California, tratábamos de atisbar el paso migratorio de las ballenas…, y sentí que amaba a Emily en la medida en que amaba todas esas cosas -de una manera que estaba más allá de la razón y con tal anhelo que sentía la necesidad de inclinar la cabeza-, pero era un amor que se parecía demasiado a la nostalgia. Incliné la cabeza.

– Grady, ¿qué ha sucedido? -quiso saber Crabtree, que se echó hacia adelante hasta apoyar el mentón sobre el respaldo de mi asiento. Sentí el roce de su melena en mi cuello. Me llegó el tenue olor a Cristalle que se le había pegado, y el doble recuerdo de Emily y Sara que reavivó en mí ese aroma me resultó tremendamente doloroso-. ¿Qué le has hecho?

– Le he roto el corazón -respondí-. Creo que descubrió mi lío con Sara.

– ¿Cómo?

– No lo sé -dije. Desde que, hacía ya varios días, almorzó en el Alí Babá con su hermana Deborah, que trabajaba de ayudante de investigación en el Departamento de Bellas Artes de la Universidad de Pittsburgh, le había notado cierto aire ausente. Deborah debía de haber oído algún cotilleo en la universidad y, como buena hermana, se lo había contado a Emily-. Supongo que no fuimos todo lo discretos que convenía.

– ¿Sara? -intervino la señorita Sloviak-. ¿La cena no es en su casa?

– Exacto -respondí-. Allí es.

Era básicamente una formalidad, una primera toma de contacto de los invitados al festival literario del fin de semana, destinada a hacer las oportunas presentaciones antes de que la cosa se pusiese en marcha y todo el mundo tuviera que ir corriendo de un lado para otro. Como se celebraba por la tarde, consistía en un bufé y los invitados tenían que mantener los platos en equilibrio sobre las rodillas; hacia las ocho menos cuarto, cuando tras la informal cena y gracias al alcohol la gente empezaba a confraternizar, llegaba el momento de dirigirse al auditorio del Thaw Hall para la conferencia del viernes por la noche, que daría uno de los dos invitados más ilustres de aquel año. Desde hacía ya once años, la universidad, bajo la batuta del marido de Sara Gaskell, Walter, director del Departamento de Inglés, cobraba a los aspirantes a escritor varios cientos de dólares a cambio del privilegio de recibir los sabios consejos de un panel formado por escritores más o menos conocidos, agentes literarios, editores y una variopinta fauna de personajes neoyorquinos dotados de una sorprendente afición al alcohol y a los chismorreos. Los conferenciantes se alojaban en los dormitorios de la universidad, vacíos durante las vacaciones de primavera, y eran guiados, como si de pasajeros de un crucero se tratara, a través de un apretado programa que incluía demostraciones varias de chispeante agudeza aplicada a la crítica literaria, charlas de autosuperación y lecciones sobre el blablablá del mundo editorial neoyorquino. De hecho, es lo mismo que se enseña en todo el país, y conste que no tengo nada en contra de ello, como tampoco lo tengo por lo que respecta a esa práctica consistente en llenar de americanos horribles una réplica flotante de Las Vegas y pasearlos por una docena de puertos turísticos visitados a una velocidad de treinta nudos. Por regla general, entre los invitados suelo encontrar a uno o dos amigos, y en una ocasión, hace muchos años, conocí a un chico de Moon Township que había escrito un relato tan extraordinariamente bueno que le había bastado para firmar un contrato con mi agente por una novela de la que todavía no había escrito ni una línea, novela que una vez terminada se publicó con gran éxito, se adaptó al cine y agotó varias ediciones; en esa época iba más o menos por la página trescientos de Chicos prodigiosos.

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