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Michael Chabon: Chicos prodigiosos

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Michael Chabon Chicos prodigiosos

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Grady Tripp es un escritor ya cercano a la mediana edad y profesor en una universidad de provincias. En su juventud fue una promesa de la literatura, un esplendoroso chico prodigio que tuvo su fugaz temporada de gloria, pero el tiempo ha pasado y Grady arrstra desde hace ocho años una inmensa novela inconclusa, cada vez más larga e hirsuta y cuyo título es, claro está, Chicos prodigiosos. A Grady le gusta compararla con Ada, de Navokov, y dice que es la clase de obra que "enseña al lector cómo debe leerla a medida que se interna en ella". En una palabra, que Grady no sabe qué hacer con su novela, y está absolutamente perdido en una maraña de páginas que no llevan a ninguna parte. Y, en medio de toda esta confusión literaria y también vital -Sara, su amante, está embarazada; su tercera esposa lo ha abandonado, y una joven escritora, alumna de sus talleres literarios, está fascinada por él, y le fascina-, recibe la visita del siempre sorprendente Terry Crabtree, su editor y cómplice desde hace muchos años, que declara que perderá su puesto en la editorial si no vuelve con un manuscrito genial bajo el brazo. Y desde el mismo instante en que Crabtree baja del avión acompañado por la maravillosa Miss Sloviack -un(a) guapísimo(a) travesti-, y en los tres días que durará la Fiesta de las Palabras, una feria literaria que cada año se celebra en la universidad donde enseña Grady, se despliega ante el lector una de las novelas más deleitosas, brillantes y diversidad de los últimos años. Un irónico viaje por la espuma de los libros y la vida, donde la literatura y sus géneros, el cine y las mitologías de nuestra época son también protagonistas.

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Éste era otro auténtico escritor, un delgado y apuesto vaquero, descendiente de una antigua familia de rancheros del Gran Valle Central de California; era devoto de Faulkner y en su juventud había publicado una voluminosa y controvertida novela que fue llevada al cine con Robert Mitchum y Mercedes McCambridge como protagonistas. Era dado al epigrama, y yo llené un cuaderno entero, que posteriormente perdí, con sus gnómicas declaraciones, que cada noche me aprendía de memoria; una facultad que con el tiempo también acabé perdiendo. Juro, aunque no puedo aportar las pruebas pertinentes, que una de sus sentencias decía: «Al final de cada relato, el lector debe tener la sensación de que el viento ha barrido las nubes y ha aparecido por fin la luna.» Tenía maneras aristocráticas, lucía botas de piel de serpiente y conducía un Jaguar modelo E, pero tenía la dentadura hecha un desastre, llevaba la bragueta siempre abierta y su vida familiar era un bastante divulgado fárrago de procesos judiciales, lesiones fortuitas y estancias en clínicas privadas. Parecía, al igual que Albert Vetch, estar al mismo tiempo dotado de poderes paranormales y en Babia: era una de esas personas que de pronto son capaces de adivinar, con una exactitud que te deja pasmado, los más íntimos pesares de tu corazón y un instante después dan media vuelta y, mientras se despiden de ti agitando alegremente la mano, se parten la cara contra una puerta cristalera cerrada y necesitan veintidós puntos de sutura en la mejilla.

Fue siendo alumno de ese hombre cuando empecé a preguntarme si los literatos no sufren alguna variedad de desequilibrio mental, desequilibrio que, pensando en el trepidante balanceo nocturno de Albert Vetch, he denominado el mal de la medianoche. Este mal es un insomnio de origen emocional: el paciente se siente en todo momento -aunque escriba al amanecer o a media tarde- como si estuviese echado en un asfixiante dormitorio, con la ventana abierta de par en par, mirando un cielo lleno de estrellas y aviones y escuchando el golpeteo de un postigo, el paso de una ambulancia, el zumbido de una mosca atrapada en una botella vacía, mientras todo el vecindario duerme a pierna suelta. Ése es el motivo por el cual, en mi opinión, los escritores -al igual que quienes padecen insomnio- son tan propensos a sufrir accidentes, se sienten obsesivamente corroídos por el cáncer de la mala suerte y las oportunidades perdidas, tienen tanta predisposición a darle mil vueltas a todo y son incapaces de dejar de pensar en algo que les ronde por la cabeza por mucho que se les inste a ello.

Pero a estas conclusiones llegué mucho más tarde, después de largos años de verme afectado por el mal de la medianoche. Por aquel entonces me sentía, simplemente, intimidado por la fama de nuestro profesor, por sus botas de piel de serpiente y por mi convencimiento de que aquel hombre estaba en posesión de los más recónditos secretos del arte de contar historias. En cada clase se comentaban dos relatos, y en la primera ronda de trabajos me tocó entregar el último, justamente después de Crabtree, quien, según había podido constatar, no hacía el más mínimo esfuerzo por anotar los axiomas que llenaban el viciado aire del aula; además, nunca intervenía en clase, salvo con algún comentario ocasional, lacónico, pero indefectiblemente amable, sobre la banalidad del relato que se estaba comentando en aquel momento. Como es natural, su reserva se interpretaba como signo de arrogancia, y la opinión generalizada, sobre todo cuando lucía su bufanda de cachemir, era que se trataba de un esnob de tomo y lomo. Pero me había percatado desde un principio de que se mordía las uñas, hablaba con un tono de voz bajo e inseguro y se turbaba cada vez que alguien le dirigía la palabra. Siempre estaba en su rincón, embutido en su ceñidísimo traje, pálido y con aire molesto, como si nuestra compañía le incomodase pero su exquisita educación le impidiese decirlo.

Tenía la sospecha de que Crabtree padecía el mal de la medianoche, pero ¿y yo?

Hasta ese momento siempre había estado convencido de mi talento, pero a medida que pasaban las semanas, y cala sobre nuestras espaldas todo el peso de las inexcusables doctrinas y pesadillas del oficio de escribir -aprender a reconocer qué estaba «en juego» en un relato, cuándo había que colocar la mística aura de la manifestación de su realidad esencial alrededor de la cabeza de un personaje, la importancia de lo que al profesor le gustaba denominar el «riesgo espiritual» para perfilar adecuadamente a los personajes-, el temor a que la obstinada displicencia de que hacía gala Crabtree tuviera como consecuencia que su trabajo eclipsara al mío hizo que me bloquease y me fuese imposible dar pie con bola. Durante la semana anterior a la entrega de mi relato, me pasé las noches en vela ante la máquina de escribir, bebiendo bourbon y tratando de desenmarañar el horrible lío simbólico en que había acabado por convertir una sencilla historia que me contó mi abuela acerca de un odioso gallo negro que mató a su perro cuando era niña.

A las seis en punto de la mañana del día de la entrega, abandoné y decidí dejarme llevar por mi subconsciente. Había pasado la última hora vagando mentalmente por las habitaciones en que había vivido mi abuela (un año antes telefoneé a casa desde una cabina en algún lugar perdido de Kansas y recibí la noticia de que la mujer que me había educado acababa de morir de neumonía aquella misma mañana), y de pronto, mientras el sabor de azúcar quemado del bourbon me llenaba la boca, para mi sorpresa, me vinieron a la memoria Albert Vetch y los cientos de relatos pasto del olvido en que había plasmado la amargura de su cósmico insomnio. Había uno de ellos -uno de los mejores-, titulado Hermana de las tinieblas, que recordaba bastante bien. Lo protagonizaba, cómo no, un arqueólogo aficionado que vivía con su hermana inválida y soltera en una vieja casa con torrecillas. Un día, rebuscando entre los restos de un emplazamiento funerario indio de la zona, encontró un extraño sarcófago que no era de origen indio, vacío y con la efigie medio borrada de una mujer con una siniestra sonrisa. Se lo llevó a casa en plena noche y se obsesionó con él. Mientras lo restauraba, se cortó una mano con una navaja y la sangre cayó sobre el sarcófago, que se recalentó súbitamente y emitió un extraño resplandor; la herida cicatrizó y él sintió una intensa sensación de bienestar. Después de un par de experimentos con indefensos animales domésticos a los que hirió y sometió a la misma cura, el protagonista convenció a su hermana para que se tumbara en el sarcófago a fin de sanar sus piernas paralizadas por la poliomielitis. Por razones inexplicables, al menos hasta donde yo podía recordar, la chica se transformó en la encarnación de Yshtaxta, un súcubo de una lejana galaxia que obligó al héroe a acostarse con él -en el género que practicaba Van Zorn se permitían algunas escenas subidas de tono, siempre y cuando se abordasen de manera eufemística y con toques grotescos-, el cual, una vez hubo absorbido toda la fuerza vital del desgraciado arqueólogo, se dispuso a hacer lo mismo con el resto de los hombres de la ciudad, o eso era, al menos, lo que siempre imaginé, con la vaga esperanza de que algún día, en las horas de mayor quietud de las noches pensilvanas, apareciese en mi ventana una mujer de tres metros, rodeada de un aura luminosa, con colmillos y ansias de inmortalidad.

Puse manos a la obra y reconstruí el relato lo mejor que pude. Reduje los elementos sobrenaturales y transformé el tema de la indescriptible Cosa venida del más allá en una extraña psicosis de mi protagonista, que habla en primera persona; magnifiqué el tema del incesto y le añadí un poco más de erotismo. Me pasé unas seis horas escribiendo febrilmente hasta terminar el relato. Una vez listo, tuve que salir corriendo para ir a clase, y llegué al aula con cinco minutos de retraso. El profesor estaba leyendo el relato de Crabtree en voz alta, su método predilecto para «sumergirnos» en la obra. No tardé en percatarme de que lo que estaba escuchando no era un refrito confuso y torpemente faulknerianizado de un oscuro cuento de terror de un escritor desconocido, sino el mismísimo Hermana de las tinieblas, con la transparente, magra y sosa prosa de August Van Zorn. La consternación que me produjo sentirme atrapado, a punto de ser puesto en evidencia y, sobre todo, superado en lo que consideraba mi ingenioso juego, sólo fue igualada por mi sorpresa al percatarme de que no era la única persona en la Tierra que había leído los relatos del pobre Albert Vetch. Pero fue en aquel momento, mortificado y presa de un pánico creciente a medida que el profesor iba pasando las páginas, cuando sentí el primer chispazo de la intensa, aunque no exenta de altibajos, amistad que me ha unido desde entonces a Terry Crabtree.

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