Si Mario Conde hubiera leído con atención la Conjuración de Catilina o Catilina y Jugurta, textos que al fin y al cabo son breves y que no tienen una sola palabra de sobra, creo que habría manejado mejor sus negocios. No lo digo en broma. Habría tenido una visión más lúcida, más rigurosa, más "ceñida y severa", para emplear los adjetivos de nuestro filósofo. Si la mala literatura, la que nos invade por todos lados, es tramposa, la buena es formadora y en cierto modo necesaria. Debo advertir al lector, en cualquier caso, que Salustio, que escribía en el siglo I antes de Cristo y que tenía grandes ambiciones políticas, fue acusado también de manejos económicos turbios y terminó por caer en desgracia. La buena literatura, eso si, la literatura sin palabras inútiles y con verdadera sustancia, le sirvió para resistir mejor su caída y para escribir en su retiro historias que han llegado hasta nosotros. La diferencia, después de todo, no deja de ser importante.
La crueldad y las buenas intenciones
Estoy de acuerdo, el mercado es cruel. El mercado existe desde que existen las sociedades humanas, es anterior incluso al capitalismo, y es un punto de encuentro cuyas normas han estado determinadas siempre por la escasez, por las carencias, por los límites. En Jauja o en el Paraíso no hay ninguna necesidad del mercado. Las cosas están a la mano, en cantidades superabundantes, y sólo es cuestión de tomarlas. Pero en el mundo histórico, nuestro, posterior a la expulsión de nuestros primeros padres, los bienes, los recursos de toda especie, son escasos, y es preciso ganarlos, según la maldición bíblica con el sudor de la frente. En resumidas cuentas, el mercado es una de las consecuencias, y no la menos dolorosa, del pecado original. Desde que Adán y Eva cometieron el pecado original, existe el mercado con sus leyes implacables.
Por otra parte, el mercado es inherente a cualquier forma de organización de la sociedad. Decir "el mercado" es como decir "la economía". Ahora bien, cuando se habla de la crueldad del mercado se habla del mercado libre, sujeto a muy escasos controles, que opera conforme a mecanismos más o menos espontáneos, automáticos. Es el mercado propio del llamado "capitalismo salvaje". Toda nuestra sensibilidad, nuestra cultura, parecen orientadas a darnos una visión crítica del mercado libre y del capitalismo. Recuerdo ahora una conversación de hace tres o cuatro años en un hotel mexicano con Lucio Colleti, filósofo italiano muy conocido y que después de haber sido marxista en su juventud se "renovó" y pasó a una posición más bien liberal. Colleti sostenía que el cristianismo, en su esencia, se avenía muy mal con el capitalismo, y que esta desavenencia, este desajuste esencial, se había manifestado de muy diferentes maneras a lo largo de la historia: desconfianza evangélica frente a los ricos, condena medieval de la usura, colectivismo de las misiones jesuíticas en América, teologías contemporáneas de la liberación, etcétera.
Yo diría ahora que en mi generación, en la década del cincuenta y del sesenta, la crítica del liberalismo y del capitalismo fue dominante, muy cercana al dogma, tanto desde una perspectiva cristiana como marxista, y que en los actuales años postmodernos, en cambio, se emprende la revisión de todo aquello, se hace lo que podríamos definir como una crítica de aquella crítica. Desde luego, la experiencia de las décadas recientes nos enseñó una verdad paradójica y difícil de rebatir: si la economía del capitalismo es cruel, la del socialismo, a pesar de sus buenas intenciones verbales, puede ser en sus aplicaciones prácticas de una crueldad muchísimo mayor. Yo recuerdo las colas interminables que hacían mis amigos cubanos en La Habana de 1970, recuerdo su miedo a caer en desgracia y a ser enviados a cortar caña, su angustia por conseguir un gásfiter o un electricista que les hiciera una reparación urgente, sus dificultades terribles para conseguir los objetos más sencillos. ¿Culpa del bloqueo norteamericano? Quizás era culpa, por lo menos en parte, del bloqueo, pero cada vez que uno se encontraba con una persona de Polonia, de Rumania, de la Unión Soviética, escuchaba historias parecidas. Una amiga polaca, viuda de un parlamentario y dirigente político destacado, me contaba aquí en Santiago, en un viaje suyo reciente, con lágrimas en los ojos, que el socialismo, el socialismo real, tal como se aplicaba en el bloque soviético, había sido un sistema endiablado, que la obligaba a ella a gastar casi todas las horas del día en tratar de solucionar problemas domésticos elementales.
También hay, pues, como se puede apreciar, una crueldad de las economías socialistas, crueldad de la que existen testimonios por todos lados, y esas economías, además, inevitablemente, dan origen a mercados paralelos caóticos, descontrolados, gangsteriles. El capitalismo es cruel o, más bien, amoral, pero tiene una eficacia que ayuda a corregir ese punto de partida. El llamado socialismo real, al menos en la teoría, estuvo lleno de buenas intenciones, pero su ineficacia hizo que aquellos objetivos resultaran defraudados, desmentidos. Ya sabemos que las buenas intenciones conducen a menudo al infierno. Ya hemos escuchado decir que el infierno está pavimentado por las buenas intenciones de muchos de sus ocupantes.
Hoy día, cuando ya casi todo el mundo cree en la economía de mercado, el problema central es el de cómo intervenir para que el mercado sea menos inhumano, menos cruel. Algunos rechazan toda forma de intervención y otros piensan que es conveniente alguna forma de intervención parcial, calculada y limitada. Dentro de estos terrenos, la batalla intelectual, política, ideológica, mantiene toda su virulencia. Algunos se rasgan las vestiduras frente a las declaraciones recientes del presidente Aylwin. Los comunistas, que lo han atacado con saña, en todos los tonos, inician uno de esos acercamientos tácticos, entre sonrisas, en los que fueron maestros en tiempos pretéritos. ¿Qué queda de todo esto? Queda, a mi juicio, lo esencial, lo medular. Un Estado puede intervenir para que el mercado sea menos cruel, menos injusto, y yo creo, para ser honesto, que en muchísimos casos debe intervenir, pero si interviene mal, de un modo excesivo, sin prever todos y cada uno de los efectos de su intervención, producirá mucho más daños que beneficios. Es lo que algunos teóricos del neoliberalismo llaman "ingeniería social". Estamos obligados a practicar esta ingeniería, pero tenemos que hacerlo como buenos ingenieros. De lo contrario, avanzamos un paso y retrocedemos dos (al contrario de lo que preconizaba Lenin cuando se había puesto a revisar los dogmas de los comienzos).
En resumidas cuentas, el mercado capitalista, como ha declarado hace poco el presidente Aylwin, es cruel, y la economía del socialismo, como agrego yo por mi parte, puede ser más cruel todavía. Lo que corresponde entonces, es mirar con respeto las fuerzas del mercado, que no hemos podido reemplazar por nada, e intervenir para orientarlas un poco cada vez que sea necesario, pero intervenir con inteligencia, con prudencia, y siempre, sobre todo, con un sano escepticismo, con un espíritu abierto, sin creerse dueño de la verdad, de ninguna verdad.
Los sobresaltos de la conciencia
Mis amigos mexicanos se preparan para celebrar los ochenta años de Octavio Paz. Mis amigos de México y de muchos otros lados. Abro uno de mis cuadernos de apuntes y me encuentro con notas biográficas dispersas, que en algún momento me parecieron significativas. Es una selección de datos enteramente personal, hecha por intuición y al correr de la pluma. Veo que Octavio Paz nació en Mixcoac el 31 de marzo de 1914, poco después del estallido de la Revolución Mexicana y en la víspera de la Primera Guerra Mundial. Es decir, en los umbrales históricos de este siglo tan intrincado y endiablado. Su padre era criollo y su madre tenía abuelos andaluces. El abuelo paterno, Ireneo Paz, nacido en 1836, fue liberal, masón, oficial del ejército que combatió contra la intervención militar de Napoleón III y de Maximiliano. Después fue aliado político y biógrafo de Porfirio Díaz, diputado, autor de novelas. En lo que se parecía menos a su nieto escritor era en la afición a las novelas. Su nieto, poeta y ensayista, siempre ha sido curiosamente indiferente y ajeno al arte de la novela, aun cuando lo narrativo suele esbozarse en sus textos en prosa y hasta en algunos de sus poemas.
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