Jorge Edwards - El whisky de los poetas

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Este trabajo reflexiona acerca de las particularidades del ensayo focalizadas en Desde la cola del dragón, El whisky de los poetas, Diálogos en el tejado, Machado de Assis y La otra casa. Ensayos sobre escritores chilenos del escritor chileno Jorge Edwards. Los trabajos que componen estos libros tienen la particularidad de transitar por esa delicada línea que separa el ensayo de la crónica e incluso de los artículos periodísticos. Esta suerte de indefinición fortalece uno de los aspectos centrales del ensayo: su difuminación sustantiva, particularidad que se expresa en el modo en que apela a retóricas que no siempre se mantienen a lo largo de los trabajos. La errancia del género permite entremezclar discursos y dejar a la vista una subjetividad evidenciada en un yo que se hace presente en las marcas valorativas y en el objetivo que persigue. Los ensayos que integran estos libros operan como un banco de prueba de la obra del ensayista escritor.

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Estas reflexiones surgieron en mí después de escuchar a una persona que partía a "estudiar la picaresca" de los países del ex bloque socialista. Poderosa y extravagante picaresca, sin duda, reflejada en novelas, en poemas, en obras de teatro que fueron sometidas a una implacable censura, desde los tiempos de La chinche, de Vladimir Mayakovski, y de El maestro y Margarita, de Mijail Bulgákov, hasta años muy recientes. Los intelectuales de Occidente, en su gran mayoría, prestaban oídos sordos, sobre todo cuando se trataba de dar testimonio, ya que no se podía facilitar la tarea del enemigo, pero no podían dejar de conocer la situación real a través de los libros y los viajes. Recuerdo a pintores europeos y latinoamericanos que comentaban en la Coupole, en el Paris de los años sesenta, sus preparativos para viajar a Cuba a la inauguración del Salón de Mayo. Llevaban sus maletas bien provistas de jabones, de medias, de lápices labiales, monedas de trueque de gran eficacia en los sectores no pequeños de la picaresca habanera. Había en todo esto, en el fondo, actitudes cínicas y realidades tristes. El régimen hacía la crítica de los "estímulos materiales", representados en primer lugar por el vil dinero, pero donde la moneda perdía fuerza, de inmediato adquirían poder, en un sistema de vasos comunicantes, los más deleznables objetos: una camisa de material sintético fabricada en serie o un perfume barato.

Había personas honestas, desde luego, pero en esos años, a fines de la década del sesenta y a comienzos de la siguiente, me pareció que la situación cubana, a causa de la ausencia de crítica, ya estaba dominada por la hipocresía y por el doble lenguaje. Esto es, para decir las cosas por su nombre, estaba corrompida. Francisco Coloane, gran escritor chileno y viejo militante de izquierda, dijo en esos días en una cena oficial ofrecida por mí, y lo dijo con su voz de trueno, que había encontrado en Cuba a unos pocos puros, pero que la inmensa mayoría de la gente que había visto eran "unos hipócritas redomados. Su declaración causó franco estupor entre mis comensales, aparte de alguna sonrisa socarrona, y sirvió, supongo, para reforzar la tesis de que la revolución chilena iba por mal camino. Sin embargo, de un modo paradójico, la reacción que se produjo en aquella mesa no podía ser más confirmatoria de eso que había sostenido Coloane al pasar, sin darle excesiva importancia al asunto. Así eran las cosas, y no creo que hayan cambiado demasiado. Toda la debilidad del sistema estaba relacionada con esa falta de transparencia, con esa alteración del lenguaje. No era extraño que un escritor, un hombre que manejaba las palabras, lo percibiera de inmediato, aunque después no quisiera dar testimonio público del fenómeno. Esa prudencia, esos silencios, ¿sirvieron de algo? ¿No contribuyeron, más bien, a precipitar el desastre que hemos presenciado 20 años después, los sufrimientos que todavía están muy lejos de haber terminado? El gigante con pies de barro no era el capitalismo, o no era sólo el capitalismo como sostenían los timoneles de antaño, sino también, y de modo eminente, el socialismo real. Y esa debilidad congénita estaba relacionada con el problema central, antiguo y nuevo, de la conciencia crítica, una conciencia debilitada, inclinada en muchos casos a la componenda y en muchos otros decididamente mentirosa.

El país imaginario

Los chilenos tenemos una tendencia irresistible a definir a Chile, a definir "lo chileno", a definirnos. Somos definidores y autodefinitorios, quizás porque no somos, en último término, fáciles de definir. Chile es la "loca geografía", la "fértil provincia", la "angosta faja", la "Inglaterra de América del Sur". Es, sucesivamente, el país de historiadores, el país de poetas, el país de la fruta y del hielo antártico. Queremos que nos defina un iceberg, un grano de uva, un filón de cobre, algo tangible. Quizás porque dudamos, en el fondo de nuestro inconsciente, de nuestra realidad. ¿No somos una cornisa amenazada, sacudida por cataclismos periódicos, y colocada al fin de la tierra, al sur del océano? Nuestra realidad, quizás, es la aspiración a ser, el deseo, la imaginación. Contradicción pura, realidades poderosas y precarias. No tenemos pampas ni selvas. Tenemos aire, mar, desiertos, un poco de tierra cultivable, y gente, gente que se moviliza por las islas y los mares, que cruza el desierto, que cultiva los valles, y que se comunica en una lengua idéntica, salvo raras excepciones, a lo largo de más de dos mil kilómetros de geografía, fenómeno de cultura, al fin y al cabo, bastante extraño.

Chile, que se precia de su sensatez, de su pragmatismo, también es un país de fabuladores y un producto de la capacidad fabuladora. Hay, por suerte fábulas positivas, que sirven de modelo, de orientación en la historia. La famosa tradición democrática chilena, por ejemplo. Es una leyenda útil, a la que conseguimos adaptarnos durante periodos más o menos prolongados. Una leyenda que conviene cultivar a conciencia.

Las primeras noticias del país fueron invenciones interesadas o productos del asombro. Los indios del Cuzco, a comienzos del siglo XVI, decían que más allá de los desiertos del sur había un lugar frío, Chile o Chire, donde el oro abundaba. Los exploradores de las regiones australes por su parte describieron enormes fogatas, monstruos marinos y unos habitantes gigantescos, los indios patagones. En los comienzos imaginarios, por consiguiente, Chile fue un país de oro y de cíclopes. Mitología renacentista. La expedición de Diego de Almagro, que regresó al Perú arruinada, desharrapada, hambrienta, provocó la leyenda contraria. Cuando "los de Chile" se acercaban a las oficinas o a las tabernas cuzqueñas, los demás españoles huían como de la peste. El país del oro y de los cíclopes se había transformado de pronto en el país de los harapos. A sus desgraciados descubridores no les había quedado más alternativa que vivir del sablazo.

Quizás comenzaba ahí una larga historia de imágenes deformadas, extremas. La contradicción, sin embargo, está en el interior de nosotros, forma parte de nuestra manera de ser y de entendernos. Hemos sido pacíficos, negociadores, capaces de estabilidad, hasta el día en que los consensos se han roto en forma violenta. Nuestro siglo XIX, sólido, ordenado, institucional, evolutivo, desembocó en la guerra civil más sangrienta del continente. Benjamín Vicuña Mackenna, que fue, más que historiador, el gran cronista y ensayista de nuestra primera etapa republicana, escribía que Chile tiene sueño de marmota y despertares de león. Despertares, más bien, corregiría yo, de fiera peligrosa. En el siglo XX, el país donde nunca pasaba nada, idea arraigada en todos nosotros, se convirtió de la mañana a la noche en el país donde todo podía pasar, desde lo más imprevisible y lo más terrible. La frase de Vicuña Mackenna me hace sospechar que sabíamos y que callábamos, para mantener los demonios afuera.

Los exorcismos del final del siglo XIX no sirvieron para nada. Toda la política posterior se construyó a partir de la idea de que la sangre derramada en la guerra del 91 había sido perfectamente inútil. Ahora entramos en este final de siglo en un nuevo periodo de calma, de desarrollo, de optimismo, de relativo consenso político y social. Tenemos que preguntarnos, por escasa que sea nuestra conciencia histórica, si los exorcismos recientes, la implacable salida a la superficie de nuestros peores demonios, producirá esta vez efectos duraderos. La pregunta, en otras palabras, consiste en saber si somos capaces de aprendizaje, de asimilar experiencia. Llegamos hasta aquí y descubrimos que la cuestión concierne a todo el mundo de origen hispánico. ¿Somos capaces de madurar, de superar las deformaciones tradicionales, de insertarnos con sensatez en el siglo XXI, o somos, mirados en conjunto, una causa perdida? ¿Quiere decir, por ejemplo, que España sólo podría salvarse con Europa, a espaldas de nosotros; México con el Canadá y los Estados Unidos, y Chile, quizás, más bien solo, con los japoneses y con los pingüinos, y gracias, precisamente, a su extravagancia geográfica y política? Son preguntas endiabladamente difíciles. La verdad es que en este año del Quinto Centenario, España siente a menudo la tentación de navegar hacia el norte de los Pirineos, y Chile la de desprenderse de su región y derivar, o navegar, hacia el Occidente. Creo, sin embargo, que se trata de sueños más bien ilusorios. Chile seguirá pegado al sur del continente americano, en calidad de cornisa precaria, aunque no nos guste a los chilenos, y España limitará siempre por el norte con los Pirineos. No nos queda más remedio que inventar un futuro posible y viable a partir de estas coordenadas.

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