José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Poco después de conocerse tal acontecimiento, el comandante del regimiento de Braga abandonó su reunión de Estado Mayor para colocarse al lado del Rey Había oído que ganarían los monárquicos y se apresuró a situarse del lado vencedor. Fue un error. Los barcos de la marina comenzaron a bombardear el Rossio y el palacio de las Necesidades, y una bandera blanca empuñada por un diplomático alemán, para obtener una tregua destinada a retirar a los ciudadanos extranjeros, se interpretó erróneamente como una señal de que los monárquicos se rendían. Los enemigos del Rey salieron en masa a la calle para festejar la victoria de la República. El régimen quedó desconcertado y, en un acceso de pánico, el Rey huyó. En la mañana del día 5, los líderes del movimiento republicano subieron al balcón del ayuntamiento de Lisboa y, frente a una vasta y eufórica multitud que se había concentrado en la Praça do Municipio, José Reivas proclamó la República en Portugal.

La vida cambió mucho en Braga. El nuevo poder en Lisboa contó los fusiles monárquicos en los regimientos y procedió a la limpieza. El coronel que comandaba la Infantería 8 recibió la jubilación anticipada y lo mismo ocurrió con los mayores y capitanes de su confianza que habían cometido la imprudencia de apoyar a la Monarquía en el momento en que ésta se desmoronaba. Pinto, el Zanahoria, a pesar de ser monárquico, escapó al barrido general, debieron de haber pensado que no valía la pena preocuparse por la chusma, ¿y qué era un alférez sino chusma? Sea como fuere, la limpieza provocó un movimiento ascendente en el cuartel.

Como quedaron vacantes varios puestos de oficiales, se produjo una sarta de promociones y Afonso acabó ascendido a teniente sólo un año después de haber acabado la Escuela del Ejército. Pero las vacantes se seguían sin cubrir, por lo que, poco después, le tocó ser también promovido al alférez Pinto, tal vez porque consideraban su costilla monárquica una mera rareza de la juventud.

La República trajo consigo un exasperado clima anticlerical, que se tradujo en un rápido cerco a la Iglesia, fruto de la promesa del nuevo Gobierno de acabar con el catolicismo en el país en dos generaciones. Fueron expulsados los jesuitas, la enseñanza del catolicismo se prohibió en las escuelas públicas, varios obispos acabaron destituidos o desterrados y se aprobó la ley del divorcio. En 1911 llegó la hora de sancionarse la ley de la separación de las Iglesias y el Estado, que puso fin a las subvenciones a la Iglesia y le expropió bienes, incluso propiedades. Un edicto mandó cerrar todos los seminarios del país, y el Seminario Conciliar de San Pedro y San Pablo no fue una excepción. Mandaron a casa a profesores y alumnos, y el edificio del Largo de Sao Thiago fue entregado a la Infantería 29.

– Este país está hecho un caos -se quejó amargamente el vicerrector, don Joào Basilio Crisòstomo, cuando Afonso lo visitó en la víspera del desalojo del edificio-. ¡Válgame Dios, el poder está por los suelos! ¿Dónde se ha visto perseguir así a la Iglesia? ¡Parece que hemos vuelto a la Roma antigua!

– Mantenga la calma, don Crisòstomo, que todo se arreglará.

– ¿Calma? ¿Calma? ¡Válgame Dios, Afonso! -se irritó el vicerrector, deambulando amargado entre los cajones con los bártulos, que ordenaba antes de que llegasen los hombres de la Infantería 29-. Es una vergüenza para la civilización lo que nos están haciendo. Una vergüenza, ¿has oído? ¡Y una vergüenza para el uniforme que llevas puesto! ¿Dónde se ha visto entregar un seminario al Ejército? ¿Dónde se ha visto ordenar que cierren los seminarios? Pero ¿qué país es éste, Virgen santísima, qué país es éste que persigue así la fe?

Los cambios se generalizaban y afectaron a casi todas las instituciones. Hasta la Escuela del Ejército tuvo que cambiar de nombre: en 1911, comenzó a llamarse Escuela de Guerra. El Gobierno republicano reorganizó el Ejército: abandonó el modelo profesional y adoptó la forma miliciana, y en la Escuela se suprimió el curso de Ingeniería Civil, quedando exclusivamente dedicada al estudio de las ciencias bélicas. Rodaron cabezas monárquicas por todas partes; se entregaron los puestos clave a los republicanos, pero la mayor parte de los oficiales que ocupaban los cargos intermedios permanecían leales a la Corona exiliada y manifestaban mala voluntad frente al nuevo régimen.

La aparición de la República no puso fin al desquicio propio de la inestabilidad política en que el país se hallaba sumido, incluso porque había una enorme expectativa popular en relación con los republicanos: la expectativa de que sus políticas conducirían pronto a la estabilidad y a la prosperidad que ellos, naturalmente, no lograron satisfacer. En honor a la verdad, sólo podían recriminarse a sí mismos, tan alto había sido el listón que presentaron cuando hacían oposición a la Monarquía. Para contener los precios de los productos alimenticios básicos, el nuevo Gobierno creó una tabla de precios independiente de la ley de la oferta y la demanda. Como resultado, y a pesar de que la tabla no siempre era respetada, la producción agrícola bajó en calidad y en cantidad. En los mercados comenzaron a escasear los cereales, las alubias, la patata y la carne, y hasta comenzó a consumirse un pan oscuro y maloliente.

El descontento crecía, en particular en el norte, liderado por el clero. Los propios republicanos estaban divididos, con Afonso Costa a la cabeza de los radicales, Antonio José Teixeira de los moderados, y Brito Camacho al frente de los conservadores. Las medidas radicales, tanto en el combate a la Iglesia como en la política económica y social eran invariablemente llevadas a cabo por Afonso Costa, con Teixeira y Camacho horrorizados ante lo que consideraban excesos reformistas. Como si no bastase con toda esta confusión, también los monárquicos se encontraban divididos, con los fieles del Rey en el exilio mostrándose más moderados en su oposición a la República que otro grupo, encabezado por Paiva Couceiro, que se había refugiado en Galicia y se preparaba para tomar las armas. En medio de este clima efervescente se multiplicaban los rumores y se hablaba de golpes de Estado, de nuevas revoluciones, de guerra civil.

Aunque no fuese ajeno a los problemas que lo rodeaban, Afonso vivió con insoslayable placer su condición de teniente. El sueldo era mejor que el de alférez, las comidas en el comedor de los oficiales no eran malas a pesar de la crisis, iba a la misa en la Seo, se sentaba siempre por debajo del magnífico órgano, como en sus tiempos de seminario, y disfrutaba de la complicidad de nuevos amigos, sobre todo del teniente Pinto.

En compañía del Zanahoria, Afonso adquirió el gusto por las cosas dulces de la vida. Se pasaban el día jugando al bridge en el café A Brazileira, donde un cartel en la esquina de la Rua Nova de Sousa, rebautizada como Rua D. Diogo de Sousa en 1912, anunciaba que «el mejor café es el de A Brazileira», o viendo a las muchachas contoneándose en el Jardín Público. Iban a comprar maíz y regueifas de pao podre en la panadería Central o a comer sameirinhos y fidalguinhos a Marinho & Filho, la vieja pastelería que todos las tardes les endulzaba la boca y les templaba el alma. A veces almorzaban en la pensión Alianza, que servía unas buenas sarrabulhadas, guiso de sangre de cerdo y carne, o en el hotel Central, justo al lado del cuartel, donde la opción variaba sobre todo entre el sarapatel y la empanada de pescado.

Los jueves y domingos por la noche, Afonso y los demás oficiales se juntaban con las familias en torno al templete del Jardín Público, pomposamente denominado Pabellón Musical, y escuchaban los conciertos de la banda militar de la Infantería 8. Otras noches, los tenientes Afonso y Pinto iban a llenarse de cerveza en la cervecería Cruz & Sousa o pasaban por el café Vianna, debajo de la Arcada, y se quedaban a jugar a la ruleta, a los naipes y a los dados hasta las dos de la mañana. Animaba el ambiente cargado de humo la melodía alegre de los conciertos de piano y las danzas de las rollizas bailarinas contratadas para entretener a los clientes. Alguna que otra vez, mientras miraba a las opulentas bailarinas del Vianna, Pinto desafiaba a su amigo.

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