José Santos - La Amante Francesa
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El barón la trataba como a una hija, lo que, dada la diferencia de edad y la proximidad de Redier con su padre, parecía natural. La relación entre ambos fue, sin embargo, evolucionando gradualmente, una sonrisa, un roce, una palabra, hasta hacerse inevitable la conversación que tuvieron en el salón, una tarde gris y ociosa, después de haber tomado el té de las cinco y comido unas madeleines de elaboración casera.
– Tengo una propuesta que hacerte -anunció él con actitud solemne, recostado en el canapé.
Agnès se balanceaba suavemente en su mecedora, mirando con melancolía hacia el otro lado de la ventana, hacia los árboles del jardín que murmuraban bajo el viento fresco del anochecer.
– ¿Sí?
El barón carraspeó y se incorporó. Agnès lo sintió repentinamente perturbado y desvió la atención hacia él, observándolo con curiosidad. Redier se había ruborizado, tenía el rostro tenso y los ojos inquietos, parecía nervioso.
– ¿Sabes, Agnès?, desde la muerte de mi mujer, Solange, me siento muy solo. Este palacete es enorme, pero no tan grande como la soledad que me atormenta. La vida me parece vacía, sin sentido, los días pasan unos tras otros y tengo la terrible sensación de vegetar, sin rumbo ni dirección, a merced del tiempo y de lo que el destino me quiera ofrecer. -La miró fijamente a los ojos-. Tu venida ha cambiado un poco todo eso, me ha traído alegría y cierta raison de vivre. Me he aficionado a ti y no sé si soportaría vivir en esta casa sin tu presencia. Por ello, quiero hacerte una proposición.
El barón se calló y se quedó observándola, como si estuviese sumido en un debate interior, intentando decidir si avanzaba o no con la idea que bullía en su mente. Agnès se agitó, inquieta, en su mecedora, incómoda bajo el agobiante silencio que había seguido a aquellas intrigantes palabras.
– ¿Sí?
Redier suspiró pesadamente, armándose de valor para avanzar en su arrojada proposición; sabía que, después de formularla, no habría camino de retorno, todo sería diferente.
– Soy un hombre de mediana edad y no me hago ilusiones acerca de tus sentimientos con respecto a mí -parpadeó con una especie de tic nervioso-, pero, aun así, me gustaría pedirte que te casaras conmigoAgnès abrió la boca, sorprendida ante la idea. Veía al barón como una figura paternal, protectora y amiga, y no sentía la menor atracción por él. Su primera reacción fue la de decir que descartaba la idea del casamiento. Esbozó incluso un gesto para rehusar de inmediato la petición, pero vaciló, en cierto modo se había aficionado a él y no quería herirlo ni ofenderlo, se dio cuenta de que tendría que tener mucho tacto para afrontar la situación. Buscó la manera más apropiada de abordar el asunto y optó por la prudencia.
– Bien, señor barón, ésa es… una proposición inesperada, estoy sorprendida -titubeó, ganando tiempo para pensar-. A decir verdad, no sé bien qué responder.
– Di que sí -imploró él fervorosamente. Ahora que había lanzado la proposición se mostraba decidido a llegar hasta el final-. Por favor, di que sí.
– Pero tenemos una gran diferencia de edad, usted podría ser mi padre.
– Escucha, Agnès, como te he dicho, no me hago ninguna ilusión. Sé que no me amas, eso es evidente y natural, eres mucho más joven que yo. Pero te suplico que, por lo menos, consideres seriamente lo que te pido. Déjame que te diga que los mejores matrimonios no son los que parten de una pasión que deprisa se apaga, sino aquellos cuyo amor va naciendo con el tiempo y madurando como el vino. No me cabe duda de que llegarás a aprender a quererme, ese sentimiento crecerá naturalmente y estoy seguro de que podremos ser muy felices.
– ¿Y si no crece?
– Crecerá, estoy seguro.
– Es posible, no digo que no. Pero ¿y si no crece?
El barón volvió a suspirar, considerando esa hipótesis.
– Bien, me parece evidente que ésa es una posibilidad que tenemos que admitir. -Se rascó la barbilla, pensativo-. Mira, podemos muy bien comenzar despacio, dejar que las cosas se den de forma natural. Por ejemplo, en vez de compartir enseguida la misma habitación, cada uno puede mantenerse inicialmente en sus aposentos, aguardando el curso normal de los hechos, sin forzar nada. Creo que tenemos que hacer el camino caminando.
Agnès dijo que tenía que pensarlo. Era una mera estratagema para ganar tiempo y buscar una forma de rechazar delicadamente la proposición. A lo largo de la semana siguiente, analizó la idea desde varios ángulos, hasta admitió el casamiento como hipótesis académica, imaginó cómo sería su vida unida a aquel hombre. La verdad, se sorprendió, porque tal vez no tenía por qué ser tan mala idea. Allí estaba ella, perdida en un mundo hostil, desarraigada, separada de su familia, debilitada y vulnerable, y quien la había ayudado, quien le había tendido la mano sin vacilar en su momento difícil, había sido el barón, aquel mismo hombre que ella se mostraba tan pronta a desdeñar. Es verdad que Redier era más viejo que ella y que no la atraía, pero, observándolo ahora con otros ojos, no los ojos de una muchacha soñadora, sino con los de una mujer madura, comprobaba que el barón se revelaba incluso como un hombre interesante, bien conservado para su edad, enérgico y seguro de sí mismo. No se trataba, evidentemente, de un Matt Moore; lejos de ello, desde el punto de vista físico no se lo podía comparar con la famosa estrella del cine, pero, quand même, el barón se distinguía por su actitud charmante y mostraba ser una persona sensible y culta. Además, concluyó, la idea de no forzar las cosas era sensata: dejar que el matrimonio siguiese su rumbo natural. Agnès se descubrió a sí misma imaginando una convivencia real con aquella figura distinguida.
Se casaron un sábado lluvioso de octubre de 1916 en el Registro Civil de Armentières, en una ceremonia en la que el único miembro de la familia que la acompañó fue Gaston, el hermano que desempeñaba funciones administrativas en el sector de Champagne y que se encontraba de baja. En el momento de la verdad, Agnès cerró los ojos, se despidió en secreto de Serge, se sintió invadida por una plácida serenidad y, en un susurro furtivo, dijo «oui».
Capítulo 7
El cuartel del Pópulo dominaba la gran plaza con su ancha fachada blanca; a la izquierda, la iglesia; en el centro, la puerta de armas. El alférez Afonso Brandão saludó al centinela y entró en el edificio donde estaba acuartelado el regimiento de la Infantería 8. Atravesó el patio de entrada y subió por la piedra de las vastas escalinatas interiores que cruzaban el centro de las instalaciones. Afonso subió los escalones sin dejar de admirar los vistosos azulejos azules que embellecían las paredes enlucidas y reproducían bucólicas escenas de monjes en jardines, reminiscencias del origen religioso del gran edificio. En su anterior paso por Braga, en la época del seminario, supo que aquel cuartel era el antiguo convento de los eremitas de San Agustín, por lo que la decoración no le pasó inadvertida. Recorrió el suelo de madera en el primer piso y fue a presentarse ante sus superiores jerárquicos.
La vida de un oficial en el cuartel de Braga era tan poco imprevisible como el retiro de una monja en un convento. Sin nada que hacer, a no ser tal vez aburrirse hasta la muerte, Afonso pasó los primeros días reconociendo el edificio y enterándose de su historia. Descubrió que el Estado se había hecho cargo del convento en 1834, con ocasión de la guerra civil entre don Pedro y don Miguel, cuando las instalaciones comenzaron a servir como albergue de las varias fuerzas militares que iban a Braga a enfrentarse a la guerrilla miguelista y a pacificar la región. La Infantería 8, originalmente un regimiento de Castelo de Vide, fue una de esas fuerzas y, habiendo sido destacado en el Miño con la misión de combatir a los miguelistas y en Maria da Fonte, acabó por establecerse en el cuartel del Pópulo en 1848, a petición del municipio bracarense.
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