José Santos - La Amante Francesa
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– Cásate conmigo, dulce princesa.
Al «oui» emocionado de Agnès le siguió un brindis con un afrutado Beaujolais Villages que él, cuidadosamente, cató y aprobó.
Pasearon después por el Sena cogidos de la mano, hasta que él la dejó a la puerta de su edificio, en Saint Germain-des-Prés. Cuando entró en el apartamento, a Agnès le llegó desde fuera la voz de su novio. Sorprendida, fue hasta la ventana, miró la calle y lo vio en la acera, junto a la farola, ofreciéndole una desafinada serenata, cantando a todo pulmón Bébé d'amour, una adaptación francesa de la canción inglesa Some of these days, entonces de moda en París:
Je veux mourir,
o ma déesse!
En ce beau soir
sous ta caresse.
Cuando Serge terminó, Agnès aplaudió y le lanzó un beso desde la ventana.
– Magnífico -le dijo-. Pero ahora vete, anda, vete antes de que te detengan.
La boda se celebró el 3 de junio de 1914 en la Basilique Saint Sauveur, en Dinan, el pueblo natal del novio, en la costa norte de la Bretaña. Era un lugar apacible, con el aire impregnado del olor del Atlántico, esos aromas salados del océano que perfumaban la brisa suave. La familia Chevallier acababa de llegar de Lille, aún aturdida por la rapidez de los acontecimientos.
– Mi pequeña Agnès -murmuró su padre a la entrada de la basílica, dándole el brazo y hablando como si le estuviese ofreciendo la última oportunidad de salvarse-. ¿Estás segura de lo que estás haciendo?
– Absolutamente segura.
Paul Chevallier suspiró y enfrentó el pasillo que tenía por delante, con el altar al fondo y el novio a la espera, ese muchacho, ese extraño a quien entregaría su hija predilecta.
– Muy bien -exclamó finalmente, esforzándose por ocultar el peso que llevaba en el alma-. Adelante.
Como era un día de sol esplendoroso, la fiesta de bodas se organizó en los Jardins Anglais, justo detrás de la basílica, con una vista privilegiada al río Ranee y el valle verdeante por donde serpenteaba el vasto curso de agua, donde se destacaban las márgenes como fiordos en aquel plácido mar fluvial.
Serge terminó la carrera de Derecho ese verano, y su mujer, ahora Agnès Marchand, se matriculó en el cuarto curso de Medicina. Sus vidas seguían centradas en París, donde alquilaron un apartamento en la agitada Rue de Tubirgo, en Les Halles.
Él se puso a trabajar en el despacho de abogados de su tío, situado cerca de allí, en la Rue Saint Denis, al lado de la Maison du Sphinx, donde un cartel en la ventana anunciaba una droguerie, pharmacie, herboristerie, y a ella no le importó vivir un poco más lejos del Quartier Latin de lo que estaba habituada en su antiguo apartamento de Saint Germain-des-Prés. Claudette ya había terminado la carrera de Historia y había regresado a Lille, donde ocupó una vacante de profesora en un colegio local, y el apartamento quedaba ahora para los otros dos hermanos, llegados mientras tanto a París para proseguir también los estudios.
La vida parecía estabilizarse. La pareja de recién casados planeaba tener hijos cuando, sólo veinticinco días después de la ceremonia de Dinan, un titular en Le Petit Journal señaló la novedad que produciría una profunda transformación en sus vidas. La pareja estaba tomando el desayuno y Agnès se puso a hojear el periódico. Sus ojos se fijaron inevitablemente en el fatídico título. La noticia refería la muerte de un archiduque austríaco, en las calles de Sarajevo, asesinado por un serbio.
– ¡Qué horror! -comentó antes de pasar la página en busca de titulares más felices. Mordió una tostada y miró por la ventana-. Hoy en día nadie anda seguro por las calles.
Lo que aún no sabía es que aquellos tiros, disparados en una oscura callejuela al otro lado de Europa, pondrían al mundo patas arriba al cabo de menos de un mes.
La guerra entró en la vida de Agnès con la fuerza de un huracán enfurecido. Como consecuencia de una compleja serie de acontecimientos que envolvieron primero a Austria y a Serbia, y después a los aliados respectivos, Francia decretó la movilización general el 1 de agosto. Agnès vio cómo se transfiguraba París ante sus ojos, con una copiosa multitud presa de la fiebre de la guerra saliendo a la calle, llenando las principales arterias con innúmeras banderas francesas, pero también rusas y británicas, y cantando con fervor La Marseillaise y marchas patrióticas. Se fijaron pancartas con órdenes de movilización en todas partes, lo que atrajo a grupos alborotados de hombres, mientras se sucedían acalorados gritos de «Vive la France!» y los establecimientos con nombres alemanes eran atacados y saqueados, sobre todo las brasseries con nombres germánicos.
Serge no se mantuvo indiferente ante la ola de conmoción que invadió a los franceses. Esa misma tarde corrió a un puesto de reclutamiento para alistarse en el Ejército. Llegó por la noche a casa con el pelo cortado al rape y los papeles para presentarse a la mañana siguiente en un cuartel de la Armée, mientras fuera se desconectaba la iluminación pública y los reflectores de la Torre Eiffel y de los campos de aeronáutica patrullaban diligentemente el cielo.
– Es mi deber patriótico -explicó Serge esa noche a una Agnès estupefacta-. Además, esto será rápido y estaré en casa antes de que acabe el verano.
Dos días después, el 3 de agosto, Alemania declaró la guerra a Francia. En ese momento, los franceses ya tenían su máquina militar en movimiento. Agnès fue ese mismo día a la Gare du Nord a despedirse de su marido. La estación de trenes estaba sumida en una tremenda confusión, París entera parecía haber ocupado los andenes para saludar a sus valientes. Agnès tuvo una dificultad enorme para abrirse paso entre la compacta masa humana para acercarse al tren destinado al regimiento de Serge. Después de una espera atormentada en medio de un vocerío increíble, vio cómo se abrían las filas y los soldados marchaban disciplinadamente hasta los vagones, los fusiles alzados con la culata al pecho y los cañones apoyados encima del hombro.
Se puso de puntillas y estiró desesperadamente la cabeza, buscando a su marido en medio de aquel mar de gorras rojas, pero sólo lo vio minutos antes de que la locomotora pitase dando la señal de partida. Vestía con elegancia, como un soldado de los ejércitos napoleónicos, con una majestuosa chaqueta azul y pantalones de color rojo vivo, quepis vistoso en la cabeza, un fusil Lebel en bandolera: qué extraño resultaba verlo así, parecía un soldadito de plomo. Se saludaron, ella lanzándole besos al aire, él devolviéndole sonrisas. Miles de personas cantaban La Marseillaise a coro cuando los vagones comenzaron a moverse, los soldados se despidieron como si fuesen a un picnic. Serge decía adiós desde la ventanilla del tren que lo llevaba al frente, agitaba alegremente el quepis en la mano izquierda; aquel petit soldat parecía casi feliz.
Alemania atacó a Bélgica al día siguiente, 4 de agosto, lo que llevó a Gran Bretaña a entrar en guerra. Entre tanto, reclutaron a los hermanos Chevallier y, también ellos, marcharon inmediatamente al frente. Agnès fue a despedirse de Gaston a la Gare du Nord el día 5, y de François a la Gare de Lyon el 6, siempre en medio de grandes manifestaciones populares, plenas de fervor patriótico. Las tropas francesas avanzaron el día 7 por Alsacia hasta llegar al Rin y conquistar Mulhouse. Hubo un estallido de entusiasmo en París, las personas lloraban de alegría y se saludaban en las calles, había sonrisas por todas partes: «Vive la France!». La euforia era generalizada. Pero los acontecimientos se precipitaron inesperadamente a mediados de mes. Los alemanes irrumpieron en Francia a través de Bélgica y, después de dos días de combate, las tropas francesas comenzaron a retirarse la noche del 23, en lo que fueron acompañadas por la BEF, la British Expeditionary Force. Los alemanes avanzaron tras ellos en dirección a París, ciudad sólo defendida por una sola brigada de infantería naval.
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