José Santos - La Amante Francesa

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Primera Guerra Mundial. El capitán del ejército portugués Afonso Brandão está al frente de la compañía de Brigada de Minho; lleva casi dos meses luchando en las trincheras, por lo que decide tomarse un descanso y alojarse en un castillo de Armentières, donde conoce a una baronesa. Entre ellos surge una atracción irresistible que pronto se verá puesta a prueba por el inexorable transcurrir de la guerra.

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Cuando entró en la Casa Pereira para saludar a doña Isilda e intentar ver a Carolina, lo aguardaba una tremenda decepción. Doña Isilda lo recibió con simpatía y lo felicitó por las notas obtenidas, pero, en el momento en que Afonso preguntó por Carolina, la respuesta lo dejó de piedra.

– Carolina está de novia.

– ¿ Cómo?

– Carolina está de novia, Afonso. Va a casarse en otoño.

El muchacho se quedó pasmado mirando a la viuda, pálido, intentando digerir aquellas palabras.

– Usted está bromeando, doña Isilda.

– De ninguna manera. Va a casarse con un ingeniero de la Real Compañía de los Ferrocarriles Portugueses, un mozo muy atractivo, de buena familia, gente distinguida de Santarém.

A Afonso la situación le resultó extraordinaria e inusitada, incluso humillante, y no supo qué decir. Se quedó lívido, desconcertado, indeciso en cuanto a lo que debería hacer. Agradeció y salió deprisa de la tienda, buscando con ansia el aire puro de la calle para despejar las ideas. Fuera comenzó a dudar de las palabras de doña Isilda: ¿estaría intentando engañarlo? Se quedó meditando sobre el asunto, repitiendo el diálogo en su cabeza, buscando inflexiones reveladoras en la voz de la viuda, no había duda de que ahí había gato encerrado. Esa noche no pegó ojo, preocupado por la situación, murmurando frases sueltas: «¿Y si fuese verdad? -Dio vueltas en la cama-: No puede ser -unas vueltas más-: Es un disparate, la vieja está tomándome el pelo». Las horas se prolongaron y se durmió sin darse cuenta. A la mañana siguiente, se instaló muy temprano cerca de la Casa Pereira, vigilando la tienda y el apartamento del primer piso donde vivía la propietaria y su hija. Cuando vio salir a Carolina de la casa, la interceptó y le pidió explicaciones.

– Discúlpame, Afonso, pero no puedo hablar contigo -dijo ella con expresión comprometida y los ojos fijos en el suelo.

– Pero dime al menos qué ocurre.

– ¿Qué ocurre? -Lo miró con una expresión de furia resentida-. Lo que ocurre es que me quedé casi un año esperando una carta tuya y no llegó ninguna.

– Es que no pude escribirte. Sabes, los estudios…

– ¡Qué estudios ni qué cuernos! No quisiste saber nada conmigo, eso es lo que pasa. Andas por Lisboa hecho un donjuán, seguro que metido con busconas y mujerzuelas, y yo aquí esperándote, sin recibir una palabra tuya, una palabra aunque más no fuese, nada de nada. He sido una tonta. Pues ya sabes que no me mereces. Además, lo que unos desprecian, otros lo desean. Adiós.

Había verdad en estas quejas, Afonso lo sabía en lo más íntimo. Le gustaba Carolina, no cabía duda, pero nunca se había sentido profundamente enamorado, por lo menos nunca había sentido por ella aquella pasión arrebatadora que había descubierto leyendo, durante los últimos meses, las hermosas novelas de Eça de Queiroz y de Machado de Assis, las pasiones trágicas de Amaro y Ameliña, de Bentiño y Capitú. Aun así, el sentimiento de rechazo lo hizo sufrir. Ahora más que nunca deseaba a Carolina, ansiaba su presencia, y se sorprendió con este sentimiento, con esta pérdida, con este deseo. Cuando ella era suya, eso le agradaba pero no le daba gran importancia, encaraba la situación como una circunstancia de la vida, una cosa natural. Ahora que no la podía tener, sin embargo, ella se revelaba extraordinariamente importante. A Afonso le pareció curiosa esa contradicción y se dedicó a analizar sus sentimientos, comparando la situación con el pecado original acerca del cual había leído en la Biblia, la historia de Adán, que se sintió interesado por el fruto porque estaba prohibido. Había mucha verdad en ese raciocinio, consideró, pero descubrirlo sólo atenuó vagamente su sufrimiento, poco lo consolaba saber que amaba más lo que menos podía tener.

Sintió celos, odió a Carolina, echó pestes, fantaseó con venganzas, conseguiría una novia y pasaría con ella frente a la mujer que ahora lo rechazaba, ella lo vería, sufriría, se arrepentiría. Pero deprisa se le fue este arranque rencoroso y quien se arrepintió fue él. La culpa es mía, concluyó con amargura. Por la noche, tumbado en la cama de latón, decidió ir al día siguiente a arrodillarse a los pies de Carolina e implorarle perdón, prometerle que le escribiría una carta por día, haría de ella una reina, la convencería de que le diera otra oportunidad. Pero por la mañana, sentado a la puerta de su casa, se le fue el ánimo. Lo que por la noche era una firme decisión, sólo era ahora una necia fantasía, se dejó estar: «¡Al diablo con ella!».

En términos prácticos, no obstante, su vida no se había alterado en nada. El noviazgo de Carolina significaba que no podía contar con la protección de doña Isilda, pero la verdad es que ya no le hacía falta ese apoyo. La matrícula era válida por los dos años de la carrera militar; además, el principal gasto de los cadetes, el uniforme, ya estaba hecho. Seguiría recibiendo los trescientos réis diarios de sueldo, por lo que su modo de vida se mantendría. No existía el peligro de que, por motivos financieros, tuviese que abandonar todo y volver a Carrachana, aquél era su origen pero no sería su destino.

El verano transcurrió lento, caluroso y remolón, los días en la provincia se arrastraban con una apatía insoportable. Afonso se distrajo ayudando a su padre en la elaboración del vino, pero fue con alivio como, a principios de octubre, regresó a Lisboa, el muchacho sentía que ya no soportaba esa vida. Hacer vino es suelo que ya ha dado uvas, pensó, riéndose del juego verbal durante el viaje en tren.

Hizo el examen de Topografía poco después de llegar a Lisboa y se quedó esperando los resultados. El domingo, día 11, se fijaron en el vestíbulo las notas de los alumnos aprobados. Afonso formaba parte de la lista y se dirigió a secretaría para informar de cuál era el arma que pretendía «seguir». El primer curso era común a todas las armas, pero el segundo curso requería la especialización. Eligió infantería. Las clases se reanudarían a finales de mes, después de una ceremonia de comienzo del ciclo lectivo esperada con enorme expectativa. No era para menos, el nuevo rey asistiría a la ceremonia inaugural y nadie quería perderse el momento de ver a la trágica figura.

El gran día, Afonso formó con los restantes cadetes en el Pago da Rainha y, cuando llegó la comitiva del monarca, se mantuvo al acecho. Como otro cadete le tapaba el ángulo de visión, en el momento en que don Manuel II se apeó del carruaje, entre el estruendoso bochinche de las salvas reglamentarias y el fragor cacofónico de las bandas militares, Afonso estiró el cuello y miró al monarca, se le empañaron los ojos al descubrir, sorprendido, que el Rey era un mocetón de su edad, con las facciones menudas en un rostro claro y casi infantil, tan imberbe que del bigote sólo se atisbaban unos pelitos rubios en las comisuras de la boca; tenía las piernas torcidas hacia fuera. Llegaba a ser chocante ver a aquel adolescente metido en un grandioso uniforme de gala, la cinta de las Órdenes de Cristo, de Santiago de Espada y de San Benito de Avís que le cruzaba el tronco desde el hombro derecho, en la cabeza un enorme y pomposo morrión reluciente. Parecía un chico recién salido de la Escuela Naval rodeado de viejos en actitud reverencial, en medio de la enorme algazara de las bandas.

– Un vasito de leche -comentó Mascarenhas con una sonrisa maliciosa.

El aspecto imberbe del monarca dominó la conversación de los cadetes durante algunos días, pero pronto el trajín de las clases ocupó su atención. El segundo curso incluía nuevas disciplinas. Los cadetes de infantería asistieron a las clases de Derecho Internacional, Historia y Geografía Militar, Táctica y Servicios de Infantería, Táctica Aplicada, Campañas Coloniales, Principios de Estrategia y Fortificación Permanente, además de completar los ejercicios habituales de Esgrima, Instrucción de Tiro de Revólver, Gimnasia; por otro lado, realizaban visitas a fábricas y depósitos de material de guerra.

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