– ¿ Y juegan bien?
– ¿Si jugamos bien? -El empleado se rio-. ¡Hombre, usted realmente está en la Luna! El año pasado quedamos en segundo lugar en el primer Campeonato de Lisboa. Segundo lugar, ¿ha oído? Por delante de nosotros sólo está el Carcavellos Club y detrás quedaron el Lisbon Cricket y el CIF de los hermanos Pinto Basto.
– ¿Ah, sí? ¿Ustedes juegan con el Carcavellos Club? -preguntó Afonso, ahora genuinamente impresionado.
Ya en la época del Club Lisbonense, el Carcavellos Club era el equipo más temible que había, formado por ingleses del cable submarino. Si el team del empleado de la farmacia jugaba con el Carcavellos Club, razonó Afonso, debía de ser realmente bueno.
– Somos bicampeones de Lisboa -repitió el hombre con incontenible orgullo.
– ¿Puedo ir a ver algún partido?
– Este domingo, si quiere. Vamos a enfrentarnos con el Cruz Negra en un match amistoso. El campeonato no comienza hasta el otoño.
– ¿Y dónde es?
– Aquí al lado, en las Salésias, el campo que está al lado del cuartel. A las tres y media de la tarde.
Afonso no faltó al encuentro. Eran las tres de la tarde del domingo y ya había tomado asiento en las Salésias, un descampado rodeado de casas y que pertenecía a un cuartel de caballería. Las caballerizas estaban alineadas al fondo, y del otro lado se veía el Tajo deslizándose perezosamente hacia el mar. Había ya una pequeña multitud aglomerándose en torno al campo de tierra apisonada, observando a algunos jugadores que se entrenaban junto a porterías improvisadas. Unos vestían camisetas verdes con una cruz negra bordada al pecho, otros llevaban camisetas rojas y calzones blancos, entre ellos los dos empleados del laboratorio Franco. A Afonso le resultó fácil entender que los primeros pertenecían al Cruz Negra y los segundos al Grupo Sport Lisboa. Al cabo de media hora, un hombre con pantalones, corbata y chaleco llamó a los captains de los dos equipos y los tres eligieron el campo y la pelota. Era el referee.
El match comenzó instantes más tarde, deslumbrante. La multitud se animó, gritando «aaaaah» cada vez que había un gol. Por la diferencia de intensidad de los clamores cuando el triunfo se producía en una portería o en otra, Afonso entendió que el Sport Lisboa absorbía la mayor parte de la simpatía de los espectadores domingueros. En cierto momento, un jugador del Cruz Negra cayó cerca de la meta del Sport Lisboa y el referee sentenció penalty. Algunos espectadores no se resignaron y entraron en el campo corriendo para pedirle explicaciones al àrbitro, con tal exaltación que los propios jugadores tuvieron que proteger al hombre. Cuando se restableció la calma, un atleta del Cruz Negra disparó el penalty e hizo goal. Los espectadores reaccionaron con frialdad, en vez del «aaaaah» excitado se oyó un «oooooh» de disgusto. El partido se reanudó y, en un determinado momento, la pelota salió del campo. Uno de los espectadores la recogió e intentó huir. Dos jugadores de rojo salieron corriendo tras él y lograron recuperar el balón. El juego siguió y, poco después, un estallido de alegría señaló la igualdad restablecida por el Sport Lisboa. Los rojos acabaron ganando el match por 3-1 y la multitud, satisfecha, se dispersó.
Afonso se quedó un rato más viendo a los jugadores desnudarse en un rincón del campo y lavarse en barreños. Un chiquillo iba con un cubo a buscar agua a un pozo y la echaba sobre los atletas. El joven espectador sonrió ante el espectáculo y se fue serenamente de las Salésias, de vuelta a casa y a los ejercicios de álgebra superior.
Durante dos meses, ésta fue la vida de Afonso. A lo largo de la semana, estudiaba con los profesores particulares pagados por doña Isilda, y el domingo iba a ver brillar al Grupo Sport Lisboa en las Salésias, en Alcántara o en el Lisbon Cricket Club. Llegó incluso a participar en algunos entrenamientos, cuando faltaban jugadores para completar dos equipos, pero carecía del talento y la preparación física para seguir el ritmo de los titulares. Esta vida duró hasta principios de agosto, momento de ir a la Academia Politécnica a hacer las pruebas.
En los exámenes le fue bien y, en pocos días, Afonso tuvo en su mano los cinco certificados que necesitaba. El mayor Augusto Casimiro lo llevó a la Escuela del Ejército, ubicada en el sitio de la Bemposta, o Paço da Rainha, donde entregó todos los documentos y certificados exigidos y pagó los más de 5.000 réis de matrícula para entrar en infantería. Afonso, además, tuvo que hacer varios ejercicios físicos como prueba de su aptitud para afrontar los rigores de los entrenamientos militares, prueba que superó con sorprendente facilidad. Se impuso su porte atlético, entre otras cosas porque su frecuente participación en los entrenamientos del Sport Lisboa lo había dejado en buena forma. El mayor Casimiro llegó incluso a hablar con el general Sousa Telles para facilitar discretamente las cosas, toda vez que había más candidatos que vacantes, pero la cuña acabó revelándose innecesaria. El 31 de agosto se fijó la lista de los candidatos seleccionados en el vestíbulo de la Escuela; Afonso vio su nombre incluido. Sintió que se liberaba del peso que llevaba sobre los hombros y una bocanada de aire puro le llenó los pulmones. Sabía que un fracaso tendría consecuencias penosas en su vida, por lo que fue un gran alivio verse matriculado en la Escuela del Ejército.
Las clases no comenzaban hasta el otoño, por lo que Afonso fue a descansar durante septiembre en Carrachana. Advertida de la presencia del muchacho, doña Isilda mantuvo a Carolina encerrada a cal y canto en casa. La viuda argumentaba que los acuerdos eran para cumplirse: no quería amoríos mientras el pretendiente no aprobase la carrera militar que le abriría las puertas de la oficialidad, no fuese a pasar que el diablo actuase y la muchacha apareciera preñada. Pero doña Isilda no eludió sus responsabilidades de protectora y financió la confección, en la sastrería de Ulpio Brazao, del uniforme de primer sargento cadete para Afonso, un uniforme obligatorio para todos los jóvenes que asistían a la Escuela del Ejército.
Afonso regresó a Lisboa el jueves 24 de octubre. Se presentó en la secretaría de la escuela y prestó, días después, el juramento de fidelidad, requisito imprescindible para poder servir en los cuerpos del Ejército. A partir de ese instante, quedaba integrado en la Escuela del Ejército y, detalle extraño para quien estaba obligado a pagar matrícula, comenzó a percibir un sueldo de trescientos réis por día.
Un sargento los condujo, a él y a unos cuantos más que se habían presentado también ese día, hasta la parada del internado de la escuela, una gran plaza de tierra apisonada rodeada de edificios de color rosa claro y de dos pisos. Había grandes olmos que se alzaban al fondo más allá del muro, la bandera azul y blanca de Portugal izada en un mástil; en otro, el estandarte de la Escuela del Ejército, las armas portuguesas en cada rincón circundadas por dos ramas de laurel. Los llevaron hasta el edificio central del ala izquierda y, cuando Afonso entró, se dio cuenta de que, más que un dormitorio, aquél era un verdadero almacén de cadetes. Había literas a la izquierda y a la derecha en un espacio amplio y sin compartimientos, unas cincuenta literas a cada lado, cien en total, sábanas blancas sobre una madera ordinaria, nada que sorprendiese al mozo de Carrachana, habituado a cosas peores en la cama de latón que compartió durante años con sus hermanos. El sargento les indicó sus camas, les dio las llaves de los cofres y ordenó que se quitasen la ropa de paisano y comenzasen a usar, a partir de ese momento, sólo el uniforme reglamentario.
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