Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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– No puedes estar hablando en serio, Domingo. Por ese lado hay una caída vertical como del noventa por ciento.

Antonio lió un pitillo y se reservó su opinión.

– ¡Bah! -dijo él, y lanzó el silbido parecido al canto de un pájaro que utiliza para que su rebaño se ponga en movimiento.

Las ovejas levantaron la cabeza sobresaltadas, y a continuación echaron a correr al unísono, derechas al borde del tajo.

Presa de pánico, me acerqué corriendo al borde esperando ver sus cuerpecitos lanudos precipitándose al vacío desde centenares de metros de altura para estrellarse en las rocas del río allá abajo. Pero no, ahí estaban, saltando de un saliente a otro con el culo hacia arriba y las orejas hacia abajo, descendiendo precipitadamente por esa pendiente imposible. Tardaron siete minutos y medio en llegar al río, tras lo cual echaron a correr hacia el cortijo, perdiéndose de vista por los bancales de los naranjos en cuestión de unos minutos.

– ¡Bueno, pues no ha sido muy difícil! -dijo Domingo alegremente cuando nos sentamos todos en una roca para contemplar la vista y disfrutar de las volutas de humo que salían del cigarrillo de Antonio.

En cuanto le llegaron las noticias del incidente de la Serreta, vino a vernos Janet atravesando el valle a grandes zancadas.

– ¡Abran paso! ¡La vida de un perro se encuentra en peligro! -les gritó a unos excursionistas que coincidieron con ella en el puente.

– He encontrado una excelente colocación para Barkis -anunció al llegar a la casa-. Buena familia europea -añadió, dando a entender que no eran españoles-. Bien, ¿cuánto pesa el perro? La pareja que he encontrado tiene mucho interés en que no pese más de veinte kilos. No quieren que les arrastre. ¿Cuánto? ¿Treinta kilos? Bueno, creo que estará bien. Es un animalito guapísimo, justo lo que necesitan. Les telefonearé esta noche. Se pasarán a recogerlo mañana.

Daba la casualidad de que justo en aquel momento los perros estaban infestados de pulgas por un brote que se había producido en el establo, cerca del taller donde tenían sus dependencias Bodger y Barkis. Aquella noche los cubrimos a todos de polvos antipulgas, con la esperanza de que tuvieran un aspecto más presentable al día siguiente.

Tal como había prometido Janet, a la mañana siguiente se presentaron los futuros dueños de Barkis, provistos de una báscula de cuarto de baño. Los polvos antipulgas habían cumplido su misión, haciendo que todas las pulgas salieran a la superficie del pelaje de los perros y les picaran con furia. De esta forma, los animales no hacían más que retorcerse y dar vueltas y rascarse y mordisquearse frenéticamente para intentar calmar el picor. Hasta se veía saltar a las pulgas. No obstante, Barkis era capaz de hacerse querer cuando pensaba que le podía resultar beneficioso. George y Alison quedaron tan encantados con él que se lo llevaron consigo a su casa aquella misma noche.

Barkis tuvo mucha suerte con sus nuevos dueños. Son propietarios de una granja de conejos, por lo que suplementaban su dieta con conejos muertos. También lo llevaban de paseo todos los días por el monte de los alrededores, y los domingos iba con ellos a la iglesia. Este suave régimen le sentaba de maravilla y dejó de perseguir ovejas. Más tarde fue envenenado por unos cazadores.

Forma parte de la rutina de los cazadores de La Alpujarra el dejar cebos envenenados para matar cualquier animal que pueda perturbar a sus aves. Es una práctica totalmente ilegal además de cruel, y muchos perros sufren muertes horribles como consecuencia de ello. Sin embargo, son pocos los propietarios de víctimas que se toman la molestia de armar alboroto. Pero no así George y Alison. Cuando Mariano el pastor les trajo en brazos a su perro muerto se quedaron desconsolados de pena, e inmediatamente organizaron una campaña para hacer pública la atrocidad. Se elevó una petición al alcalde, se obtuvo asesoramiento legal respecto a la posibilidad de abrir procesos penales y, con la ayuda del farmacéutico del pueblo, crearon un emético para entregar gratis a cualquiera que tuviera un perro en situación de riesgo. Fue una lástima que Barkis no hubiese podido presenciar su ascenso a la fama.

A decir verdad, Barkis no había sido el único de nuestros perros propenso a matar ovejas. Si se les presenta la ocasión, tarde o temprano todos los perros harán algún intento de perseguir ovejas, aunque unos más que otros. Una mañana de verano las ovejas se metieron en un bancal situado alarmantemente cerca del huerto de Ana. Bajé corriendo para sacarlas de allí, seguido por los perros. Bonka se mantuvo a la espera impacientemente mientras yo empujaba al rebaño para que pasara por la puerta. Pero a Bodger no se le veía por ninguna parte. Temiendo lo peor, fui corriendo hasta el otro extremo del bancal, en donde me encontré con una escena espeluznante. Había una oveja atrapada en la cerca de tela metálica, debatiéndose en vano mientras Bodger la despedazaba metódicamente.

Le di un grito al perro y le lancé una piedra gigantesca, pero no atiné. Entonces separé de la cerca lo que quedaba del pobre animal. La oveja se quedó de pie, se tambaleó un poco y cayó al suelo en medio de un charco de sangre. Le di la vuelta para echar un vistazo a sus heridas, pero tuve que desviar la mirada y, apretando los dientes, inhalar una larga bocanada de aire hasta que se me pasó el arrebato de horror. No sabía hasta qué punto podían ser espantosas las heridas producidas por esos dientes. Las patas de la oveja, tanto las delanteras como las traseras, estaban hechas pedazos, como si fueran trozos de carne cortada en la tabla de un carnicero. Su vientre estaba profundamente desgarrado y tenía todo el cuerpo cubierto de dentelladas sanguinolentas.

Jamás había visto un ataque tan despiadado y horrible, por lo que corrí a la casa para coger un cuchillo y rematarla. Sin embargo al volver vi que la oveja había logrado ponerse en pie y se dirigía al establo tambaleándose.

– Si tiene tantos deseos de vivir -dijo Ana-, sería una equivocación matarla. Debemos intentar curarla.

– ¿Tú has visto las heridas, Ana? Son atroces, es imposible que pueda sobrevivir.

– Podemos intentarlo de todas formas. Voy a consultar el Juliette.

Y diciendo esto se retiró a la casa para estudiar detenidamente The Complete Herbal Handbook for Farm and Stable [4] de Juliette de Baïracli-Levy, que manteníamos permanentemente a mano en un rincón de la mesa de la cocina.

Ayudé a la oveja a entrar en el establo, le hice un redil cubriéndole el suelo de paja limpia y le puse al cordero al lado. Aunque debía de estar sufriendo un dolor inimaginable, lo primero que hizo fue ponerse en pie con gran esfuerzo para que el cordero pudiera mamar. Decididamente, ésta era una oveja a la que merecía la pena salvar. Le puse una inyección de antibióticos y le di de comer. Ana vino con una especie de solución limpiadora natural, tal como recomendaba Juliette, y mientras yo la sujetaba, le lavó cuidadosamente las heridas. Le limpió todas y cada una de las motas de suciedad de cada una de las heridas de su cuerpo, separando la lana en las zonas en que se le había quedado adherida a la carne.

Yo no podía soportar mirar las heridas -el aspecto de esa carne desgarrada me ponía los pelos de punta-, pero Ana se puso a trabajar con paciencia y habilidad. Hicieron falta dos horas sólo para limpiárselas. Después le pusimos unos vendajes poco apretados donde nos resultó posible hacerlo para proteger las heridas de los millares de moscas que estaban resueltas a darse un festín orgiástico con la sangre de la oveja.

Cuando me levanté a la mañana siguiente tuve que orinar en un cubo, de acuerdo con lo que prescribía Juliette, a fin de utilizar el líquido así obtenido para el lavado de las heridas. Ana y yo bajamos hasta el establo (yo balanceando el cubo sintiéndome un tanto cohibido) y le dimos la vuelta a la oveja para quitarle los vendajes. Las heridas ya estaban cubiertas de costras, coágulos de sangre y briznas de paja, y mientras Ana las rociaba con mi orina matutina, la oveja rumiaba con satisfacción. Y así continuamos durante una semana más o menos, administrándole a la oveja uno u otro repugnante cocimiento de hierbas según prescribía el método de cría natural de animales de Juliette mientras el animal se recuperaba a ojos vista. La oveja no dejó de dar leche durante todo el tiempo y su cordero creció de maravilla.

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