– Hay una vía pecuaria ahí y yo tengo que pasar por ella para llegar a los terrenos de encima de El Picacho. En las vías pecuarias hay derecho a pastar. Mira, Cristóbal, yo no quiero ser un mal vecino suyo: si quieren plantar retama en el monte yo no me opongo, pero no hay tantos pastos como para que pueda permitirme el lujo de no llevar a las cabras a un secano como El Picacho. Mientras pasan las cabras, claro que se van a comer las plantas jóvenes de retama, es natural. ¿Entiendes lo que te digo?
– Sí, claro que lo entiendo.
Y de este modo continúa la interminable batalla entre los ecologistas y los pastoralistas.
Rodrigo se siente solo en el río. Desde hace cincuenta años, camina con sus cabras durante todo el día, en estas mismas montañas y estos mismos valles. Ha visto cómo ciclos climáticos enteros cambiaban la faz del mundo. Años de sequía en que sus animales esqueléticos tenían que escarbar entre el polvo para encontrar el más diminuto de los brotes; años en que necesitaba todos sus conocimientos de pastor para encontrar los lugares en donde, tras meses e incluso años sin llover, era posible que quedara algún vaho de humedad apenas perceptible; y otros años en que durante muchos meses seguidos no podía cruzar a caballo el río crecido y tenía que bajar hasta el puente de los Siete Ojos para llegar al establo de sus cabras. Aquéllos eran los años fáciles, me dijo, cuando podía sentarse en una piedra a menos de un kilómetro de su establo, con un par de sacos de abono vacíos sujetos con cuerda a la cabeza y a los hombros -la mejor manera de defenderse de la fuerte lluvia- y contemplar a sus cabras atiborrándose de hierba.
Rodrigo se había resignado a esta dura y solitaria existencia. Nunca se le habría ocurrido pensar que un día su carga se iba a aligerar por la presencia de alguien a quien ayudar -y mucho menos la de una escultora holandesa de aspecto delicado-. Pero así fue como sucedió.
Antonia, la holandesa en cuestión, había comenzado por pasar los veranos en La Hoya, un cortijo medio en ruinas situado en el valle, un poco más abajo de El Valero. El día que la conocimos, durante su primer verano en el valle, había subido por el cauce del río con su enorme y viejo perro maloliente e iba de un bancal a otro siguiendo a distancia a nuestro carnero, mirándolo desde debajo de un sombrero de ala ancha y modelando su figura en un pedazo de cera que trabajaba con los dedos.
– Si quiere lo separo y se lo encierro -ofrecí.
– No, prefiero verlo moverse de un lado a otro con el resto del rebaño. De esa manera obtengo un resultado más natural.
Estaba visto que al carnero no le parecía nada bien posar como modelo y, en cuanto Antonia conseguía colocarse en un buen lugar estratégico, se marchaba, con lo que ésta tenía que ir siguiéndole a trompicones por el pedregoso prado. El asunto se complicaba aún más por el calor del día, ya que la cera no hacía más que derretirse y, cada quince minutos más o menos, Antonia tenía que refrescarla en el agua de la acequia. Cuando volvía, por supuesto el rebaño había desaparecido, y para cuando lo encontraba, la cera había empezado a derretirse de nuevo. Así pues, le di un cubo para que lo llenara de agua y lo llevara consigo.
Con este sistema Antonia conseguía avanzar algo y, poco a poco, los modelos iban tomando forma. Aquel verano hizo muchas ovejas, así como algunos toros y cabras, y una magnífica reproducción de Bottom, la burra de Domingo. Cuando regresó a Holanda para vaciar algunos de sus modelos en bronce, dejó en un cajón de nuestra casa un pequeño zoo de figuras de cera, para gran alegría de Chloë.
Rodrigo vive arriba en La Valenciana, por encima de La Hoya, aproximadamente a hora y media de distancia a caballo, pero estabula sus cabras en el cortijo de abajo. Cada mañana, tras atender a las vacas, los cerdos, las gallinas y el caballo, ensilla a este último y desciende la empinada pendiente. Al llegar a La Hoya, se ocupa de las cabras que necesiten algún cuidado y después se las lleva al río o a los montes. Nunca duerme la siesta, ni siquiera con el calor abrasador del verano: no queda tiempo para ello. A las cabras no les molesta nada el calor.
De repente había aparecido una leve variación en la monotonía de la vida de Rodrigo. La Antonia, como él la llamaba, empezó a aficionarse a pasear con él por el río, modelando de vez en cuando un animal de cera mientras avanzaban. Rodrigo debe de ser el único cabrero de España con un modelo de macho cabrío de bronce vaciado personalmente para él: es un proceso muy costoso. Cuando había que trabajar con las cabras -ponerles inyecciones, desparasitarlas, lavarlas, etcétera-, Antonia muchas veces pasaba toda la mañana ayudándole, y el trabajo con las cabras es mucho más fácil con dos personas que con una. En las raras ocasiones en que era necesario por una u otra razón sacrificar un animal para que no sufriera más, Antonia estaba dispuesta a matárselo ella misma a Rodrigo con un cuchillo. A los alpujarreños no les gusta sacrificar sus animales. En algunas ocasiones yo tengo que hacer esto mismo para Domingo.
Antonia supuso un cambio para la vida cotidiana de Rodrigo, pero cuando Carmen, la mujer de Rodrigo, cayó enferma y tuvo que ser trasladada urgentemente al hospital en Granada, su presencia se hizo esencial. Tras encerrar a las cabras por la noche, Antonia llevaba a Rodrigo en coche a su casa, le ayudaba a atender a los otros animales y después le llevaba a Granada y se quedaba allí mientras él pasaba toda la noche sentado junto a la cama de su mujer enferma. Aquí es costumbre hacer esto, y se cuenta con que la familia se ocupe de gran parte de los cuidados del enfermo.
La vigilia se prolongó durante nueve días, tras los cuales Carmen volvió a casa sintiéndose al menos algo mejor. Desde entonces la Antonia se ha convertido en un adorado miembro honorífico de la familia. Cuando se queda una noche a dormir con ellos en La Valenciana, sólo la dejan marcharse muy a regañadientes. Yo nunca he estado en la casa de Carmen y Rodrigo, pero Ana sí. Un día fue hasta allí con Antonia; por supuesto, Carmen las invitó a entrar, y les resultó imposible escapar sin antes comer y beber los más deliciosos y preciados comestibles de la casa. Ana dijo que había sido como ir de visita con la reina.
Antonia pasa largas temporadas en Holanda, ganando dinero para su trabajo en España, tratando de conseguir clientela y encargos y haciendo el vaciado en bronce de las figuras que crea. Cuando se marcha del valle para hacer uno de estos viajes, Rodrigo camina con sus cabras llorando un poco.
– Creo que Dios me ha mandado a la Antonia, Cristóbal -me confió un día-. Mientras ella está fuera, nos persigue constantemente para ver si tenemos noticias suyas, y calcula minuciosamente cuándo debería llegar una postal.
Antonia es una verdadera artista y dedica tanta energía y arte a su vida como a su trabajo. Es de una generosidad sin límites, y a pesar de no ser demasiado fuerte, para ella nada es mucha molestia. Y por eso la vida la recompensa: la gente la adora. Es la única persona extranjera que conozco por aquí que se ha convertido en una parte de La Alpujarra simplemente a fuerza de ser consecuente consigo misma.
Si nos preocupaba algo relacionado con Chloë -aparte de su supervivencia entre los alacranes y otros aterradores peligros para la vida infantil- era la posibilidad de que se sintiera sola viviendo en un cortijo aislado con la única compañía de unos padres de edad madura que la adoraban. Parecía contentarse entreteniéndose con los toscos animales que la rodeaban, llevando a cabo observaciones científicas sobre los grillos y las hormigas y familiarizándose con todas las plantas y arbustos que crecían en el cortijo. Pero hay algunos juegos que sólo se pueden jugar de modo satisfactorio con amigos de la misma especie. Chloë, como ya sabíamos, tarde o temprano iba a necesitar un compañero de juegos. Afortunadamente encontró uno -todo lo cerca que se puede esperar en El Valero- en María, la hija menor de Joop y Marijke, a quien ésta había dado a luz en su casa, el cortijo del otro lado del río, un año antes de nacer Chloë.
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