Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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– Vamos, Amanda, habrá que fijar ciertos límites, digo yo -protesté-, y las moscas se encuentran muy por debajo de los límites que yo he fijado. Piensa en el suplicio que suponen para los caballos y las ovejas, por no hablar del que suponen para nosotros.

– ¿Para nosotros? Para ti, querrás decir. Las moscas no me molestan en absoluto, ni tampoco a Malcolm. -Se oyó un bufido de asentimiento por detrás de mi hombro izquierdo-. Cuando estás en paz contigo mismo y con tu entorno, las moscas no te molestan. Es así de fácil.

De hecho yo sabía que Amanda hablaba en serio porque una mujer que se había quedado a dormir una vez en su casa me había dicho que abrigaba los mismos tiernos sentimientos hacia los alacranes. Por regla general a los alacranes no les gusta el agua, pero por alguna extraña razón acudían corriendo desde todos los rincones del campo de los alrededores para caer en el estanque de Amanda y ahogarse, lo que la afligía tanto, que tenía una red preparada para sacar a los pobres animalitos, como ella los llamaba, y devolverlos al mundo de piedras y maleza de donde habían salido.

Mi informadora tenía buenas razones para sentirse impactada por estas medidas. Uno de los pobres animalitos de Amanda la había picado en la boca cuando estaba en la cama, a pesar del hecho de que era una mujer en paz consigo misma y con su entorno, aunque naturalmente un acontecimiento como éste era como para hacer que cualquiera perdiera cierta proporción de fe en su entorno. Parecía una verdadera lástima que no todos los animales compartieran la visión del universo de Amanda.

Amanda y Malcolm habían llegado temprano para comer, y les habíamos estado mostrando el huerto de Ana. Tras arrancar a Chloë de su cajón de arena y mientras subíamos hacia la casa, Ana desvió con tacto la conversación de nuestra gratuita matanza de las moscas hacia el terreno menos peligroso de los fertilizantes naturales.

– Debe de ser uno de los mayores milagros divinos el que las boñigas de los animales contengan todos los elementos esenciales para el crecimiento de las plantas que alimentan a esas mismas criaturas que elaboran el estiércol que alimenta a las plantas… y así sucesivamente -dije sin parar de hablar, deseoso de demostrar mis credenciales en el campo de la agricultura ecológica-. Cuanto más pienso en ese tema, más me llena de alegría la organización del universo.

– Siendo como somos vegetarianos estrictos, claro está que no usamos estiércol animal -respondió Malcolm-, sólo nuestros propios excrementos y algas marinas.

Sobrevino un silencio.

– Con eso estás en cierto modo arrojando piedras sobre tu propio tejado, Malcolm, ¿no te parece? -sugerí-. Quiero decir, ¿importar algas marinas cuando vives en las montañas rodeado de animales que producen grandes cantidades de estiércol?

– Sí, claro que hace mucho más difíciles las cosas, pero intentamos no utilizar productos de ningún animal que sea explotado. Los animales deberían ser salvajes y libres como nosotros.

Miré con atención a Malcolm. Salvaje y libre no eran los dos primeros adjetivos que se me habrían ocurrido.

– Tampoco usamos zapatos de cuero ni ropa de lana.

– Pues no hay duda de que es un camino difícil el que elegís. Pero el almuerzo debe de estar ya listo. Ana ha preparado una comida que esperamos os resultará del todo aceptable. Es increíble cuánto ha habido que pensar para conseguirlo.

Ana se había lucido de verdad. Nos obsequió con un plato de aspecto delicioso a base de berenjenas, pimientos, tomates, patatas y ajo que burbujeaban en una salsa muy sazonada de yogur de leche de soja.

– Me temo que nos es imposible comer eso.

– ¡¿Os es qué?!

– No comemos pimientos, ni berenjenas, ni tomates, ni patatas. Todas esas hortalizas son plantas solanáceas, miembros de la familia de la belladona. Son venenosas.

– Entonces saborearéis bien el ajo, que podréis ir entresacando del resto de los ingredientes.

Lo primero que se oye es un silbido que parece el canto de una totobía, si no fuera porque las totobías pocas veces bajan hasta el río, ya que prefieren los matorrales de las cimas. Entonces empieza a sonar el estruendo de un río de cencerros y te das cuenta de que era Rodrigo llamando a sus cabras, que aparecen avanzando río arriba, al menos en una docena de hileras, abriéndose camino cuidadosamente entre los salientes y peñascos o paciendo a lo largo de la orilla mientras espera encima del talud, vigilándolas bajo el ala de su prehistórico sombrero de paja.

Hay algo de verdad en lo que dice Amanda sobre la capacidad destructiva de las cabras. Las ovejas ya son malas de por sí, pero las cabras no tienen ni punto de comparación. Una cabra puede ponerse de pie en sus patas traseras y llegar hasta una altura de dos metros y medio, arrancando todas las hojas y ramas de los árboles por debajo de esa altura. Son unas trepadoras prodigiosas hasta por los terrenos más escarpados, increíblemente intrépidas y de pie firme, y sus delicadas pezuñas acabadas en punta son como pequeños martillos neumáticos que escarban sin parar los terraplenes, los muros de piedra y los bordes de los bancales.

Sin embargo el choto es delicioso para comer. Vendiéndose a un precio más alto que el cordero, y en un terreno en el que no podría sobrevivir ningún otro animal, las cabras se sustentan a sí mismas y además producen un par de litros de leche al día, no una leche corriente, sino leche con unas propiedades casi milagrosas curativas y nutritivas. Así pues, a pesar de la oposición de los ecologistas, siempre habrá cabras y cabreros en Las Alpujarras.

Muchas veces, atravesando el bancal de limoneros, bajo al cauce del río por la rampa rocosa para charlar un rato con Rodrigo.

– ¡Hola! -le digo a modo de saludo.

– ¿Qué? -pregunta.

Ese «qué» no es un «qué» normal. Es expresado calurosamente, con la cabeza inclinada, las palmas de las manos extendidas hacia arriba, y pronunciado con voz fuerte y la vocal alargada. Quiere decir: «¿Qué tal estás? ¿Cómo están tu mujer y tu niña? ¿Cómo te va la vida y cómo van el cortijo y la cosecha?». Yo no lo puedo decir como Rodrigo. Hacen falta muchos años de caminar acompañado solamente por unas cabras y tus propios pensamientos para poder conseguir pronunciar ese «qué» especial. Por eso yo tengo que ser más preciso.

– ¿Cómo está tu mujer, Rodrigo?

– Ay, Cristóbal, está mal, muy mal. Ya casi no puede andar, ha tenido una vida muy difícil.

– Cuánto lo siento.

– Lo que pasa, Cristóbal, es que la vida no es más que un soplo. Llegamos a este valle de lágrimas, estamos aquí cuatro días y si tenemos ocasión de hacer algún bien, de hacerle un favor a alguien, entonces nos han ido bien las cosas y a lo mejor podemos ser un poco felices. Pero entonces nos siegan la vida y nos morimos, y no quedan más que huesos y polvo. La verdad es que no somos diferentes de las bestias, estas cabras con las que ando.

La mejor manera de recibir una declaración así es en silencio. Ya conozco a Rodrigo lo suficientemente bien para respetar la sinceridad que se oculta tras este torpe filosofar. Tiene un espíritu verdaderamente generoso.

– Ayer te vi hablando con las inglesas. ¿Estaban diciendo cosas de mí y de las cabras?

– Bueno, más que nada hablaban de las cabras, Rodrigo. No les gustan nada en absoluto, de eso no hay duda. Parece ser que ellos se entretienen plantando retama en el monte, y entonces llegan tus cabras y se la comen.

– Cristóbal, ¿a quién se le ocurre plantar retama en el secano? No lo entiendo.

– Ya lo sé, es raro, pero dicen que es buena para el suelo, que frena la erosión. De todos modos, creo que ellos preferirían que no llevaras tus cabras cerca de su terreno.

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