A partir del día que se conocieron, Chloë y María se consideraron una a otra como hermanas y se dedicaron a entretenerse con provechosas y tranquilas ocupaciones tales como echar cintas de casete al retrete o tirar piedras a las ovejas. María no hablaba inglés, y como Chloë tampoco hablaba una palabra de holandés, se comunicaban en español. El tener una hija granadina nativa que hablaba perfectamente español contribuyó a que al fin tuviéramos la sensación de que habíamos echado raíces. «Has sembrado tu semilla aquí: ahora eres uno de nosotros», me había dicho Domingo el Viejo .
La vida estaba empezando a transcurrir más o menos sin contratiempos. Gracias a las ovejas, la recogida de semillas y la esquila, sacábamos suficiente dinero para ir tirando y habíamos empezado a aumentar planes de convertir la casa abandonada del otro lado del río, cerca de la de Domingo, en una casita de veraneo. Nuestra casa, aunque aún distaba mucho de ser opulenta, estaba, en suficiente buen estado como para que no entrara la lluvia en invierno ni el calor más fuerte durante el verano, mientras que el cortijo iba adquiriendo poco a poco cierta apariencia de orden y prosperidad. Sin embargo había algo que estropeaba las cosas y que amenazaba con destruir el delicado equilibrio que sostenía nuestra armonía doméstica: los perros y las ovejas estaban en guerra.
Bodger y Barkis se habían convertido en un par de enormes aunque afectuosos chuchos. Eran de un tamaño todavía mayor que Bonka, que ya había llegado al límite de su crecimiento, y en esto, en sus hocicos anchos y achatados y en su temperamento bovino, yo creía detectar la manode Cees, el perro de María, que recientemente había sido enviado a mejor vida tras un truculento episodio en el que se habían visto envueltas unas gallinas.
Las orejas de Bodger se habían quedado en la misma posición, una hacia arriba y la otra hacia abajo, lo que le daba un aspecto tan simpático como cuando era cachorro, y Barkis también era una preciosidad. Pero por desgracia éste era excepcionalmente obtuso. No había ni un solo grupo de neuronas educables en toda su mollera, y era un perseguidor de ovejas incorregible. Una vez que le había cogido gusto a ver cómo la totalidad de las ovejas huían presas de pánico monte arriba con las cabezas bajas y las patas moviéndose a toda velocidad entre el polvo, no podía resistirse: tenía que hacerles repetir la escena cada vez que las veía. Me sacaba de quicio. Ningún pastor puede permitir que se trate así a su rebaño, y un día, tras salir de la casa para encontrarme una vez más a las ovejas perdidas y temblando de miedo en un cerro de las cercanías, salté.
– Bueno, esto ya se ha acabado, Ana. ¡Voy a pegarle un tiro a ese cabrón! Mira, otra vez ha perseguido a las ovejas monte arriba el puñetero. Están aterrorizadas, la totalidad del rebaño es un manojo de nervios.
– Anda, dale otra oportunidad más, por favor.
– Le he dado una oportunidad tras otra al desgraciado ese. He tenido paciencia con él. Le he tratado bien. Le he dado voces. Le he pegado. He intentado educarlo. Pero es completamente idiota. No hay remedio, tenemos que deshacernos de él. No me gusta nada tener que hacerlo porque es un perro encantador, pero si no hago algo ahora, va a empezar a matar ovejas y eso no estoy dispuesto a tolerarlo.
Ana y Chloë se me quedaron mirando horrorizadas mientras atravesaba el valle a grandes zancadas para ir a pedirle a Domingo que me prestara su escopeta. Mis intenciones eran totalmente inamovibles. Iba a pegarle un tiro a ese chucho estúpido y a poner fin de una vez a la persecución de mis ovejas. Pero Domingo no estaba, por lo que regresé a pasos enérgicos aunque en el fondo alegrándome bastante.
Mientras subía por el camino hacia el bancal donde habíamos enterrado a Beaune me encontré a Chloë, cavando sin mucha destreza con su palita de playa.
– Tendremos que enterrar a Barkis, ¿verdad, papá? -preguntó mirando con pavorosa seriedad el hoyo de tamaño de hámster que acababa de hacer.
– No, Chloë, no voy a matar a Barkis -le contesté subiéndomela a los hombros de modo que no pudiera escudriñar mi rostro atormentado por la culpabilidad.
Ana estaba en la casa preparándose parair a visitar a todos los propietarios de perros a los que había posibilidad de convencer de que se quedaran con Barkis. Janet prometió pensar en el asunto.
Entretanto Barkis, ajeno a su indulto, se lució persiguiendo a todo el rebaño río abajo hasta La Herradura y, a continuación, en línea recta por la empinada pendiente de La Serreta al otro lado del río Cádiar. Yo no vi el desgraciado episodio, pero Rodrigo el cabrero había asistido a la totalidad del espectáculo, que le había dejado decididamente frío.
Manolo el del Granadino me dio la noticia del éxodo cuando ese mismo día me lo encontré más tarde en el pueblo. Dijo que había visto a las ovejas pastando justo por encima de los almendros del Enjambre. Creía que iba a haber problemas si no las bajaba cuanto antes.
– Bajarán del cerro por la noche y se meterán en la vega a rapiñar; acabarán con todas las hortalizas y entonces tú sí que te la has buscado.
– Creo que estás exagerando un poco, Manolo, pero tienes razón, más vale que suba hasta allí y haga algo.
Era una idea extraña, la imagen de las ovejas como unos asaltantes nocturnos descendiendo sobre las filas de hortalizas de los agricultores del valle como si se tratara de una horda asiria… y escondiéndose durante el día en las inaccesibles colinas.
A la vuelta del pueblo, Ana me llevó a la Venta del Enjambre y me dejó allí con un plátano, un pellizco de pan y un trago de agua. Cogí un robusto palo y eché a andar barranco abajo buscando las ovejas con la mirada y aguzando los oídos por ver si oía los cencerros. Era una cálida y preciosa tarde de febrero, y unas tenues nubecillas cubrían el sol con un velo. Avancé por la pista hasta La Hoya y me quedé de pie junto al río contemplando cómo Ana y Chloë desaparecían tras el cerro y se perdían de vista. Pero ni rastro de las ovejas. Retrocedí sobre mis pasos siguiendo el mismo camino por el que había venido, y después de unos diez minutos capté un lejano tintineo de cencerros. El rebaño estaba avanzando a lo largo de la línea del horizonte, muy por encima de mí. Era imposible subir hasta allí desde donde yo me encontraba, ya que la totalidad de la ladera estaba cubierta de aulagas que me llegaban a la altura del pecho, por lo cual cambié de dirección y avancé hacia el este con la esperanza de encontrar una vereda.
Al llegar al collado de la parte oriental del cerro no me quedó otra alternativa que abrirme camino cuidadosamente río abajo por la ruta a lo largo de la cual tenía intención de traer el rebaño. Seguía sin haber ninguna senda. Exasperado, empecé a subir en línea recta por la empinada cresta rocosa, trepando sin parar mientras respiraba un aire que olía a pino y a romero, hasta que por fin descubrí en la cima una tenue vereda que al parecer no empezaba en ningún sitio y discurría a lo largo de la cresta entre pico y pico.
Me senté para recobrar el aliento y me puse a inspeccionar la escena que se desarrollaba a mis pies mientras disfrutaba del sol de la tarde. El diminuto El Valero, más allá del río, sólo resultaba visible para unos ojos adiestrados. Hacia el norte la nieve cubría los altos picos a cuyo alrededor giraban unas nubes de tormenta; pero en el lugar donde estaba sentado reinaba una paz absoluta, con el estruendo de los ríos reducido a un suave susurro y alguna que otra totobía que echaba a volar chillando. Sonreí para mis adentros pensando en la manera en que las ovejas me habían traído a este lugar para permitirme disfrutar de una tarde de excursión.
Como para rematar el momento, oí un lejano tintineo de cencerros. Allí estaban las ovejas, a un kilómetro de distancia, como manchas diminutas entre los matorrales, no lejos de donde las había visto antes. Me dirigí hacia ellas por los dos valles escondidos con sus fortificaciones en ruinas -la Serreta había sido un reducto republicano durante los últimos meses de la Guerra Civil- y a través de una larga pendiente pedregosa cubierta de unas matas de romero que me llegaban hasta la cintura. Al llegar, les hice unos suaves reproches a los animales que tenía a mi cargo: «¡Éste no es un lugar para ovejas, por Dios santo! Para cabras quizá, pero para ovejas ni hablar. Total, ¿qué demonios encontráis aquí para comer? No hay ni una brizna de hierba».
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