Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Aparte de un tendón -cuyo desgarro habría necesitado una microcirugía que estaba más allá de lo que el manual de Juliette podía dar de sí, y que la dejó con una pata delantera torcida-, la oveja se recobró totalmente. Desde entonces ha criado dos parejas de gemelos, y gracias al largo período de tratamiento se volvió totalmente mansa.

El resultado de aquello no fue sólo haber salvado a una única oveja. Saber que habíamos rescatado al animal y que lo habíamos tratado con medicamentos naturales me hizo considerar de forma bastante distinta mi rebaño e incluso todo el estilo de ganadería que podíamos practicar. En un rebaño grande y eficiente, ovejas con muchas más posibilidades de supervivencia que ésta habrían sido sacrificadas directamente de un golpe en la cabeza.

En cuanto a Bodger, bueno, pues a partir de entonces lo tuvimos constantemente vigilado.

A lo largo de los años, Juliettede Baïracli-Levy ha llegado a alcanzar una influencia tan grande en nuestra casa que es difícil no considerarla pariente política de la familia, uno de los miembros de la tríada de mujeres que dictan el curso de mi vida. Durante los años cincuenta vivió en Lanjarón, muy cerca de aquí, y fue, o aún es (ya que, según los rumores, en la actualidad vive en un bosquecillo de pinos en el monte Hermón, un lugar bastante conflictivo en la frontera entre Israel, Siria y Líbano), una mujer obsesionada por las hierbas y los métodos naturales de curación. Una de las cosas por las que es famosa es por el hecho de que, durante su estancia en España, cuidó de sí misma y de su hijo de cuatro años cuando contrajeron el tifus, enfrentándose a los médicos de Lanjarón con su empeño en utilizar sus propias recetas a base de hierbas y agua fresca.

Un ejemplar gastado de segunda mano de Spanish Mountain Life , [5]el maravillosamente extravagante y triunfal relato de Juliette de aquel año en Lanjarón, constituyó nuestra introducción a sus obras. Luego unos amigos nos mandaron un ejemplar de The Complete Herbal Handbook for Farm and Stable , al dorso del cual figuraban todo tipo de recomendaciones de organismos tan serios como la Sociedad Ecuestre Británica o la revista semanal Farmers' Wéekly . [6]Juliette recibía así el sello de garantía de respetabilidad.

Muchas tardes cuando regresaba a casa del campo o de los montes, cansado y lleno de polvo, me encontraba a Ana absorta en la lectura del libro más preocupantemente titulado Illustrated Herbal Handbook for Everyone, [7] obra que muy pronto iba a apodarse «Hacia un marido más sano y saludable mediante la utilización de hierbas». Ana me miraba pensativamente cada vez que levantaba la vista de las páginas. Poco después, para manifiesta alegría suya, me di un golpe con la afilada punta de una hoz en la parte lateral de la rodilla mientras limpiaba la acequia. Ésta, según se dice, es una herida típica de La Alpujarra, donde todos los hombres nacen con una hoz en la mano que posteriormente la mayoría de ellos consigue de un modo u otro clavarse en la rodilla. Mi hoz se hundió profundamente y la rodilla se me puso como un balón de fútbol.

Tras consultar el Juliette, Ana hizo un emplasto de hierbas y una pócima repugnante para que me la bebiera. La consuelda era uno de los ingredientes, tanto del emplasto como de la pócima, y el áspero ajenjo y el ajo también formaban parte de la bebida, por si acaso no la encontraba lo suficientemente aborrecible. Estoy más o menos convencido de que surtió efecto, porque la herida sanó con inusual rapidez. Entretanto, la confianza de Ana en sus poderes como curandera herbalista se puso por las nubes. Apenas podía esperar a que se presentara una nueva oportunidad de poner a prueba sus nuevos conocimientos.

No mucho después del asunto de la rodilla, la complací poniéndome enfermo de verdad. Ana me encontró una tarde vomitando violentamente en los rosales con ganas de morirme. Se sentó a mi lado en una piedra y se puso a hojear el condenado libro.

– Juliette dice aquí que es asombroso que el hombre se preocupe tanto de intentar cortar los vómitos, que son una purga natural y saludable para todos los males del cuerpo. Qué te parece, ¿eh?

– ¡Puaaaaaaarrrjjjjj!

– Pero si realmente te sientes tan mal como parece, puedes tomar un poco de membrillo crudo rallado, unos clavos, jengibre y zumo de limón. Eso te pondrá bien.

Y, con el tiempo, efectivamente consiguió que me pusiera bien, y también que me mostrara reacio a volver a repetir la cura.

Por lo que a nosotros respecta, hasta ahora Juliette no nos ha fallado y en El Valero sus dictámenes se aplican lo mismo a los humanos que a las ovejas, caballos, perros y gatos, siendo estos últimos sorprendentemente acomodaticios. Siempre me divierte observarles poniéndose en cola para recibir su dosis semanal de ajo, miel y bolas de ajenjo, mientras que en la luna llena a Bonka y a Bodger se les da zumo de granada y ajo como vermífugo. Sin embargo, ni siquiera Ana llega hasta el punto de adoptar todas las ideas de Juliette, pues hay que reconocer que sus libros tienen una veta de puritanismo.

Juliette está totalmente en contra, por ejemplo, de lo que ella llama fired food, «comida sometida al fuego» -es decir, comida cocinada-, que según ella destruye el valor nutritivo natural y las propiedades salutíferas de los ingredientes. Tampoco, dice ella, deben utilizarse zapatos con suela de goma, pues nos privan de los beneficios de las saludables emanaciones naturales de la tierra. De todos modos, siempre merece la pena consultar el Juliette sobre los problemas menos obvios que puedan acosarle a uno: qué hacer, por ejemplo, con los cadáveres putrefactos que tienen tendencia a aparecer en el jardín.

En El Valero, cuando una oveja muere por causas misteriosas y no resulta posible por lo tanto destinarla a la olla, la echamos en una carretilla y la tiramos al barranco. Los perros contemplan este acto con mal disimulada indiferencia. Alargan la cosa durante un par de días hasta que la oveja empieza a adquirir un sabor interesante, y entonces empiezan su trabajo. Durante los siguientes diez días más o menos, la oveja vuelve a aparecérsenos en forma de miembros fétidos arrancados del cadáver llenos aún de carne, y de grandes pedazos de carne putrefacta con trozos de lana aún pegada. Los perros los traen a la casa y los esparcen por el jardín. No es una práctica al gusto de todo el mundo.

Cuando las cosas se ponen mal de verdad, estas ofrendas empiezan a hacer sentir su presencia en la casa propiamente dicha. Una noche me levanté de la cama a oscuras y de pronto me tropecé con una cosa grande, angulosa y viscosa. Con un grito eché mano de la linterna y descubrí el cráneo de un jabalí, con algunos interesantes trozos de carne aún pegados. Los perros, que lo habían encontrado en el río, meneaban la cola orgullosamente junto a él.

Ana consultó el Juliette, cuya autora era por supuesto muy partidaria de la carne no sometida al fuego para los perros y se mostraba un tanto desdeñosa de nuestras objeciones al olor de este tipo de objetos esparcidos por la casa y el jardín. ¡Pero si hasta podría tener el efecto beneficioso de provocar un saludable acceso de vómitos! Sin embargo, tenía una solución que no sólo serviría para quitar de en medio los animales muertos, sino que también proporcionaría una reserva barata de comida para los perros. Suponía deshuesar la carne y a continuación enterrarla bajo una capa de hierbas escogidas que servirían para conservarla.

En mi calidad de hombre de la casa, me delegaron para cavar el hoyo. Era un caluroso día de verano y la tierra estaba dura como el cemento. Maldije duramente a Juliette mientras picaba y escarbaba bajo la supervisión de Ana.

– Ya es lo suficientemente profundo -dije refunfuñando.

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