Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Tal vez no había formulado la pregunta de forma suficientemente clara, porque prosiguió el encarnizado debate en términos abstractos y nadie contestó a ella. Pero finalmente la voz de Domingo consiguió dejarse oír entre las fanfarronadas.

– Yo iré contigo -dijo-. Habla con Baltasar para que te preste su remolque. De mañana en una semana probaremos suerte en el mercado.

Baltasar, uno de mis amigotes esquiladores, tiene una potente furgoneta todoterreno y un remolque de ganado. Accedió a llevarnos al mercado de Baza porque necesitaba abastecerse de comederos y otras cosas para su rebaño. Así pues, una clara tarde de invierno metimos los corderos en el remolque y, como contrapeso, llenamos el coche de diferentes personas que habían decidido apuntarse a la excursión. Baltasar iba conduciendo; después estaban Domingo y su primo Kiki, un chaval a quien yo no conocía por la sencilla razón de que acababa de salir de la cárcel por un episodio que implicaba una escopeta de cañones recortados y una discoteca; y por último el padre de Baltasar, Manuel. Por supuesto, yo apoquiné con los costes de la expedición.

Salimos sin prisas sobre las nueve, para poder llegar al mercado hacia la medianoche. Esto había sido una incomprensible idea de Domingo, ya que el mercado comenzaba a las seis de la mañana. Sin embargo, él calculaba que era mejor llegar antes de que empezara el tumulto; la medianoche nos parecía un tanto excesivo a los demás, pero Domingo se mantuvo inflexible. Llegado el momento, como siempre, tardamos bastante en salir. Mientras cruzábamos Órgiva, todos los transeúntes que daba la casualidad de que conocían a Domingo o a Baltasar, o que simplemente sentían curiosidad por el cargamento de corderos, nos pararon para echar una parrafada. Cuando finalmente salimos del pueblo, al parecer todos sus habitantes conocían mi descabellado plan de eludir a los tratantes locales y vender los corderos directamente en el mercado de Baza.

En Lanjarón, el pueblo de Baltasar, pasó igual, hasta que finalmente conseguimos salir, dejando las carreteras de montaña de La Alpujarra y subiendo ruidosa y lentamente por las largas cuestas que conducían a Granada. La fresca tarde se había convertido en una noche helada, por lo que la calefacción estaba encendida y el aire viciado del interior del coche hacía que la atmósfera resultara soporífera. Pronto todos sus ocupantes estaban dormidos a excepción de Baltasar, Manuel y yo. Baltasar estaba despierto porque iba conduciendo, Manuel porque peroraba sin parar, y yo porque era demasiado educado para dormirme mientras alguien me hablaba. Los demás ya lo habían oído todo antes.

Manuel es lo que aquí se llama un curandero. Su especialidad son los huesos, los músculos y el sistema nervioso. Se le conoce en toda Andalucía, y yo he oído hablar de sus éxitos desde Málaga hasta Jaén. Es un hombre bien parecido con un porte digno y sin pretensiones, y a pesar de su cuerpo diminuto posee una fuerza casi sobrenatural, así como una capacidad de hablar ilimitada. Iba sentado delante con Baltasar. Era su coche, por lo que se le confería esa dignidad, aunque nunca se habría atrevido a intentar conducir el cacharro. Al igual que leer y escribir, conducir es competencia de un tipo de persona más joven, más avanzada y más tecnológicamente instruida.

Mientras hablaba, Manuel se volvía hacia atrás en el alto asiento para mirarme y asegurarse de que seguía escuchándole.

– Pues sí -explicó cuando interrumpí su monólogo haciéndole una pregunta-. Había un médico en el pueblo poco después de la guerra, y no le gustaba nada que yo ejerciera. Me hizo la vida todo lo difícil que pudo, consiguió que la Guardia Civil nos acosara: era amigo del comandante del pueblo. La Iglesia ve con malos ojos a los curanderos, ¿sabes?, y el hombre, además de ser un mal médico que sólo atendía a los ricos del pueblo (y además, malamente), era muy beato. Por eso yo sólo podía ejercer con muchas dificultades. Un invierno la Guardia Civil me tuvo tres semanas encerrado en la cárcel del pueblo, sin calefacción y sin nada que comer, y encima me dieron una buena paliza.

– ¿Y eso no te hizo querer dejar de curar?

– No, la curación es un don. Pasa lo mismo que con los dones de la vista o del oído, que es difícil dejar de usarlos. La gente viene a verme con sus dolores y sus enfermedades y yo sé que puedo ayudarles. Por eso lo hago, no puedo evitarlo. No les cobro dinero, sólo lo que ellos quieran darme, pero me da muchísima satisfacción hacerlo.

»Bueno, pues una noche ya tarde llamaron a la puerta. Cuando la abrí me encontré a una mujer envuelta de pies a cabeza en una manta de color oscuro. La hice pasar llevándola hacia la luz, y al volverme para mirarla comprendí por qué se había tapado de aquel modo. Era la mujer del comandante. Me dijo que tenía unos dolores horribles en las piernas; llevaba semanas sin poder dormir de dolor y el médico le había dicho que él no podía hacer nada.

»Pronto descubrí lo que le pasaba: se le habían quedado atrapados unos nervios, la pobre mujer casi ni podía andar. La atendí varias veces aquella semana (siempre venía a escondidas y por la noche, no habría estado bien que se viera a la mujer del comandante teniendo trato con curanderos) y al final de la misma estaba ya bien del todo, sin rastro de dolor. Desde entonces nunca he tenido más problemas con la Guardia Civil.

Las historias de Manuel eran demasiado buenas como para quedarse dormido. Las contaba bien, de manera fluida y con un fino sentido del equilibrio y del ritmo dramático. Las personas analfabetas tienen esa ventaja: la capacidad de retener en la cabeza una historia larga tiende a disminuir cuando se es capaz de leer y escribir.

Se puso a contar otra historia sobre lo que le había pasado al médico -quien por supuesto se había llevado su merecido- y no me cabe ninguna duda de que la historia era cierta. Y entonces pasó a relatar la historia de otro médico. Diferentes personajes del pueblo, el carnicero Sevillano, el panadero, el dueño del bar que había sido amamantado por una burra, fueron desfilando todos por el relato. Continuaba hablando sin parar, volviéndose cada pocos minutos para comprobar si seguía escuchando, que tenía que inclinarme hacia delante para poder oír sus palabras por encima del zumbido del motor y del traqueteo del remolque.

Cuando giramos en dirección este y empezamos a subir lentamente hacia Puerto Lobo, me di cuenta de que el monólogo se había trasladado a un nuevo terreno. Nuevos e inverosímiles personajes estaban empezando a infiltrarse en el mundo prosaico que describía Manuel. Apareció en escena un pescador. Lanjarón está situado en las montañas, a bastante altitud y treinta kilómetros tierra adentro: una cosa que no tiene es una flota pesquera. Entonces aparecieron elementos que de algún modo parecían extrañamente familiares. Me di cuenta con cierta sorpresa de que Manuel había pasado sin interrupción a los cuentos de Las mil y una noches. El médico celoso y los sacerdotes venales pronto fueron eclipsados por una procesión de príncipes, genios, visires y sabios.

Entramos por la puerta principal del mercado no mucho después de la medianoche.

– Sois los primeros -dijo el semicongelado guarda-. Por quinientas pesetas puedo daros un corral allí en la parte más alta, el mejor sitio de todos.

– Estupendo -dije entregándole el dinero-. Ha estado bien llegar temprano.

Baltasar emitió un gruñido. Todos los demás estaban profundamente dormidos.

Atravesamos la desierta explanada de cemento del mercado y nos detuvimos junto a la fila de corrales de la parte más alta. Baltasar apagó el motor y se estiró dando un bostezo. Yo abrí la puerta para salir y estirar las piernas, e inmediatamente la volví a cerrar. No sabía que hacía tanto frío en España. Sólo cuando leí al día siguiente el periódico, en donde Baza aparece siempre con una de las temperaturas más bajas de Andalucía, descubrí que estábamos a diez grados bajo cero.

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