– No, no lo es. Juliette dice que debe tener un buen metro de profundidad.
– Juliette no tenía que cavar el maldito agujero.
– No, con muy buen criterio seguro que buscaba a algún hombre que se lo hiciera. Tiene que ser mucho más profundo que eso… y acaba bien los lados. Me voy a recoger hierbas.
Al volver de recoger hierbas, Ana miró desdeñosamente el agujero. No era como decretaba Juliette pero habría que conformarse. Ella y Chloë me observaron desde una distancia prudencial mientras deshuesaba la carne. No deben hacerse tareas de este tipo en verano, y por una razón muy lógica. Mientras trabajaba estaba rodeado de una nube de moscas y de avispas. No resulta agradable tener una docena o dos de avispas paseándosete por las manos, pero afortunadamente estaban demasiado atiborradas de sangre y de carne como para interesarse mucho por picar.
Pronto tuve un par de cubos llenos de carne reluciente, negra de moscas y de avispas. La enjuagué cuidadosamente bajo el grifo para quitarle los huevos de mosca. Entretanto Ana había hecho el gran esfuerzo de extender una capa de hierbas de algún tipo u otro en el hoyo.
– Pon la carne sobre la capa de hierbas, para que después yo le ponga encima un poco de romero, tomillo limonero, abrótano macho y ruda.
– Parece como si fueran los mismos ingredientes que les das a los perros para desparasitarlos. -Y a prácticamente todos los demás bichos también.
– Pues cualquiera que sea la receta, se supone que conserva la carne junto con todas sus cualidades nutritivas durante por lo menos tres meses, y que la protege de los ataques de los insectos. Estoy segura de que es la solución.
Colocó las hierbas en el agujero sobre la carne.
– Aquí dice que ahora tienes que poner encima unas piedras pesadas para evitar que los animales salvajes escarben la tierra, y después rellenar el hoyo.
Es fácil imaginar nuestra excitación cuando, seis semanas más tarde, llegó el momento de exhumar la carne en conserva y dársela a los perros. Quité la tierra y levanté con gran esfuerzo las piedras del hoyo. Ahí estaba la capa protectora de hierbas, milagrosamente intacta. Pero al levantarla, pronto se hizo patente que en el interior del hoyo no había carne alguna. Había desaparecido sin dejar huellas y no quedaba ni una mancha, ni un trozo, ni siquiera una partícula.
El agujero se encontraba absolutamente intacto y no había ni siquiera un indicio de que hubiera sido escarbado. Nos quedamos los tres desconcertados, mirando boquiabiertos el hoyo vacío con su entramado de hierbas de tanta utilidad.
– ¿Adonde se ha ido, papá? -preguntó Chloë con una fe conmovedora en que de alguna manera yo estaba detrás de este misterio.
– No lo sé, Chloë. Creía que a lo mejor tú habías venido por la noche y te la habías zampado.
– ¡Puafl -gritó, y echó a correr hacia unos arbustos como si quisiera esconderse de este pensamiento.
– Pues sí que ha sido una operación útil. Estoy deseando que se muera la próxima oveja para poderlo hacer de nuevo.
– Mmmm -dijo Ana-. No se puede pretender ganarlas todas, y guasearte no hará que las cosas cambien en absoluto.
No hemos vuelto a repetir la receta para la conservación de la carne; me parece una pérdida de tiempo y además me gusta la idea de guardarme en reserva un fracaso considerable para podérselo echar en cara a Juliette cuando su reinado resulte demasiado tiránico. En cuanto a los huesos podridos en la terraza, ahora simplemente pasamos dándoles un rodeo y seguimos trabajando en el jardín.
Una tarde, tras un largo día de esquila, Domingo y yo estábamos sentados con un grupo de pastores de la sierra alta en el bar de Ernesto, situado en el bosque de debajo de Pampaneira, comiendo tapas de carne a la brasa y llevando a cabo una concienzuda degustación de costa. La conversación giraba en torno a lo mucho que queríamos a nuestro ganado. Aunque parezca raro, éste es un tema de conversación bastante generalizado por aquí.
Mientras los pastores peroraban elocuentemente sobre sus sentimientos hacia los animales a su cargo, noté que el hijo de Ernesto me miraba. Había bebido bastante más de la cuenta y parecía estar armándose de valor para hacerme una pregunta. Finalmente, al volver de la barra se inclinó hacia mí y me susurró al oído entrecortadamente:
– ¿Tú también quieres al ganado?
– Sí, no puedo negarlo -le respondí también en un susurro, y nos sonreímos tímidamente.
Domingo captó mis palabras.
– ¿Qué dices? -interrumpió-. ¡Si ni siquiera conoces a tus propias ovejas! ¿Cuándo fue la última vez que las sacaste? Has estado poniendo cercas para no tener que trabajar tú. Esas ovejas que tienes no irían detrás de ti ni aunque tú te empeñaras. Eso no es querer al ganado.
Éstas eran unas palabras hirientes, pero no podía negar que había algo de verdad en ellas. Desde el fiasco de la pérdida del rebaño, había estado dedicándome a levantar cercas a lo largo de una gran franja del secano precisamente para poder evadirme de los deberes más pesados del pastor y dedicarme a las tareas más apremiantes del cortijo. Por otro lado, ni las ovejas ni yo habíamos llegado a dominar del todo la técnica natural del pastor alpujarreño en virtud de la cual éste avanza silbando a la cabeza del rebaño y las ovejas le siguen. En contraste, yo me limitaba a ir tras el rebaño cerrando la marcha, gritando y tirando piedras. No era una comparación muy halagüeña. Mis ovejas estaban en buenas condiciones y bien cuidadas, y producían un buen número de corderos, pero nadie estaba criticando a mis ovejas. Me quedé encogido ante estas reflexiones mortificantes y esperé a que pasara el despliegue de resentimiento de Domingo y la conversación se desviara hacia otros temas.
Efectivamente, los tiernos panegíricos a las ovejas pronto se convirtieron en una furiosa diatriba contra los tratantes de ganado. Al parecer, todos los presentes habían salido mal parados en las últimas ventas, y todos ellos juraban insistir la próxima vez hasta conseguir un precio mejor.
– No veo por qué tenemos que molestarnos en utilizar tratantes -solté yo de sopetón-. No nos va a ir peor de lo que nos va ahora si prescindimos de los intermediarios y vendemos los corderos nosotros mismos. -Este arrebato resultaba audaz en compañía de un grupo de pastores, pero disfruté con la pausa que produjo en la conversación-. Cuando los tratantes consiguen un precio por los suelos, llevan los corderos a Baza para hacer unas ganancias rápidas -continué de modo temerario-, así que, ¿por qué no probar suerte nosotros vendiéndolos directamente? Lo que es yo, voy a intentarlo.
Tan sólo unos segundos antes no sabía nada sobre el tema, pero las miradas de sorprendido interés que detecté en los rostros que me rodeaban convirtieron la vaga idea que había estado rondándome la cabeza en una misión personal. Me gustaba desempeñar de nuevo el papel de innovador.
Baza, situada en una alta meseta al norte de la provincia a unas tres horas de distancia por carretera, es el mercado de ganado más grande de Andalucía. Los tratantes que lo frecuentan son una gente endurecida, e intentar deshacerse de los corderos directamente resulta bastante difícil y conflictivo incluso cuando no se tiene la desventaja de ser extranjero y relativamente novato en el oficio. Pero ahora no podía echarme para atrás.
– A los tratantes no les va a gustar nada -anunció uno de los pastores con los ojos brillantes de excitación de pensar en ello.
– No -dijo otro-, pero es una cosa que tiene que pasar, no pueden seguir engañándonos siempre.
– Bueno, pues allá se las arreglen los tratantes -repliqué-. Yo tengo cuarenta buenos corderos listos para vender. ¿Alguien quiere venir conmigo?
Читать дальше