Chris Stewart - Entre limones. Historia de un optimista

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Entre limones. Historia de un optimista: краткое содержание, описание и аннотация

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El cortijo de El Valero está enclavado en un punto especialmente bello y privilegiado de Las Alpujarras, en las estribaciones de Sierra Nevada, entre ríos y bancales, y suficientemente alejado de la carretera como para que se parezca bastante al lugar soñado por Chris para retirarse de la vida que hasta ahora había llevado. A primera vista todo le parece demasiado bonito, suposición que le lleva a pensar en un precio prohibitivo, excesivo como para plantearse siquiera la posibilidad de comprarlo. Por eso no acaba de creerse que, después de comer algo de jamón regado con abundante vino y compartido con la agente inmobiliaria y el inefable Pedro Romero, actual propietario de la finca, acabe convirtiéndose, entre brumas etílicas y casi sin proponérselo, en el flamante dueño de la misma por un precio casi irrisorio, según sus británicos cálculos.
A partir de entonces, y una vez su mujer Ana se traslada con él a sus recién estrenadas posesiones andaluzas, empieza para ellos dos una nueva etapa, en la que poco de lo que hasta ahora daban por supuesto les sirve para algo: urge aprender a desenvolverse en un entorno donde necesitarán construir casas y puentes, conocer las plantas, lidiar con todo tipo de animales, tratar con sus vecinos alpujarreños, y asumir, mal que les pese, que el Chris que conocían de toda la vida ha dejado paso, de una vez por todas, a Cristóbal.

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Me tomé un café con Baltasar, mientras dejaba a Domingo intentando despertar algún interés entre los compradores que quedaban.

– No parece que los vayas a vender hoy.

– No, supongo que me los tendré que llevar a casa de nuevo.

– Deberías tener cuidado, ¿sabes?; te has hecho algunos enemigos entre los tratantes, y son gente mala de contrariar. Nunca se sabe lo que pueden intentar, no a plena luz del día como ahora, pero una noche oscura en una carretera de montaña solitaria…

Dejó la frase sin terminar. Me parecía que estaba siendo un tanto dramático, pero tal vez hablaba en serio. Yo estaba rompiendo moldes, arriesgándome. Había sido un imprudente fracaso. Volvimos a cargar los corderos y regresamos a casa. Al pasar por Lanjarón y Órgiva hicimos frecuentes paradas para satisfacer la curiosidad de los transeúntes. Algunos de ellos ya habían hablado con los tratantes y parecían conocer hasta el más mínimo detalle de nuestro humillante viaje.

Como era de esperar, hubo una oleada de interés entre los tratantes por ver si podían obtener gratis los corderos que habían quedado sin vender. Yo iba a tener que venderlos; dentro de poco pasaría su mejor momento, y entonces sí que los tendría que regalar. El hombre que me ofreció el trato más razonable fue un gitano de Órgiva llamado Francisco. Era un operante tan pequeño que no tenía los medios para ir al mercado de Baza. Domingo me dijo que tuviera cuidado con él, pues tenía fama de mal pagador, pero a mí me pagó por adelantado cuando se llevó los corderos en cuatro lotes de diez a lo largo del mes siguiente. Desde entonces siempre le he vendido a Francisco mis corderos, y hasta ahora no me ha defraudado. En la actualidad incluso me gusta vender los corderos aquí. Resulta con mucho la opción más ecológica: les evita un viaje estresante, ahorra costes de transporte y a mí me satisface abastecer a la comunidad en donde vivimos. De vez en cuando viene gente a verme para felicitarme por la calidad de la carne de cordero que compran en el puesto del mercado de Francisco. El propio Francisco cree firmemente en la superior calidad de la carne «campera».

– No, eso de criar corderos a oscuras con pienso alto en proteínas es una cosa de ahora. Cuando mi padre era carnicero, se decía que un cordero no se podía comer hasta que no se había pasado un verano en los pastos de la sierra. Los corderos eran más grandes y más viejos, pero el sabor era buenísimo. Mis clientes más antiguos se quejan de que ya no encuentran carne buena. La que compran se queda en nada en la olla. Por eso me da alegría de verdad verte produciendo carne de «campero». Yo te compraré toda la que produzcas.

No había sido ninguna Revolución rusa que indujera a los campesinos de Las Alpujarras a deshacerse de sus cadenas, pero, por lo que a mí respecta, tal vez todo había sido para bien una vez más.

El bautizo de Chloë

Cuando nació Chloë teníamos planeado organizar una fiesta para celebrar su llegada y pensábamos que tal vez podríamos combinarla con un bautizo. Ana estaba convencida de la importancia del bautismo, ya que de pequeña había pasado unos años en un colegio de monjas. Yo vivo en estado de confusión acerca de los misterios del universo y por eso no estaba seguro, pero celebrar un bautizo tenía una ventaja que hizo que se disiparan mis dudas: podríamos pedirle a Domingo que fuese el padrino de Chloë.

Domingo es la clase de amigo que detesta que le den las gracias por nada. Hace poco alarde de su propia generosidad y rechaza que el tiempo y la energía que incansablemente nos dedica sean dignos de ser mencionados. Si intento insistir en esta cuestión, se vuelve áspero y adusto. Así, el tener con él un gesto que le demostrara nuestro aprecio y estima era una oportunidad demasiado buena para dejarla escapar. Le hablé del tema del padrinazgo el mismo día que decidimos que nos hacía falta un padrino.

– ¿Qué tengo que hacer? -preguntó sin mucha convicción.

– Pues no mucho. Creo que sólo tienes que tener a Chloë en brazos mientras el cura le echa el agua.

– Bueno, eso a lo mejor podré hacerlo.

– Y después, por supuesto, tendrás que encargarte de su formación espiritual.

– Eso lo haré bien también -dijo con una sonrisa.

– Entonces, ¿serás su padrino?

– Me da igual -dijo, como si meditara sobre ello-. Siempre que no esté haciendo otra cosa ese día.

Decididamente, Domingo sabe cómo desinflarte. Pero aun así la idea evidentemente le gustaba, y Expira y Domingo el Viejo estaban encantados. De este modo, tras plantar las semillas, me puse manos a la obra para conseguir que mi plan diera frutos. Lo primero que había que hacer era ir a buscar al párroco.

Aparte de las horas de misa o de la siesta, el lugar donde solía estar don Manuel era una oscura oficinucha que había al lado de la iglesia. Su ama de llaves me abrió la puerta con una escoba en la mano y, tras escuchar la razón de mi visita, me condujo a presencia del cura. Cuando entré, don Manuel dejó de revolver los papeles de su escritorio y se levantó. Era un hombre delgado y seco vestido con un gastado traje gris y zapatillas, y su mano me pareció tan pequeña y delicada al estrechársela que dudé si realmente me había ofrecido la totalidad de sus dedos.

– Quería saber si usted podría bautizar a mi hija -comencé a decir.

– ¿Es usted católico? -preguntó estudiándome con un poco de recelo.

– No, pero no me importa en absoluto que mi hija sea bautizada en la fe católica.

– ¿Cuál es su religión, entonces?

– Supongo que fui bautizado en la Iglesia anglicana, pero soy de ideas ecuménicas.

– Oh, yo también, yo también. Pero este bautizo… no estoy del todo seguro de cuál es el procedimiento en estos casos.

Parecía dirigirse más a los papeles esparcidos por su escritorio que a mí, y daba la impresión de que no se sentía rebosante de entusiasmo por el proyecto: era muy posible que éste causara muchas más molestias de las que una pequeña alma merecía, pero por el momento bastaba con adoptar tácticas dilatorias.

– Voy a ir a Granada el viernes -me aseguró- y le expondré el asunto al obispo. Venga a verme otra vez la semana que viene.

Así pues, a la semana siguiente fui a ver a don Manuel, pero resultó que no había conseguido ver al obispo; la semana de después se olvidó de mencionarle el tema, la semana siguiente a ésa el obispo iba a reflexionar sobre el asunto, y a la siguiente yo me olvidé totalmente de la cuestión. Conque de alguna manera nos desentendimos del proyecto.

En todo caso, la manera de hacer las cosas que yo estaba planeando no era exactamente la misma que don Manuel. Tenía la romántica idea de celebrar una pequeña ceremonia en una aislada ermita del campo: Nuestra Señora de Fátima es una especialmente bonita que hay en lo alto de un abrupto tajo desde donde se ve El Valero. Me imaginaba una fiesta bautismal en que una procesión de muías vistosamente enjaezadas con flores en las crines iría ascendiendo por las empinadas laderas hasta la ermita. Al llegar a la capilla tendría lugar una breve pero encantadora ceremonia con velas e incienso acompañada por el alegre gorjeo de la pequeña Chloë y, después, vuelta a casa para sentamos alrededor de una larga mesa cubierta de un mantel blanco como la nieve, repleta de relucientes copas y de montañas de deliciosa comida y vino.

Las lúgubres deliberaciones del obispo en su refugio de Granada y la ferviente profesión de ecumenismo hecha por don Manuel en su oscura oficinucha de al lado de la iglesia parecían ir mal encaminadas. De esta forma Chloë comenzó su vida sin la ayuda de la religión ortodoxa, aunque parecía crecer razonablemente sana y saludable en ausencia de la misma. Sin embargo, Expira y Domingo el Viejo estaban evidentemente decepcionados, y durante muchos meses desviaban la conversación hacia el tema del aplazamiento del bautizo esperando descubrir una nueva fecha. Hasta que también ellos se olvidaron por completo.

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