A los que no saben de botánica, oír a una niña de tres años entonando como un pajarito nombres tales como Adenocarpus decorticans, Euphorbia charadas o Anthyllis cytisusoides podría parecerles monstruosamente precoz -aunque los niños de la ciudades repiten con la misma soltura los nombres de sus dinosaurios favoritos-. En cualquier caso, a nosotros, como amantes padres que somos, nos parecía maravilloso, y Richard y Eleanor, para quienes estos nombres eran el pan nuestro de cada día, se quedaron totalmente asombrados. El descubrimiento de que compartían el mismo entusiasmo por las plantas sirvió para romper el hielo y, al regresar a la casa, ambas facciones parecían haber quedado encantadas una con la otra. Fui enviado a comprar los ingredientes para una paella gigante y a informar a los invitados, a quienes habíamos avisado previamente, de que todo estaba listo para el sábado siguiente.
Susanne, una amiga que vivía al otro lado del pueblo, iba a ser la madrina. Al igual que Domingo, era otra persona a quien queríamos atraer a nuestra órbita familiar. Se había convertido en vecina nuestra como resultado, según dijo, de haber clavado una chincheta en un mapa de Europa y, a continuación, haberlo trasladado absolutamente todo hasta el punto así escogido. Lo mismo que Georgina, es una de esas extraordinarias inglesas jóvenes que se abren paso por el mundo eligiendo un determinado rumbo sin hacer caso de los peligros de la navegación. Susanne es una pintora de gran talento; deambula por Las Alpujarras en ese vergonzoso cacharro de coche que tiene, pintando paisajes a lápiz y acuarela. Igual que ocurre con los astrólogos, en Las Alpujarras no faltan pintores, pero la obra de Susanne, con su originalidad y la exquisita técnica de su ejecución, la hace mantener su puesto entre los mejores.
Durante los últimos años Susanne se ha visto confinada a una silla de ruedas debido a la severa artritis que padece, pero consigue mantener su inquebrantable buen humor, además de una encantadora sensualidad. Con su voz profunda y seductora me explicó cómo la horrible enfermedad era consecuencia de unas atroces transgresiones cometidas en vidas anteriores, algo que tenía que ver con la provisión de cosméticos con alto contenido en plomo a las señoras de la Creta minoica con plena conciencia de las dañinas propiedades del mismo. Sus ojos centelleaban de placer mientras contaba con voz ronca esta singular historia.
Chloë siente adoración por Susanne porque es una de esas personas que nunca están demasiado ocupadas ni cansadas ni sienten demasiados dolores para jugar con los niños. Es uno de los pocos habitantes extranjeros de Las Alpujarras a quienes visito con frecuencia, y siempre consigue hacerme reír. En fin, el día anterior al bautizo Domingo y yo ayudamos a Susanne a subir a lomos de la paciente Bottom y vadeamos el río con ella. Ana había tenido que salir temprano para recoger a sus padres, que estaban pasando unos días en un apartamento de veraneo de la costa y, en lugar de esperar al regreso del Land Rover, Susanne optó por subir en burro hasta la casa; la única entre los invitados en llevar a la práctica los planes más románticos que tenía yo para el bautizo.
También había invitado a algunos amigos del pueblo, además de a Cathy y a John junto con la mitad de sus vecinos de Puerto Jubiley. Dondequiera que van John y Cathy, la mitad del pueblo se une a ellos por el gusto de darse un paseo, aunque nunca más de la mitad. Hay dos facciones opuestas en el pueblo como consecuencia de una disputa de hace cincuenta años sobre algo relacionado con un chopo y una cabra, y en cada ocasión sólo se puede complacer a una de las facciones. Para el bautizo tuvimos a la facción del lado oeste del río. Domingo el Viejo y Expira, por supuesto, iban a asistir en su calidad de padrinos- abuelos; y después estaban Joop y Marijke con sus hijos, Pieter, Teresa y María, esta última tan querida por Chloë. Antonia, que para entonces se había convertido en una amiga muy especial de la familia, se encontraba en Holanda con motivo de una exposición y por lo tanto no había podido venir. A cambio de no poder estar ahí, le había enviado a Chloë una diminuta oveja de bronce.
Junto con los padres de Ana, el total ascendía a unas cuarenta personas. Así pues, pedí prestadas dos enormes paelleras y encendí una gran hoguera de leña de olivo y romero sobre la cual coloqué los trípodes. El fuego estuvo ardiendo toda la mañana, perfumando la brisa con su fragante humo. La cocina estaba abarrotada de ayudantes que hacían ensaladas y preparaban platos de bocados exquisitos, e hizo su aparición un gran cubo de afrutado ponche de costa. De algún modo conseguimos reunir un número suficiente de sillas, mesas y bobinas de cable para los invitados, y Ana las engalanó con los manteles blancos con que yo había soñado, colocando un centro de flores silvestres en cada una. Entretanto Chloë, completamente ajena a los preparativos, jugaba encantada con María y las malditas Barbies, componiendo nuevos episodios en la vida de las muñecas en que la oveja de bronce tuviera cabida.
Finalmente empezaron a llegar los invitados, que dejaron los coches aparcados junto al puente y ascendieron lentamente la polvorienta cuesta vestidos con sus mejores galas. A los participantes de más edad de la fiesta, a quienes no apetecía la subida a pie hasta El Valero, les transportamos camino arriba en el Land Rover. Coloqué las paellas sobre el fuego y la bebida empezó a correr a raudales.
El contingente español observó fascinado cómo Richard se ajustaba sus vestiduras. Los invitados mayores tenían bastante poca idea de nuestras creencias religiosas y tal vez esperaban una especie de rito pagano. Avanzaron cautelosamente hasta ponerse en una posición desde donde poder salir corriendo si las cosas se descontrolaban. Con gritos de «a la misa», conseguí reunir a los ingleses y algunos de los españoles más audaces alrededor del altar, una bobina de cable consagrada con un paño bordado y unas flores, y hacerles callar el tiempo suficiente para que Richard pronunciara un sencillo y conmovedor discurso y leyera unas oraciones.
– ¿Por qué no traduces lo que está diciendo para que todos puedan entenderlo? -me susurró Ana.
– Porque me siento conmovido por la gravedad del momento, Ana -mentí.
La verdad era que no tenía conectado el equipo necesario para la traducción simultánea del inglés bíblico al español alpujarreño.
Convencimos a Chloë de que abandonara a María y las muñecas durante un rato y se adelantara con Domingo y Susanne vestida con su traje de fiesta. Como era una niña robusta, reticente y escurridiza, los padrinos tuvieron que prescindir de la tradición de llevar tiernamente en brazos al niño hasta la pila, teniendo que contentarse en cambio con quedarse de pie, violentos, a su lado. Chloë parecía que estaba a punto de ponerse brava, pero Ana consiguió sobornarla para que cooperara, aunque no del todo convencida, mostrándole el borde de una chocolatina que tenía preparada en el bolsillo y señalando significativamente hacia el altar. Chloë poco a poco se fue acercando mientras lanzaba miradas de reojo a la chocolatina, del mismo modo que los marineros mantienen a la vista el faro cuando atraviesan las corrientes cerca de la costa.
Richard tenía un aspecto magnífico con sus espléndidas vestiduras, de pie bajo la acacia a la luz veteada del sol. Se inclinó para ponerle suavemente la mano en el hombro a Chloë, entonó el salmo apropiado y le trazó con agua bendita y santo óleo el signo de la cruz en la fruncida frente. Ana y yo suspiramos de alivio mientras nuestra hija se escabullía aferrando su chocolatina para regresar junto a María. Me gustaría pensar que la compartieron: no vale de nada cumplir con las formalidades del asunto, también hay que actuar de acuerdo con sus preceptos.
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