Alfonso se baja. Una puerta se abre y una señora muy anciana y encorvada lo queda mirando. Busca el número. Es al fondo, cerca de la ventana biselada por donde entra el único haz de luz. Sus zapatillas chirrían sobre el mármol. La anciana cierra la puerta. El eco queda suspendido.
Alfonso toca el timbre. El sonido no es el de una campana sino el de un taladro. Al otro lado hay ruidos. Alguien se acerca. La puerta se abre.
– Don Saúl.
– Puta que te demoraste, Pendejo.
Faúndez está sin afeitar, con calzoncillos y una camiseta blanca sin mangas manchada de vino tinto. No se ha afeitado en varios días. Con la mano derecha aferra una botella de aguardiente.
– ¿Sabes lo que es el chuflay? Mitad Bilz, mitad esta huevada. ¿Quieres un poco? ¿O prefieres tomarlo solo?
Faúndez empina el codo y toma. Toma tanto que el líquido cae sobre su cuello y entra bajo su camiseta.
– Pasa, puh, huevón. Esta es mi casa ahora.
Alfonso entra y cierra la puerta. El aroma a cocodrilo y agua empantanada rebota. Por la ventana se divisa el techo de la Estación. La pieza tiene dos ambientes y una cocinilla a la vista. La puerta del baño está cerrada. La cama, más allá, está deshecha y el suelo se ve empapelado de diarios. Faúndez se tropieza con un zapato.
– Mierda.
Después se sienta en el sofá.
– Siéntate, Pendejo, no seas huevón.
Alfonso se acomoda en una silla al lado de la mesa. Hay una botella de Bilz destapada. Un frasco de remedios, un plato con sobras de comida y un ejemplar amarillento de Hijo de ladrón.
– Bueno, ¿y? Me odias. ¿Viniste a matarme, a verme o a darme el pésame?
– Las tres cosas.
– Entonces sírvete un trago.
La luz que ingresa por las persianas es ámbar, como la miel al sol. La habitación hierve y ambos transpiran. Alfonso abre la ventana para dejar que entre el atardecer. Faúndez está vestido con una guayabera negra y se peina frente al espejo de la cómoda. Alfonso se sienta en el travesaño. La brisa le mueve el pelo.
– ¿Así que eso fue lo que le dijiste?
– Sí -le responde Alfonso.
– ¿Y qué te contestó?
– Nada. Me dijo que estaba de acuerdo. Y que lo perdonara.
– ¿Y qué le contestaste?
– Que no me pidiera lo imposible. Que cuando saliera de la cárcel, quizás.
– ¿Estabas nervioso?
– Aterrado. Tenía tanta pena que no podía expresar mi rabia.
Faúndez se detiene y se da vuelta. Lo mira.
– ¿Y tu hermana?
– Con mi madre. Nunca va a poder trabajar en lo suyo. Pero se salvó. No va a ir a la cárcel. Tuvo doble suerte.
– ¿Doble?
– Igual lo pudo conocer. Eso fue lo que le dije a él, don Saúl: ¿por qué no te acercaste a mí, concha de tu madre? Hubiera robado por vos. Puta que me hubiera ahorrado sufrimientos. Tantas dudas e inseguridades eliminadas con un par de telefonazos.
– Eso le dijiste.
– Sí.
– ¿Y qué te respondió?
– Nada. Miraba para abajo, no más.
– Tu visita, Pendejo, lo va a dañar más que veinte de esos artículos que no te publiqué.
Faúndez vuelve al sofá. Se sirve otra aguardiente con Bilz. Le pasa una a Alfonso.
– ¿Te sientes mejor?
– Algo. ¿Y usted?
– Algo. Estas cosas se demoran un poco.
La noche está tocando su techo. Faúndez abraza a Fernández y lo ayuda a salir de La Piojera. Caminan en silencio, apenas. Cruzan la calle. Se internan en las sombras del Parque Forestal a la altura del Monumento al Roto Chileno.
– Así no más es -le dice Faúndez con una voz que pesa de alcohol-. Supongo que es el sufrimiento lo que hace que la gente se apegue más a la mentira.
– Me siento mal.
– Respira, el aire te va a hacer bien.
Caminan en círculos, entremedio de los árboles que tapan la luna y el pasto mojado que no deja avanzar.
– ¿Y usted qué va a hacer?
– Ya veré.
– ¿Pero va a volver al diario? Yo quiero que vuelva. Es que… no sé… este verano ha sido…
Alfonso se detiene y le agarra el hombro a Faúndez.
– Estoy demasiado borracho.
– ¿Y?
– No puedo sujetar lo que estoy sintiendo.
– No importa.
– Es que… ¿Sabe lo que quería decirle? Que, no sé, siento que le debo tanto…
La voz de Alfonso se quiebra. De inmediato se tapa la cara con las manos.
– …y no sé cómo pagarle. Es que usted ha hecho tanto por mí. Nunca nadie me había hablado como…
Alfonso respira hondo. Las piernas le tiritan.
– Nadie le debe nada a nadie, Pendejo. Uno no hace las cosas para después querer cobrar el favor. Uno hace las cosas porque quiere. Y espero que sepas que te quiero. Lo que pasa es que no sé cómo demostrártelo.
Alfonso cae al suelo y empieza a tener arcadas. Faúndez le toma la frente y le dice:
– Ya, sácalo para afuera de una vez por todas.
Alfonso comienza a vomitar. Entre el vómito se confunden sus lágrimas.
Llevamos más de una hora volando sobre tierra firme y la panorámica que se abre hacia abajo está saturada de cafés, ocres, naranjas, amarillos y rojos. Los colores con que revientan los árboles en el hemisferio norte superan la oferta de una caja de lápices Staedtler. Es como estar horas mirando los tonos de las llamas del fuego. Por momentos asusta y violenta, pero a la larga, cuando uno ya lo entiende, relaja.
Esta es la visión que me acompaña desde la ventanilla. Hace un rato ubiqué el mapa de la región dentro de mi lap-top. Ya debemos andar sobre el estado de Carolina del Norte, creo. Mi destino es Durham, sede de la Universidad de Duke. Ya no falta mucho y eso me alegra tanto como me aterra. Pero es la alegría -o lo que creo que es alegría- lo que gana. Es lo que, después de tanto tiempo, me vence y me domina.
Cecilia Méndez duerme a mi lado, su cara tan cercana incrustada en una almohada gris. En su falda hay varias revistas que compramos en el aeropuerto de Miami, donde tuvimos que esperar para hacer la conexión. No las hemos leído. Cecilia no ha hecho otra cosa que dormir; yo no he parado de tomar notas, de regocijarme en este hábito que me parece tan nuevo y que se llama escribir.
¿Por dónde parto? ¿O sigo?
¿Cómo resumo todo lo que deseo resumir?
¿O ya lo habré dicho todo? ¿Es el cansancio lo que me obliga a seguir?
Quizás debo partir -continuar- con el hecho de que no he parado de escribir. No sólo durante este vuelo sino durante los últimos dos años, desde ese verano fatal cuando Martín Vergara se mató y yo renuncié a la revista y me encerré aun más en mí mismo. El resultado ya está listo y me siento satisfecho. He vuelto a crear y, más importante, a creer. Si no fuera así, las galeradas de Prensa amarilla no viajarían en mi bolso ni Cecilia Méndez sería mi mujer.
Martín Vergara se mató a comienzos de marzo, la primera noche de lluvia otoñal. La chica con que andaba quedó grave pero, más allá de unas cuantas cicatrices, ilesa. Martín la había conocido unas horas antes, en una discothèque de las afueras de Santiago. La policía dijo que iba a más de ciento sesenta por la carretera y que confundió a un conejo con una persona. La maniobra lo hizo salirse de la pista y enfrentarse a un camión. Martín estaba totalmente ebrio y con drogas de todo tipo en su sangre. El chofer del otro vehículo falleció a la madrugada siguiente. Martín tuvo la suerte de no darse cuenta. Esa era su meta durante esos últimos días en que su seguridad se vino abajo y su desamparo creció. No quería darse cuenta, pero se dio. Y eso terminó destrozándolo. Fue algo superior a lo que podía manejar. Nada tan grave, nada tan raro, sólo esa sensación de estar a la deriva. La vida, simplemente. Y la muerte.
Prensa amarilla no es exactamente una novela en el sentido clásico, sino más bien un libro de memorias novelado que se lee como si fuera la película que yo protagonicé. Supongo que es non-fiction, como dicen ahora en el mundo editorial, pero, más que nada, es verdad. Es lo que tenía que hacer. Y lo que me salió cuando ya pensaba que no tenía nada que sacar.
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