Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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Tal como los «buitres» captan clientes para las funerarias, lo que doctores como Fernández Martínez hacen es «facilitar el paso al otro mundo». Y en este caso, el desconsiderado médico no extendía dos o tres certificados fraudulentos al mes (como otros de su especie descubiertos esta misma semana), sino que llegaba a firmar diariamente seis o siete cuando el alcohol lo inducía a ello.

Aunque el propio doctor manifestó a los detectives que nunca fue cómplice de un asesinato en forma consciente, la verdad es que su grado de corrupción y vileza es tal que ninguna excusa parece válida a estas alturas. Así lo entiende la ley, que lo enjuiciará como cómplice no sólo del infanticidio sino de otros casos aún en investigación. Esto, porque detrás de los cientos de certificados de defunción irregulares que fueron extendidos por el doctor perfectamente puede ocultarse otro homicidio, alguna negligencia o incluso darse el caso de que Fernández Martínez haya dado por muerto a algún criminal que anda vivo por ahí.

El modus operandi de Fernández era el siguiente. La funeraria (cuatro locales en total, ubicados en distintos puntos de la capital) les ofrecía a los deudos la posibilidad de evitarse las molestias de una autopsia. A veces esta solicitud venía incluso de los familiares. Cualquiera sea el caso, y siempre y cuando al muerto no lo hubiera revisado ni un médico ni un carabinero, la funeraria se comunicaba con el doctor Fernández vía teléfono celular. Por lo general, éste se desplazaba en colectivo al lugar de los hechos. Ahí conversaba con los familiares y, sin auscultar el cadáver (que por lo general estaba en otro sitio), extendía el certificado arguyendo causas naturales, vejez o un simple (y limpio) ataque al corazón.

Éste el fue el caso del infante Tomás Sobarzo Meza que, según la madre y el propio certificado, «falleció de muerte súbita» mientras dormía en su cuna. Tal como señalamos en la edición de anteayer de «El Clamor», la exhumación del cadáver del pequeño reveló que el niño había fallecido producto de un edema subdural (rompimiento del duramadre cerebral) luego de haber sido violentamente sacudido y azotado.

Como forma de cuidarse las espaldas, Fernández timbraba su nombre en el certificado vigilando que el número de su cédula no quedara estampado. Después aceptaba «el pago». Nunca hubo boletas de servicios de por medio. El costo era el equivalente a un «menú simple para dos» en Los Chinos Pobres de la Plaza Brasil.

Quizás lo más grave de este delito es que viola en forma flagrante la fe que depositan instituciones como el Registro Civil en la profesión médica. Así, los funcionarios del Registro sólo deben preocuparse de que «el certificado esté correctamente cumplimentado» para aceptarlo. Basta que el doctor efectivamente esté inscrito en el Colegio Médico para que el certificado sea considerado válido. El Colegio Médico, en tanto, es tajante y señala en su reglamento que «nunca se debe extender un certificado a petición de familiares o terceros». De este modo…

– Alfonso.

– ¿Qué?

– Qué te pasa -le grita de vuelta Escalona.

– Nada.

– Te llama tu vieja.

– Mamá, tienes que ver la portada de mañana.

Tinta roja

El reloj despertador destroza el alba, pero Alfonso ya está despierto, a la espera, con las manos detrás de la nuca. Sin silenciar la campanilla, abre la ventana y deja que el aire viciado escape. La luz de la atmósfera es la de un día de lluvia. Le da frío. Lo único que tiene puesto son calzoncillos. Va al baño y orina.

– Apaga ese ruido -le grita su abuela desde la otra habitación.

Alfonso regresa a su pieza y apaga el despertador. Son las seis de la mañana. Regresa al baño y abre la ducha, pero después corta el agua. En la cocina toma una caja de jugo de naranjas y bebe directamente de ella. Después agarra una botella de pisco, la abre y la huele. La deja a un lado.

En su habitación se pone unos jeans y un polerón de la Universidad de Chile. De un cenicero saca monedas y las llaves.

Alfonso abre la puerta del departamento y, antes de que su mocasín lo pise, ve el ejemplar de El Clamor enrollado en un tubo y sujeto con un tirante elástico. Lo toma. Del interior cae un sobre que dice su nombre. Cierra la puerta.

En la mesa del comedor abre el diario. Cierra los ojos y respira hondo. Entonces mira el titular: Familia baleada por defender a su perro, dice en gruesas letras impresas con tinta roja. Alfonso se desespera. Avanza por las páginas tan rápido que las raja. En la sección policial mira cada uno de los artículos. El central tiene que ver con el perro. Hay una gran foto de un pastor alemán. Alfonso toma el sobre y lo usa como una regla. Finalmente, bajo la columna de Sucesos Breves, sus ojos se detienen en el nombre del doctor Alfonso Fernández Martínez. Es una nota de tres líneas: Irregularidades en certificados de defunción…

Alfonso agarra el diario y lo lanza contra la pared. El tabloide se deshoja y se reparte sobre el sofá. Decide abrir el sobre. Dentro hay una hoja con membrete del diario. Es la letra de Faúndez, roja y gruesa y sangrante:

Pendejo:

Titulares buenos hay todos los días, pero padres, por culeados y pencas que sean, hay uno solo. El artículo, además, estaba pésimo.

Estoy en el Hotel Oddó, de Mapocho.

Saúl

Nadie le debe nada a nadie

El Hotel Oddó es un reliquia excéntrica que fue construida a comienzos de los años treinta cuando el verdadero, el que estaba en Ahumada con Huérfanos, fue demolido para dar lugar al Pasaje Matte. El dueño era el hijo descarriado de una familia de mineros del norte que había nacido en el hotel, por lo que le tenía un cariño exacerbado al nombre. Aspirante a poeta y diplomático frustrado, Emilio Gérard North construyó el hotel en el estilo neoclásico y lo ubicó a pasos de la Estación Mapocho, por la calle Morandé con General Mackenna. Gérard construyó su hotel pensando en los viajeros de los grandes barcos que llegaban a Valparaíso y de ahí tomaban el tren a Santiago para bajarse en la vecina Estación. Muchos intentaron convencerlo de que ése no era el lugar adecuado. Tenían razón. A los pocos años de inaugurado, el confort parisino era aprovechado por bohemios que comenzaron a arrendar sus piezas como estudios, talleres o bulines.

Cuando Gérard North se suicidó por amor en la suite principal, su madre vendió el Oddó a un inmigrante checo que lo transformó en varias cosas a la vez: hotel galante, pensión universitaria y hotel de segunda para viajeros de provincia. También transformó las habitaciones más grandes en departamentos.

Hoy el hotel es un monumento nacional muy mal tenido, con el papel descascarado y humedad de sobra. Su restorán es un bar que sirve pipeño y el salón de baile es un billar. Pero hay gente a la que le gusta vivir o alojar ahí y todos se respetan. Desde los mochileros israelíes a las prostitutas del barrio, pasando por los amantes subrepticios y los tipos que están en problemas.

– Estoy buscando al señor Saúl Faúndez -dice Alfonso en el mesón.

El botones tiene la piel como papel lija y una placa que le baila en la boca. El gato que descansa sobre la alfombra persa lo mira.

El hall de entrada es lúgubre y el candelabro, cubierto de polvo, no funciona. El lobby tiene varios sillones de cuero desvencijados. En todos hay jubilados leyendo el Extra o El Clamor.

– Está en la 508.

– ¿Tiene teléfono?

– En este hotel no hay teléfonos. Hubo pero se los robaron. Suba, no más.

Alfonso camina hasta el ascensor de reja. Aprieta el número cinco. Las indicaciones están en francés. El ascensor cruje y se mueve. Cada piso está pintado de distinto color. El quinto es mostaza aunque las paredes están trizadas por cicatrices de terremoto.

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