Alberto Fuguet - Tinta roja

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Uno tras otro, los hechos de sangre que Alfonso, un joven periodista en práctica reporta como en una alucinante secuencia cinematográfica, van configurando el mapa de una ciudad desesperada y violenta, ésa que día a día es recreada en las páginas de la crónica roja. Bajo el sol de verano, la camioneta amarilla del diario El Clamor recorre con sus cuatro ocupantes: Alfonso, Escalona, el Camión y Faúndez, gran seductor de viudas recientes y maestro del sensacionalismo, este otro rostro, sórdido y tragicómico, de un Santiago habitado por personajes siempre al filo del patetismo o el humor negro. Entre suicidios, accidentes, comilonas y asesinatos, el diálogo incesante de los protagonistas de Tinta roja está poblado de anécdotas que mezclan el sexo con la droga, la fatalidad con la nostalgia, la filosofía de la vida diaria con los crímenes más espeluznantes o las pequeñas corrupciones cotidianas. En esta electrizante novela Alberto Fuguet explora nuevos dialectos y territorios, desvelando desde ángulos no habituales los conflictos del aprendizaje, la iniciación, la amistad y la compleja relación padre/hijo.

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– Ahora lloras, puta. ¿No eras tan valiente? Otra cosa: los clientes siempre tienen la razón. Ahora acuéstate, cara al suelo.

La mujer cumple las órdenes. Alfonso sale de la tienda y corre como nunca. El Camión lo ve y abre la puerta. Alfonso se sube, sudando.

– ¿La mataste?

– Casi.

Barracuda

Al final de la primera curva de la subida Ecuador hay una vieja casona típicamente porteña tapizada con planchas de metal oxidadas por el mar. El letrero encima del timbre dice Barracuda, pero nada en esa fachada sirve como indicio de lo que ocurre dentro.

Para entrar al Barracuda hay que primero decir el santo y seña de la noche y después pagar la entrada en una suerte de zaguán-guardarropía iluminado de azul. El primer piso es el living de una casa, con sillones kirsch y una biblioteca. Ahí se encuentra gente conversando en forma quieta y tranquila. Si bien el Barracuda es un bar, en el comedor del fondo, que tiene vista a la bahía de Valparaíso, se puede comer quesos y otros alimentos sólidos que salen de la cocina pintada en tonos verdes y rosa.

Sin embargo, lo que hace que el Barracuda sea el lugar de moda de este verano, es su subterráneo. La puerta de acceso está al lado de los baños y la bajada es oscura y con pendiente. A medida que uno baja, el sonido de la música late y va en aumento. Una vez abajo, uno se pierde en un inmenso sótano de cemento rodeado por los cuatro lados por una barra de metal. Arriba de la barra corren y bailan unos enanos. Son enanos jóvenes, y la mayoría son bonitos, es decir, son proporcionados, para nada deformes o contrahechos. Son todos hombres, lucen aros y melenas, y varios andan con el torso desnudo y bronceado.

– Son argentinos -dice Nadia-. En Chile no hay enanos así.

– Ni hombres así -sentencia Flavia Montessori, una amiga que anda con shorts de cuero.

Alfonso le pide a un enano de ojos azules y cola de caballo tres tequilas. El enano corre por la barra hasta el otro extremo.

– Este es un lugar muy raro -le comenta Alfonso a Nadia.

– Todavía no has visto lo mejor.

– El show de los marineritos filipinos es divino -opina Flavia.

El ambiente es una mezcla de la gente del Festival de Viña, artistas del puerto, lumpen y turistas mendocinos con demasiada droga en el cuerpo. Nadia está de negro, claro, aunque su cara brilla con rastros de mostacilla.

– ¿Y la blusa azul que te regalé? ¿No te gustó?

– Aquí hay que venir de negro.

Alfonso le lanza una mirada escéptica.

– ¿Y me has echado de menos? -le pregunta ella mientras se toma su segundo tequila al seco.

– Algunos días, sí -le responde Alfonso-. ¿Tú?

– Es que he tenido tan poco tiempo.

– ¿Poco tiempo?

– Disculpa, me encontré con alguien. Después seguimos, ¿ya?

Nadia se acerca a una joven extremadamente guapa que luce un apretadísimo traje, también negro; sus piernas, eternas, terminan en tacos muy altos. La tipa está rodeada de hombres que parecen modelos de pasarela.

– Alfonso, te presento a Érica Serrano. Ella trabaja para uno de los representantes artísticos más importantes del país. Conoce a todo el mundo.

– No a todos, a los que importan no más. Hola, encantada. ¿Qué tal? Necesito un trago y una línea, urgente.

– Y Josh Remsen, ¿viene? ¿Sí o no? Dime la exclusiva.

– Canceló. Pero parece que vamos a reemplazarlo por una bomba. Te vas a morir en tres tiempos, galla. Te juro. Oye, éste es Damián y… ¿tú eres?

– Andoni.

– Los conocí a la entrada. Dime si no son bonitos.

Alfonso se aleja de las mujeres y atraviesa la pista. Dos enanos bailan en forma sincopada. El pez espada que cuelga del techo tiene luces en vez de ojos. Un chico con guantes y el pelo rapado baila solo frente a un espejo del siglo pasado.

El segundo sótano tiene una ventana circular que mira sobre el puerto y los barcos. El resto del espacio, sin embargo, es negro y carente de luz. Está construido como un laberinto y posee muchos espejos donde sólo el rojo de los cigarrillos se refleja.

Alfonso está desparramado en un sillón de felpa. En la pista de baile, Nadia mueve sus caderas de una manera tal que, cada dos compases, le roza el paquete al tal Andoni, que danza con los ojos cerrados y las manos abiertas.

Alfonso se levanta, sube una escalera caracol y llega a la barra de los enanos. Érica Serrano le guiña un ojo. Alfonso le pide a un enano un vaso de tequila.

– Grande. On the rocks.

El enano corre al ritmo de la música y vuelve al rato con el vaso. Hay un largo pelo dentro del tequila, pero Alfonso no lo saca. Intenta tomárselo al seco pero no puede. Su cuerpo lo rechaza. Decide calmarse y beberlo a sorbos. Cuando lo termina, inicia el recorrido de vuelta. El humo de los cigarrillos se mezcla con el humo del hielo seco. Érica Serrano le toma una mano.

– Damián anda con unos saques.

– No, gracias.

– Oye, te presento a Matías, otro amigo.

– Disculpa -le dice él tratando de irse.

– ¿Y la Nadia? ¿Ustedes qué onda?

– Ninguna onda. Ya no.

Alfonso vuelve a bajar la escalera oscura. Sus ojos no se acostumbran de inmediato a la total falta de luz. Camina por el laberinto hasta que ve el reflejo de los pantalones amarillos de Andoni. Nadia ve a Alfonso y se acerca a él.

– ¿Bailemos?

– Me voy a ir. Eso quería decirte.

– Cómo te vas a ir. Llegamos juntos.

– Pero nos vamos a ir separados.

– ¿Estás enojado? Ven.

Nadia le toma la mano y lo lleva a un rincón.

– Estás borracha.

– Entre otras cosas.

Nadia le coloca una mano en la nuca y le acerca la cabeza a sus labios. Lo besa en forma profunda y global.

– Quédate.

– Si sólo pudieras hacer eso sin estar borracha, Nadia.

– No es eso, te juro. No es lo que crees -le susurra ella antes de intentar besarlo de nuevo. Alfonso la detiene:

– Siempre pensé que era yo el que tenía miedo, pero eras tú… Eso es. Ahora lo capto. Me tienes miedo a mí… Tienes miedo de que te… Pero ya no tienes nada que… ¿Sabes qué más? Me carga hablar así. No me viene. Me voy. Y pásalo súper bien.

No sólo la lluvia moja

– Don Saúl, tengo que consultarle algo.

– Usa penicilina, es lo mejor.

– Es sobre ese concurso de cuentos.

– Ganaste.

– Casi.

– ¿Como que casi? ¿Sí o no?

– Sí y no.

– Explícate.

– Me llamó el presidente del jurado y me dijo que mi cuento era el mejor y que había sido seleccionado en forma unánime.

– Putas, felicitaciones, Pendejo culeado.

– Pero hay un pero.

– ¿Qué?

– Tengo que alterar mi obra. Encontraron que tenía demasiados garabatos y crudezas.

– ¿Crudezas?

– Eso me dijo: crudezas. Me dijo que el jurado, como un favor a mi persona, me permitía editar el cuento. Si lo hacía, quedaba primero. Si no, primera mención honrosa.

– Eso se llama chantaje.

– Las menciones honrosas no se publican ni se leen. No corren riesgos.

– Y vos le dijiste que le chupara la penca al burro.

– Le dije que lo iba a pensar.

– ¿Cuánto tiempo te dio?

– Veinticuatro horas. Faltan veinte, don Saúl.

– ¿Y el premio? ¿Es mucho?

– Harto. El honor me da lo mismo. Lo da el gobierno. Es la plata.

– ¿Para qué te alcanza?

– Podría comprarme uno de esos computadores personales que están saliendo. Con impresora y todo. Podría viajar. A Buenos Aires, por ejemplo.

– No hay nada más que decir. Saca los garabatos.

– ¿Cómo?

– ¿Eres sordo? Tómate el día y corrige el cuento. Uno puede perfectamente hablar y escribir sin garabatos. Puta que cuesta, pero se puede, huevón.

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