– ¿Y crees que esa gente te va a dar la respuesta?
– ¡No lo sé!
Mi grito retumba en el silencio como un disparo. Kim se queda temblando sobre su silla, la boca tapada con un trapo y los ojos muy abiertos.
Alzo las manos a la altura de mis hombros para calmarme.
– Perdóname… Está claro que esta historia me puede. Pero hay que dejarme hacer lo que quiero. Si me ocurre algo, me lo habré buscado.
– Me tienes preocupada.
– No lo dudo, Kim. A ratos siento vergüenza por comportarme así, pero me niego a calmarme. Y cuanto más se intenta hacerme entrar en razón, menos me apetece hacerlo… ¿Me entiendes?
Kim suelta el trapo a su lado sin contestar. Los labios le tiemblan durante un minuto largo antes de recuperar la palabra. Respira hondo, me mira con dolor y dice:
– Hace tiempo conocí a alguien. Era un chico normal, pero me entró por los ojos nada más verlo. Era amable y dulce. No sé cómo hizo, pero tras un flirteo se convirtió para mí en el centro del universo. Sentía un flechazo cada vez que me sonreía, hasta el punto de que, cuando a veces se le ensombrecía el rostro, necesitaba encender todas las luces en pleno día para ver claro. Lo he amado como pocas veces se ama. A veces, ebria de felicidad, me hacía la terrible pregunta: ¿Y si me dejara? Sentía de inmediato mi alma separarse de mi cuerpo. Sin él no era nada. Hasta que una noche, sin previo aviso, hizo su maleta y salió de mi vida. Durante años, tuve la sensación de ser una piel olvidada tras una muda. Una piel transparente colgada del vacío. Luego pasaron más años y me di cuenta de que seguía estando aquí, de que mi alma no se había largado, y así fue cómo recobré el ánimo…
Agarra mis dedos hasta aplastarlos.
– Lo que quiero decir es muy sencillo, Amín. Por mucho que te esperes lo peor, éste siempre puede sorprenderte. Y si por desgracia ocurre que toquemos fondo, sólo depende de nosotros que nos quedemos hundidos o que salgamos a flote. No hay más que un paso entre el calor y el frío. Lo importante es saber dónde se pisa. Es fácil resbalar. Un paso en falso y caes por el barranco. ¿Pero acaba con eso el mundo? No lo creo. Hay que motivarse para salir adelante.
Fuera se oye el chirrido de un frenazo, luego unos portazos y un ruido de pasos en la noche. Aporrean la puerta y luego llaman. Kim abre. Es el vecino del 38 con la policía. El oficial es un hombre rubio ya entrado en años, delgado y cortés. Lo acompañan tres agentes armados hasta los dientes. Nos pide excusas por molestar y luego nos pide nuestra documentación. Vamos a buscarla a nuestras respectivas habitaciones, seguidos de cerca por los policías.
El oficial inspecciona nuestros documentos de identidad y se detiene en el mío.
– ¿Es usted israelí, señor Jaafari?
– ¿Le supone un problema?
Me mira de arriba abajo, irritado por mi pregunta, nos devuelve los documentos y se dirige a Kim.
– ¿Es usted la hermana de Benjamín Yehuda, señora?
– Así es.
– Hace tiempo que lo conozco. ¿Ha regresado ya de Estados Unidos?
– Está en Tel Aviv, preparando un foro.
– Cierto, se me había olvidado. Me dijeron que hace poco lo operaron; espero que ya se encuentre mejor.
– Señor oficial, mi hermano jamás ha pisado un quirófano.
Asiente con la cabeza, saluda y hace una señal a sus hombres para que lo sigan fuera. Antes de cerrar la puerta, oímos al vecino del 38 comentar que Benjamin jamás le había dicho que tenía una hermana. Nuevos portazos y el coche arranca a la carrera.
– Reina la desconfianza -digo a Kim.
– ¡Ni que lo digas! -contesta volviendo a la mesa.
No pego un ojo en toda la noche. Ya mirando el techo con fijeza como si quisiera agujerearlo, ya fumando un enésimo pitillo, rumio las palabras de Kim hasta la saciedad sin sacarles provecho. Kim no me entiende, y lo peor es que yo tampoco me entiendo mejor. Además, no admito que se me llame la atención. Sólo estoy dispuesto a escuchar todo eso que se me ha colado en la cabeza y me arrastra, a mi pesar, hacia el único túnel que me ofrece una salida.
Muy temprano por la mañana, aprovecho que Kim está durmiendo para salir de puntillas y tomo un taxi hacia Belén. La Gran Mezquita está casi vacía. Un fiel está ordenando libros en unos estantes y no le da tiempo a retenerme. Cruzo a la carrera la sala de oración, levanto la cortina tras el almimbar y me meto en un cuartucho donde un joven vestido con un kamis y con la cabeza cubierta está leyendo el Corán. Está sentado sobre un cojín ante una mesa baja. El fiel corre tras mis pasos y me agarra por el hombro. Lo empujo y me pongo frente al imán, que, indignado por mi intrusión, ruega a su discípulo que me deje. Éste se retira gruñendo. El imán cierra su libro y me mira de frente. Sus ojos arden de cólera.
– Esto no es un corral.
– Lo siento, pero es la única manera de poder acercarse a usted.
– Eso no es motivo.
– Necesito hablar con usted.
– ¿De qué?
– Soy el doctor…
– Ya sé quién es usted. He sido yo quien ha pedido que lo mantengan alejado de la mezquita. No veo qué pretende encontrar en Belén y no creo que su presencia entre nosotros sea una buena idea.
Coloca el Corán sobre un minúsculo atril que tiene a su lado y se levanta. Es bajo y ascético, pero su ser exhala una energía y una determinación inquebrantables.
Sus ojos profundamente negros caen con todo su peso sobre los míos.
– No es bienvenido aquí, doctor Jaafari. Además, no tiene derecho a entrar en este santuario sin abluciones y sin descalzarse -añade limpiándose las comisuras con un dedo-. Si ha perdido la cabeza, conserve al menos una apariencia de educación. Esto es un lugar de culto. Y sabemos que es usted un creyente recalcitrante, casi un renegado, que no sigue el camino de sus antepasados ni se amolda a sus principios, y que lleva mucho tiempo insolidarizado con su Causa al haber elegido otra nacionalidad… ¿Acaso me equivoco?
Ante mi silencio, esboza una mueca de desdén y sentencia:
– Por consiguiente, no veo de qué podemos discutir.
– ¡De mi mujer!
– ¡Ha muerto! -me replica con sequedad.
– Todavía no le he guardado luto.
– Es su problema, doctor.
La aridez de su tono y sus maneras expeditivas me desconciertan. No consigo creer que un hombre presuntamente cercano a Dios pueda estar tan alejado de los hombres y ser tan insensible a su dolor.
– No me gusta su manera de hablarme.
– Hay muchas cosas que a usted no le gustan, doctor, y no creo que eso le dispense de nada. Ignoro quién se ha hecho cargo de su educación, pero lo que es seguro es que no ha sido una buena escuela. Por otro lado, nada le permite adoptar ese tono de indignación ni a sentirse por encima de los demás, ni su éxito social ni la valentía de su esposa que, dicho sea de paso, no contribuye a que le estimemos más. Para mí, no es más que un pobre desgraciado, un miserable huérfano sin fe y sin salvación que, como un sonámbulo, va a la deriva a plena luz del día. Ni aunque caminase sobre el agua quedaría limpio de la afrenta que encarna. Pues el verdadero bastardo no es el que no conoce a su padre, sino el que no conoce sus referencias. De todas las ovejas negras, es la más patética y la que menos se merece que la lloren.
Me mira con descaro, dispuesto a morder:
– Ahora, váyase. Trae usted el mal de ojo a nuestra morada.
– Le prohíbo…
– ¡Fuera!
Tiende el brazo hacia la cortina, cortante como una espada.
– Otra cosa, doctor: entre integrarse y desintegrarse, el margen de maniobra es tan estrecho que el menor tropiezo puede echarlo todo a perder.
– ¡Es usted un iluminado!
– Ilustrado -precisa.
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