Yasmina Khadra - El Atentado

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Tel Aviv, hora punta. Una mujer acciona los explosivos que oculta bajo sus ropas en un restaurante atestado de personas. Las numerosas víctimas empiezan a llegar por oleadas al hospital. El doctor Amín Jaafari, un israelí de origen palestino, se pasa el día intentando salvar lo insalvable. Hasta que de repente el caos y la confusión dejan paso a la sorpresa y la amargura: entre los muertos se halla el cadáver destrozado de su mujer. Y, lo que es peor, todo apunta a que ella es la terrorista suicida. El mundo se derrumba en torno al doctor Amín. De médico modélico pasa a ser un sospechoso para sus compañeros, para sus vecinos y, por supuesto, para la policía. Sumido en un profundo estado de ansiedad, necesita saber qué llevó a una mujer moderna, sin ataduras religiosas, integrada en la vida israelí, a inmolarse en un atroz atentado. Sus preguntas en el entorno familiar le depararán ingratas y peligrosas sorpresas.
En clave de intriga, Yasmina Khadra hace una nueva incursión en el mundo del terrorismo islámico para recordarnos que la barbarie permanece oculta tras la vida civilizada y autocomplaciente que nos hemos inventado en la sociedad moderna. Que vivimos en una ficción teatral frente a la salvaje realidad que subyace entre bambalinas. Pero El atentado no es sólo una reflexión sobre la convivencia entre culturas y pueblos y sobre la incidencia del integrismo. Con su tradicional maestría para el trazo sicológico de los personajes, elaborar diálogos precisos y contundentes, y crear un ambiente emocionante por medio de la tensión narrativa, características elogiadas por el premio Nobel
J. M. Coetzee, Yasmina Khadra hace de El atentado una novela de engaños y desengaños, de ilusiones y decepciones, una intervención quirúrgica en vivo sobre el amor, la incomunicación y las relaciones de pareja en la sociedad actual. Una reflexión, en suma, sobre la vida y la muerte en tiempos difíciles.

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– Su mujer es una mártir. Le estaremos eternamente agradecidos, pero eso no le autoriza a hacer un escándalo de su sacrificio ni a poner en peligro a nadie. Nosotros respetamos su dolor, así que respete usted nuestra lucha.

– Quiero saber…

– Es demasiado pronto, doctor Jaafari -me corta perentoriamente-. Le ruego que regrese a Tel Aviv.

Hace una señal a sus hombres para que se vayan.

Ya solos él y yo, me coge el cuello con ambas manos, se pone de puntillas, me besa vorazmente en la frente y se va sin darse la vuelta.

XI

Kim corre hacia la puerta cuando oye el timbre. Me abre a la carrera, sin preguntar quién es.

– ¡Dios santo! -exclama-. ¿Dónde te has metido?

Se asegura de que estoy entero, de que ni mi ropa ni mi cara llevan señales de violencia, y me enseña sus dedos:

– ¡Bravo! Gracias a ti he vuelto a mi antigua costumbre de comerme las uñas.

– No encontré taxi en Belén y, por miedo a los controles policiales, ningún clandestino se ha ofrecido a llevarme.

– Podías haberme llamado. Habría ido a buscarte.

– No habrías sabido llegar. Belén es un laberinto. Al anochecer hay una especie de toque de queda. No sabía dónde citarte.

– Bueno -dice apartándose para dejarme pasar-, estás entero: algo es algo.

Ha instalado una mesa en la galería y la ha preparado para la cena.

– He hecho algunas compras durante tu ausencia. Espero que no hayas cenado, pues te he preparado un pequeño festín.

– Estoy muerto de hambre.

– Gran noticia -dice.

– He sudado mucho hoy.

– Ya me lo imagino… El cuarto de baño está listo.

Voy a mi habitación en busca de la bolsa de aseo.

Me quedo unos veinte minutos bajo el chorro ardiente de la ducha, las manos apoyadas en la pared, la espalda encorvada y la barbilla pegada al cuello. El chorreo del agua por mi piel me relaja. Siento cómo se me relajan los músculos y el aliento. Kim me alcanza un albornoz tras la cortina. Su excesivo pudor me hace gracia. Me seco en una toalla grande, me froto con fuerza brazos y piernas, me pongo el albornoz demasiado ancho de Benjamin y me dirijo a la galería.

Apenas estamos sentados, llaman a la puerta. Kim y yo nos miramos, intrigados.

– ¿Esperas a alguien? -le pregunto.

– No que yo sepa -contesta yendo hacia la puerta.

Un hombre grande con kipá y camiseta casi empuja a Kim para entrar. Echa una rápida ojeada por encima de su cabeza, me mira y dice:

– Soy el vecino del 38. He visto la luz, así que he venido a ver a Benjamin.

– Benjamin no está aquí -le suelta Kim, irritada por su descaro-. Soy su hermana, la doctora Kim Yehuda.

– ¿Su hermana? Jamás la he visto.

– Pues ya me está viendo.

Asiente con la cabeza y dirige su mirada hacia mí.

– Pues… espero no haberles molestado.

– No se preocupe.

Se lleva un dedo a la sien a modo de saludo y se retira. Kim sale para verlo irse antes de cerrar la puerta.

– Menudo caradura -refunfuña regresando a la mesa.

Nos ponemos a cenar. A nuestro alrededor se acentúan los estridores de la noche. Una enorme falena gira enloquecida alrededor de la bombilla colgada de la fachada de la casa. En el cielo, donde tantos sueños se diluyeron antaño, el creciente de la luna se cubre con una nube. Por encima de la tapia, se pueden ver las luces de Jerusalén, con sus minaretes y el campanario de sus iglesias, hoy descuartizados por ese muro sacrílego, miserable y feo, producto de la inconsistencia de los hombres y de sus recalcitrantes cabronadas. Y sin embargo, a pesar de la afrenta de ese muro de todas las discordias, la desfigurada Jerusalén no se da por vencida. Ahí sigue, atrincherada entre la clemencia de sus llanuras y el rigor del desierto de Judea, bebiendo su supervivencia en las fuentes de sus vocaciones eternas, que se niegan a complacer tanto a los reyes de entonces como a los charlatanes de hoy. Aunque cruelmente afectada por los abusos de unos y el martirio de otros, sigue conservando la fe, esta noche más que nunca. Parece estar rezando entre sus cirios y recuperando todo el vigor de sus profecías ahora que los hombres se disponen a acostarse. El silencio es un remanso de paz. La brisa chirría por entre el follaje, cargada de inciensos y de olores cósmicos. Basta con escuchar atentamente para sentir el pulso de los dioses, tender la mano para recoger su misericordia, mostrar entereza para confundirse con ellos.

Siendo adolescente, amé mucho Jerusalén. Sentía el mismo escalofrío ante la Cúpula de la Roca que al pie del Muro de las Lamentaciones, y no podía permanecer insensible a la quietud que emanaba de la basílica del Santo Sepulcro. Pasaba de un barrio a otro como de una fábula asquenazí a un cuento beduino, con la misma felicidad, y no necesitaba ser objetor de conciencia para renegar de las tesis armamentísticas y las prédicas violentas. Me bastaba con levantar la mirada hacia las fachadas que me rodeaban para oponerme a todo lo que pudiese rasgar su inmutable majestad. Hoy todavía, escindida entre un orgasmo de odalisca y su templanza de santa, Jerusalén tiene sed de ebriedad y de pretendientes y lleva muy mal el escándalo que arman sus retoños mientras espera contra viento y marea que una escampada libere a las mentalidades de su oscuro tormento. A la vez Olimpo y gueto, Egeria y concubina, templo y campo de batalla, sufre de sólo poder servir de inspiración a los poetas para que las pasiones degeneren y, muerta de pena, se desconcha a merced de los humores de unos y otros mientras se desmigajan sus oraciones en la blasfemia de los cañones…

– ¿Qué tal te ha ido? -me interrumpe Kim.

– ¿Qué?

– El día.

Me limpio la boca con una servilleta.

– No esperaban que apareciera -contesto-. Ahora que me tienen encima, no saben qué hacer.

– No me digas… ¿Y en qué consiste tu táctica?

– No tengo ninguna. Al no saber por dónde empezar, me lanzo de cabeza.

Me sirve agua con gas. Le tiembla la mano.

– ¿Crees que van a ceder?

– No tengo la menor idea.

– En tal caso, ¿dónde quieres ir a parar?

– Ellos son los que tienen que decírmelo, Kim. No soy poli ni reportero. Estoy furioso y me consumiría si me cruzara de brazos. Para serte sincero, ni siquiera sé exactamente lo que quiero. Obedezco a algo que llevo dentro de mí y que me va marcando la pauta. Ignoro dónde voy, pero me trae sin cuidado. Lo que sí te aseguro es que me encuentro mejor ahora que he dado una patada al hormiguero. Había que verlos cada vez que se topaban conmigo… ¿Entiendes lo que te quiero decir?

– No del todo, Amín. Tus maniobras no auguran nada bueno. En mi opinión, te equivocas de persona. Lo que necesitas es un psicólogo, no un gurú. Esa gente no tiene por qué rendirte cuentas de nada.

– Han matado a mi mujer.

– Sihem se ha matado, Amín -me dice en voz baja como si temiera despertar mis viejos demonios-. Sabía lo que hacía. Eligió su destino. No es lo mismo.

Las palabras de Kim me exasperan.

Me coge la mano.

– Si no sabes lo que quieres, ¿por qué te empeñas en lanzarte de cabeza? No es la mejor manera. Pongamos que esa gente se digne hablar contigo, ¿qué piensas sonsacarles? Te dirán que tu mujer murió por una causa justa y te propondrán que hagas lo mismo. Esa gente ha renunciado a nuestro mundo, Amín. Recuerda lo que dijo Naveed: son mártires en lista de espera, están aguardando que les den luz verde para convertirse en humo. Te aseguro que te equivocas. Volvamos a casa y dejemos que trabaje la policía.

Retiro mi mano de la suya.

– Ignoro lo que me está ocurriendo, Kim. Me encuentro perfectamente lúcido, pero siento una tremenda necesidad de hacerlo a mi manera. Siento que sólo podré guardarle el luto a mi mujer tras haber mirado de frente al cerdo que le lavó el cerebro. Me importa poco saber lo que vaya a soltarle o escupirle a la cara. Sólo quiero ver su cara, comprender qué tiene que yo no tenga… Cuesta explicarlo, Kim. Se agolpan tantas cosas en mi mente… A veces me echo toda la culpa; otras, Sihem me parece la más odiosa de todas las mujeres. Necesito saber cuál de los dos ha fallado al otro.

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