De pie en medio de la pista, lo veo atónito alejarse.
Me siento sobre una roca y espero que pase un vehículo. Al no aparecer nadie, me levanto y sigo a pie hasta que un carretero me alcanza unos kilómetros más adelante.
Yaser vacila al verme en el umbral del molino, donde dos adolescentes andan atareados en torno a una prensa y vigilan los espesos chorros de aceite de oliva que caen dentro de la cuba.
– ¡Vaya por Dios! -dice mientras nos abrazamos con fuerza-. Nuestro cirujano en persona. ¿Por qué no has avisado de tu llegada? Habría mandado a alguien a recogerte.
Su fingido entusiasmo no consigue ocultar su apuro.
Mira su reloj, se vuelve hacia los adolescentes y les grita que tiene que irse y que cuenta con ellos para acabar el trabajo. Luego me agarra por el brazo y me lleva hacia una vieja camioneta aparcada bajo un árbol, al pie del cerro.
– Vayamos a casa. Leila estará encantada de volver a verte… A menos que ya la hayas visto.
– Yaser, no demos vueltas al tema. No tengo ni tiempo ni ganas. He venido por un motivo muy claro -le suelto bruscamente para intentar acorralarlo-. Sé que Sihem estuvo en tu casa, en Belén, la víspera del atentado.
– ¿Quién te lo ha dicho? -se descompone a la vez que mira con temor hacia el molino.
Miento extrayendo la carta del bolsillo de mi camisa.
– Sihem me lo dijo aquel día.
Un espasmo le sacude la nuez. Traga saliva antes de farfullar:
– No se quedó mucho tiempo. El justo para pasar a saludarnos. Como Leila estaba en casa de nuestra hija, en En Kerem, ni siquiera quiso tomarse un vaso de té y se fue al cabo de un cuarto de hora. No estaba en Belén por nosotros. Aquel viernes se esperaba al jeque Marwan en la Gran Mezquita. Tu mujer quería que la bendijera. Lo comprendimos todo cuando vimos su foto en la prensa.
Me agarra por los hombros a la manera de los combatientes y me confiesa:
– Estamos muy orgullosos de ella.
Sé que me lo dice para complacerme, o quizá para ablandarme. Yaser es muy impresionable. El menor contratiempo lo perturba.
– ¿Orgullosos de haberla mandado al matadero?
– ¿Al matadero?… -se sobresalta como si acabara de recibir un picotazo.
– O al hoyo, como prefieras…
– No me gustan esas expresiones.
– De acuerdo. Te vuelvo a formular la pregunta: ¿Cómo se puede estar orgulloso cuando se envía a morir a la gente para que otra viva libre y feliz?
Levanta las manos a la altura del pecho para rogarme que baje el tono, por la cercana presencia de los dos adolescentes, y me hace una señal para que lo siga tras la camioneta. Camina febrilmente y dando tropiezos.
Lo acoso:
– Y además, ¿por qué?
– ¿Por qué qué?
Su miedo, su miseria, su ropa mugrienta, su rostro mal afeitado y sus ojos legañosos van aumentando mi cólera, una cólera brutal. Vibro de pies a cabeza.
– ¿Por qué? -refunfuño, vejado por mis propias palabras-. ¿Por qué sacrificar a unos para hacer felices a otros? Normalmente, son los mejores, los más valientes, quienes eligen dar su vida para salvar a quienes se esconden en su agujero. ¿Entonces por qué alentar el sacrificio de los justos y permitir que los menos justos les sobrevivan? ¿No te parece que esto es echar a perder la especie humana? ¿Qué va a quedar de ella, dentro de unas cuantas generaciones, si son siempre los mejores los que tienen que sucumbir para que los cobardes, los farsantes, los charlatanes y los cabrones sigan proliferando como ratas?
– ¡Amín, ahí ya no te entiendo! Las cosas han ocurrido siempre así desde la noche de los tiempos. Unos mueren para salvar a otros. ¿No crees en la salvación de los demás?
– No cuando condena la mía. Y habéis jodido mi vida, destrozado mi hogar, echado a perder mi carrera y convertido en polvo todo lo que he levantado piedra a piedra con el sudor de mi frente. De la noche a la mañana, mis sueños se han venido abajo como un castillo de naipes. Todo lo que tenía al alcance de la mano se ha evaporado… convertido en aire… Lo he perdido todo a cambio de nada. ¿Acaso habéis pensado en mi pena mientras saltabais de alegría al enteraros de que el ser que más quería en el mundo había volado un restaurante tan repleto de niños como ella de dinamita? ¿Y tú pretendes que me considere el más feliz de los hombres porque mi esposa es una heroína, porque ha sacrificado su vida, su bienestar, mi amor sin siquiera consultarme ni prepararme para lo peor? ¿Y cómo quedaba yo al negarme a admitir lo que todo el mundo sabía? ¡Como un cornudo! Un miserable cornudo, ridículo hasta la punta de los dedos, cuya mujer lo engañaba mientras pringaba como un cabrito para darle una vida de opulencia. ¡Así es como quedaba yo!
– Creo que te estás equivocando de interlocutor. Yo no tengo nada que ver con esta historia. No estaba al tanto de las intenciones de Sihem. Jamás se me ocurrió pensar que fuera capaz de algo así.
– Me has dicho que estabas orgulloso de ella.
– ¿Y qué quieres que te diga? Ignoraba que no estuvieses al tanto.
– ¿Crees que la habría animado a montar semejante numerito si hubiese atisbado el menor indicio de sus intenciones?
– Me siento realmente confuso, Amín. Perdóname si he…, si he…; bueno, ya no entiendo nada. No sé qué decir…
– En tal caso, cállate. Así al menos no dirás tonterías.
Yaser me da pena. Desamparado, con el cuello hundido en su asquerosa chaqueta como si el cielo le fuera a caer sobre la cabeza, finge estar concentrado en la calzada para no tener que afrontar mi mirada. Está claro que ando desencaminado. Yaser no es un tipo con quien se pueda contar en caso de percance, ni menos aún que se pueda asociar a los preparativos de una matanza. Con sesenta años cumplidos, no es más que un guiñapo con los ojos carcomidos y la boca deshecha, capaz de morírseme entre las manos con sólo ponerle cara de enfado. Si dice que no sabe nada del atentado, es que no sabe. Yaser jamás se arriesga. No recuerdo haberlo visto protestar o remangarse para darse de hostias con alguien. Se le da mucho mejor esconderse en su cascarón y esperar que las cosas se vayan arreglando antes que manifestar la menor protesta. Su pavor atávico a la policía y su sumisión ciega a la autoridad del Estado lo han convertido en la mínima expresión de la supervivencia, esto es, pringar como un condenado para llegar a fin de mes y tomarse cada trozo de pan haciéndole un corte de manga a la mala suerte. Y, viéndolo así encogido sobre el volante, con el cuello agarrotado y la cabeza gacha, de entrada culpable por haberse cruzado en mi camino, me doy cuenta claramente de la insensatez de mi empresa. ¿Pero cómo apagar esta brasa que me está perforando las tripas? ¿Cómo mirarme al espejo sin taparme la cara, con el amor propio por los suelos y esa duda que, a pesar de la evidencia, sigue burlándose de mi pena? Desde que el capitán Moshe me entregó a mi propia suerte, no puedo cerrar los ojos sin toparme con la sonrisa de Sihem. Era tan tierna y tan solícita, y parecía no beber sino en la fuente de mis labios cuando, abrazándola por la cintura, de pie en nuestro jardín, le contaba el porvenir que nos esperaba, los proyectos que tenía para ella… Todavía siento sus dedos apretando los míos con un entusiasmo y una convicción aparentemente indefectibles. Estaba obsesionada con un futuro prometedor y tomaba el relevo cada vez que mi entusiasmo flaqueaba. Éramos tan felices y confiábamos tanto el uno en el otro… Un embrujo ha eclipsado el monumento que estaba construyendo a su alrededor, como si fuese un castillo de arena bajo una ola. ¿Cómo seguir creyendo tras haber apostado la totalidad de mis certidumbres por un juramento tradicionalmente sagrado y que ha resultado ser menos fiable que la promesa de un sacamuelas? He venido a Belén a provocar al diablo porque no tengo respuesta, y lo he hecho en plan suicida porque estoy inconsolable y desnudo.
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