Ezra Benhaím ha venido a visitarme a casa de Kim. No hemos hablado de mi hipotética vuelta al trabajo ni de Ilan Ros. Ezra quería saber cómo estaba y si me iba reponiendo. Me ha llevado a un restaurante para demostrarme que no le importa que lo vean conmigo. Su sinceridad resulta patética. Insistí en pagar. Después de la cena, como Kim tenía guardia, fuimos a una cervecería y nos emborrachamos como dos dioses juergueándose tras haber agotado sus anatemas.
– Tengo que ir a Belén.
Se detiene el ruido de vajilla procedente de la cocina. Kim tarda unos segundos en sacar la cabeza tras la puerta. Me mira con una ceja por encima de la otra.
Aplasto mi pitillo en el cenicero y me dispongo a encender otro.
Kim se limpia las manos en un trapo colgado a la pared y viene junto a mí.
– ¿Estás de broma?
– ¿Te parece que estoy de broma, Kim?
Se sobresalta ligeramente.
– Claro que estás de broma. ¿Qué vas a hacer en Belén?
– Sihem me mandó la carta desde allí.
– ¿Y qué?
– Pues que quiero saber lo que hacía allí cuando yo la creía en casa de su abuela en Kafr Kanna.
Kim se deja caer sobre la silla de mimbre que tengo enfrente, irritada por mis ocurrencias. Respira hondo, como para contener su despecho, se tritura los labios en busca de palabras, no las encuentra y se coge las sienes con dos dedos.
– Estás desvariando, Amín. Ignoro lo que te traes entre manos, pero ahí te estás pasando. No se te ha perdido nada en Belén.
– Tengo allí una hermana de leche. Seguro que Sihem se refugió en su casa para cumplir su insensata misión. El matasellos es del viernes 27, o sea, el día anterior al drama. Quiero saber quién ha adoctrinado a mi mujer, quién la ha cargado de explosivos y enviado al matadero. No tengo la menor intención de quedarme de brazos cruzados y de pasar una página que no he asimilado.
Kim está a punto de arrancarse los pelos.
– ¿Te das cuenta de lo que estás diciendo? Te recuerdo que se trata de terroristas. Esa gente no se anda con chiquitas. Eres un cirujano, no un madero. Eso es asunto de la policía. Dispone de medios apropiados y de personal cualificado para llevar a cabo esas investigaciones. Si quieres saber lo que le ha ocurrido a tu mujer, habla con Naveed y cuéntale lo de la carta.
– Es un asunto personal.
– ¡Y una leche! Han muerto diecisiete personas y hay decenas de heridos. Éste no es para nada un asunto personal. Se trata de un atentado suicida, y su tratamiento compete exclusivamente a la policía. En mi opinión, estás disparatando, Amín. Si de verdad quieres ser útil, entrega la carta a Naveed. Puede que sea el cabo que la policía está esperando para poner en marcha su maquinaria.
– ¡Ni hablar! No quiero que nadie se meta en mis asuntos. Quiero ir a Belén, y solo. No necesito a nadie. Conozco a gente allí. Acabaré provocando indiscreciones y obligando a algunos a soltar prenda.
– ¿Y luego?
– ¿Luego qué?
– Supongamos que consigues que algunos suelten prenda; ¿cuál es el plan, echarles una bronca o reclamarles daños y perjuicios? Por favor, seamos serios. Detrás de Sihem tiene que haber una red, una logística y todo un entramado. Nadie se hace volar en un espacio público por una cabezonada. Eso es el desenlace de un prolongado lavado de cerebro, de una minuciosa preparación psicológica y material. Antes de actuar se toman enormes medidas de seguridad. Los cabecillas necesitan proteger su base y despistar. Sólo eligen a su kamikaze cuando están absolutamente seguros de su determinación y fiabilidad. Ahora, imagínate apareciendo en su vida y husmeando alrededor de sus guaridas. ¿Crees que van a estar esperando tranquilamente que llegues hasta ellos? Te liquidarán tan pronto que ni siquiera te dará tiempo de comprender lo estúpida que era tu iniciativa. Te juro que me aterra imaginarte rondando ese nido de víboras.
Me agarra las manos y me hace daño en la muñeca.
– No es una buena idea, Amín.
– Quizá, pero no pienso en otra cosa desde que recibí la carta.
– Lo entiendo, pero eso no es para ti.
– No te molestes, Kim. Sabes lo testarudo que soy.
Alza los brazos para rebajar la tensión.
– Bueno… Dejemos el debate para esta noche. Espero que para entonces hayas recuperado el juicio.
Me invita a cenar en un restaurante de la playa. Cenamos en la terraza, con el rostro azotado por la brisa. El mar está algo revuelto y su rumor tiene algo de sentencioso. Kim intuye que no me hará cambiar de opinión. Picotea de su plato como un pajarillo cansado.
El lugar es agradable. Lo lleva un emigrante francés y está decorado a la buena de Dios, con larguísimos ventanales, sillas acolchadas de cuero burdeos y mesas con salvamanteles bordados. Un imponente cirio se consume dentro de una gran copa de cristal. No hay mucha gente, pero las parejas parecen clientela habitual. Sus gestos son refinados y hablan en voz baja. El anfitrión es un hombrecillo endeble y vivo, vestido de punta en blanco y exquisitamente cortés. Él mismo nos ha recomendado el primer plato y el vino. Seguro que Kim tuvo algún motivo para traerme a este restaurante, pero parece que se le ha olvidado.
– Cualquiera diría que te divierte jugar con mi nivel de glucemia -suspira soltando su servilleta como quien arroja la toalla.
– Ponte en mi lugar, Kim. No se trata sólo del acto de Sihem. También estoy yo. Si mi mujer se ha matado, eso demuestra que no he sabido inculcarle el amor a la vida. Seguro que parte de la responsabilidad es mía.
Intenta protestar; levanto la mano para rogarle que no me interrumpa.
– Es la verdad, Kim. Cuando el río suena, agua lleva. Por supuesto que es culpa suya, pero endosársela no me aliviará la conciencia.
– No tienes ninguna culpa.
– Sí. Era su marido, y mi deber era cuidarla y protegerla. Seguro que intentó llamar mi atención sobre el mar de fondo que amenazaba con arrastrarla. Me juego lo que sea a que intentó hacerme una señal. ¿Dónde estaba yo, por Dios, cuando quiso salir de todo esto?
– ¿Cómo sabes que intentó salir de todo esto?
– ¡Pues claro! Nadie busca su perdición como quien va a una fiesta. Inevitablemente, cuando se está a punto de dar el paso, la duda se apodera de uno. Y ése es el instante que no he sabido descubrir. Probablemente, Sihem estaba deseando que la despertara, pero yo estaba pensando en otras cosas, y eso no me lo perdonaré jamás.
Enciendo rápidamente un pitillo.
– No me hace ninguna gracia preocuparte -le digo tras un largo silencio-. He perdido afición a las bromas. Desde aquella maldita carta no dejo de pensar en esa señal que no supe descodificar a tiempo y que aún hoy sigue siendo un misterio. Quiero encontrarla, ¿me entiendes? Es necesario. No tengo elección. Desde aquella carta no paro de remover los recuerdos para encontrarla. Ya esté durmiendo o despierto, no pienso en otra cosa. He pasado revista a los momentos más fuertes, a las palabras más ambiguas, a los gestos más imprecisos, y nada. Y esa nada me vuelve loco. No puedes imaginarte hasta qué punto me tortura, Kim. No puedo seguir así, persiguiéndola y a la vez padeciéndola…
Kim no sabe qué hacer con sus pequeñas manos.
– Quizá no necesitara hacerte una señal.
– Imposible. Ella me quería. No podía ignorarme hasta el punto de no comunicarme nada.
– No dependía de ella. No era la misma mujer, Amín. No podía permitirse un error. Hacerte partícipe de su secreto habría ofendido a los dioses y puesto en peligro su compromiso. Esto es como una secta, no puede filtrarse nada. Ese imperativo es la clave de la salvación de la cofradía.
– Sí, pero era asunto de muerte, Kim. Sihem tenía que morir. Era consciente de lo que eso significaba para ella y para mí. Era demasiado digna para escaquearse de una manera tan falsa. Me hizo una señal, no tengo la menor duda.
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