Los tres contemplamos en un silencio absoluto el horizonte abrasado por la aurora, seguros de que tampoco el día que amanece, como los anteriores, sabrá aportar suficiente luz al corazón de los hombres.
Finalmente, ha sido Kim quien ha recogido mi coche del aparcamiento del hospital. Según las últimas noticias, allí soy persona non grata. Ilan Ros ha conseguido disponer en mi contra a la mayoría del personal sanitario. Entre los signatarios de las peticiones que se oponen a mi regreso, algunos han llegado a pedir que se me retire la nacionalidad israelí.
La actitud de Ilan Ros no me sorprende demasiado. Perdió hace unos diez años a su hermano menor, sargento en un puesto fronterizo, en una emboscada en el sur de Líbano. Jamás lo ha superado. Aunque nos vemos de cuando en cuando, no se permite olvidar de dónde procedo y lo que soy. Para él, a pesar de mi competencia como cirujano y mi capacidad para relacionarme tanto a nivel profesional como privado, sigo siendo el árabe, o sea, el moro de turno y, en menor grado, el enemigo potencial. Al principio sospeché que flirteaba con algún movimiento segregacionista. Estaba equivocado. Sólo envidiaba mi éxito. Yo no se lo tenía en cuenta, pero no por ello se sosegó. Cuando las alabanzas de que eran objeto mis trabajos lo sacaban de quicio, atribuía sin más mi éxito a esa demagogia a favor de la integración de la que yo no era sino el más cumplido ejemplo. El atentado suicida de Haqirya le vino de perlas para legitimar las arremetidas de sus viejos demonios.
– Ahora resulta que hablas solo -me sorprende Kim.
Me admira su espléndida apariencia. Parece un hada surgiendo de una fuente de juventud, con su melena negra cayéndole sobre los hombros y sus ojazos pintados con lápiz negro. Lleva un impecable pantalón blanco y una camisa tan ligera que se amolda a la perfección a la voluptuosa ondulación de sus pechos. Tiene la cara descansada y la sonrisa radiante. Por fin me fijo en ella tras tantas noches y días compartidos en un estado semicomatoso. Hasta ayer no era sino una sombra que gravitaba alrededor de mis interrogantes. Me siento incapaz de recordar cómo iba vestida, si estaba maquillada, si llevaba el pelo suelto o recogido en un moño.
– Nunca se está completamente solo, Kim.
Adelanta una silla hacia mí y se sienta a horcajadas. Su perfume casi me embriaga. Veo cómo se le ponen blancos los nudillos de sus manos transparentes al apretarlas sobre el respaldo. Sus labios titubeantes se estremecen al preguntarme:
– Dime, pues, con quién hablabas.
– No hablaba, reflexionaba en voz alta.
La serenidad de mi tono la envalentona. Se echa hacia adelante para mirarme de cerca y me murmura en tono de complicidad:
– En cualquier caso, parecías estar bien acompañado. Tu tristeza te embellecía.
– Seguro que se trataba de mi padre. Últimamente pienso bastante en él.
Sus manos acuden a reconfortar las mías. Nuestras miradas se cruzan pero se apartan enseguida por temor a descubrir en ellas fulgores que las desazonarían.
– ¿Cómo va tu muñeca? -me pregunta para ahuyentar el repentino malestar que irrumpe entre nosotros.
– Me impide dormir. Es como si tuviera una piedra clavada en la palma de la mano, y tengo hormigueos en las articulaciones.
Kim roza el vendaje que cubre mi mano y me sacude los dedos con ternura.
– Creo que deberíamos regresar a la enfermería para aclarar el tema. La primera radiografía era mala. Quizá tengas una fractura.
– He intentado conducir esta mañana y he tenido problemas con el volante.
– ¿Dónde querías ir? -pregunta desconcertada.
– Ni idea.
Se levanta frunciendo el ceño.
– Será mejor que echemos una ojeada a esa muñeca.
Me lleva al ambulatorio en su coche. No abre la boca durante el trayecto, seguramente intentando adivinar dónde pretendía ir esta mañana al agarrar el volante. Quizá se esté preguntando si no está consiguiendo agobiarme con tanta sobreprotección.
Me muero de ganas de poner mi mano sobre la suya para darle a entender la suerte que tengo de tenerla a mi lado, pero no encuentro fuerzas para realizar ese gesto. Temo propasarme, que las palabras no ayuden, que una torpeza eche a perder la decencia de mis intenciones: creo que estoy perdiendo confianza en mí mismo.
Me atiende una enfermera gorda. De entrada, le preocupa mi mal aspecto y me recomienda en tono perentorio que mejore mi dieta y dé prioridad a los filetes a la plancha y a las ensaladas de verdura pues -me susurra al oído- parezco un huelguista de hambre. El médico examina mi primera radiografía, dice que se puede leer perfectamente y remolonea antes de consentir que se me haga otra. La nueva confirma el diagnóstico anterior, ni fractura ni fisura, sólo un enorme traumatismo en la base del índice y otro menor a la altura de la muñeca. Me prescribe una pomada, antiinflamatorios y pastillas para dormir y me manda de vuelta con la primera enfermera.
A la salida del consultorio, veo a Naveed Ronnen. Nos espera en el aparcamiento dentro de su coche, el pie apoyado contra la puerta abierta y las manos detrás de la nuca, mirando fijamente el extremo de una farola.
– ¿Me anda siguiendo o qué? -suelto sorprendido al encontrármelo allí.
– No digas tonterías -me reprende Kim, indignada-. Me ha llamado al móvil para saber de ti y yo le he pedido que venga aquí.
Me doy cuenta de mi enorme zafiedad pero no pido excusas.
– No consientas que la pena eche a perder tus buenos modales, Amín.
– ¿De qué hablas? -le pregunto exacerbado.
– No sirve de nada ponerse desagradable -me replica sosteniéndome la mirada.
Naveed baja del coche. Viste un chándal con los colores del equipo nacional de fútbol, zapatillas de deporte nuevas y una boina negra echada hacia atrás. La tripa le llega a las rodillas, enorme y fofa, casi grotesca. Las inacabables sesiones de aeróbic y gimnasia, que se impone con rigor religioso, no parecen suficientes para contener su cada vez más embarazosa gordura. Naveed no se siente orgulloso de sus hechuras de oso gruñón, que ponen a dura prueba los centímetros que le faltan a la pierna y le desbaratan sus andares a la vez que comprometen la seriedad y autoridad que pretende encarnar.
– Estaba haciendo footing por el barrio -se justifica.
– No está prohibido -le replico.
Percibo de inmediato la agresividad y la impertinencia de mis alusiones pero, curiosamente, no lo lamento para nada. Casi diría que experimento un placer oscuro como la sombra que me está velando el alma. No soy aficionado a la maldad gratuita, pero tampoco veo cómo contenerla.
Kim me pellizca bajo el brazo, un gesto que no escapa a Naveed.
– Bueno -gruñe, profundamente decepcionado-, si molesto…
– ¿Por qué dices eso? -intento arreglarlo.
Me fulmina con la mirada hasta que se le contraen los músculos de la cara. Mi pregunta afecta a su susceptibilidad más que mis alusiones. Vuelve sobre sus pasos, se planta delante de mí y me mira fijamente para impedir que desvíe la mirada. Está muy enfadado.
– ¿A mí me lo preguntas, Amín? -pregunta irritado-. ¿Soy yo quien te evito o tú quien te largas cada vez que hueles mi presencia? ¿Qué pasa? ¿He metido la pata contigo sin darme cuenta o eres tú el que se está pasando?
– Ni mucho menos. Me alegro de verte…
Arquea las cejas.
– Qué raro, no es eso lo que leo en tu mirada.
– Sin embargo, es la verdad.
– ¿Y si fuéramos a tomar algo? -nos sugiere Kim-. Yo invito y tú eliges el lugar, Naveed.
Naveed consiente en perdonarme mi grosería, pero sigue apenado. Respira hondo, mira por encima de su hombro para pensárselo y nos propone ir a Casa Zion, un bar pequeño y tranquilo cercano al dispensario donde ponen las mejores tapas de la zona.
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