Yasmina Khadra - El Atentado

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Tel Aviv, hora punta. Una mujer acciona los explosivos que oculta bajo sus ropas en un restaurante atestado de personas. Las numerosas víctimas empiezan a llegar por oleadas al hospital. El doctor Amín Jaafari, un israelí de origen palestino, se pasa el día intentando salvar lo insalvable. Hasta que de repente el caos y la confusión dejan paso a la sorpresa y la amargura: entre los muertos se halla el cadáver destrozado de su mujer. Y, lo que es peor, todo apunta a que ella es la terrorista suicida. El mundo se derrumba en torno al doctor Amín. De médico modélico pasa a ser un sospechoso para sus compañeros, para sus vecinos y, por supuesto, para la policía. Sumido en un profundo estado de ansiedad, necesita saber qué llevó a una mujer moderna, sin ataduras religiosas, integrada en la vida israelí, a inmolarse en un atroz atentado. Sus preguntas en el entorno familiar le depararán ingratas y peligrosas sorpresas.
En clave de intriga, Yasmina Khadra hace una nueva incursión en el mundo del terrorismo islámico para recordarnos que la barbarie permanece oculta tras la vida civilizada y autocomplaciente que nos hemos inventado en la sociedad moderna. Que vivimos en una ficción teatral frente a la salvaje realidad que subyace entre bambalinas. Pero El atentado no es sólo una reflexión sobre la convivencia entre culturas y pueblos y sobre la incidencia del integrismo. Con su tradicional maestría para el trazo sicológico de los personajes, elaborar diálogos precisos y contundentes, y crear un ambiente emocionante por medio de la tensión narrativa, características elogiadas por el premio Nobel
J. M. Coetzee, Yasmina Khadra hace de El atentado una novela de engaños y desengaños, de ilusiones y decepciones, una intervención quirúrgica en vivo sobre el amor, la incomunicación y las relaciones de pareja en la sociedad actual. Una reflexión, en suma, sobre la vida y la muerte en tiempos difíciles.

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XII

Kim tenía razón; debí entregar la carta a Naveed; le habría sacado más partido que yo. Tampoco estaba equivocada cuando me puso en guardia contra mí mismo, pues yo era lo más inverosímil de todo esto. He tardado en darme cuenta. He tenido la inmensa suerte de haber salido entero de ésta; desde luego, con el rabo entre las piernas, y no del todo indemne, pero al menos de pie. El recuerdo de este fracaso, tenaz como la mala conciencia y cruel como una broma de mal gusto, me va a perseguir durante mucho tiempo. ¿Qué he conseguido, a fin de cuentas? Me he limitado a darle vueltas a una ilusión, como una polilla alrededor de un cabo de vela, más obsesionada por las tentaciones de su curiosidad que fascinada por la mortal luz del cirio. La trampilla que estaba empeñado en abrir no me ha entregado ninguno de sus secretos, pero me ha echado a la cara su hedor a humedad y sus telarañas.

Ya no necesito ir más allá.

Ahora que he visto con mis propios ojos cómo son los caudillos y los hacedores de mártires, mis demonios han aflojado su presa. Ya he dado bastante la nota: regreso a Tel Aviv.

Kim se siente aliviada. Conduce en silencio, con las manos agarradas al volante como para asegurarse de que no está alucinando, de que me trae de veras de vuelta a casa. Desde esta mañana, evita abrir la boca por temor a meter la pata y verme cambiar otra vez de opinión. Se levantó antes del amanecer y lo empaquetó todo en silencio para despertarme cuando casi todas nuestras cosas estuviesen dentro del coche y la casa limpia.

Salimos de los barrios judíos con las anteojeras puestas. Nada de mirar a diestra y siniestra, ni de entretenerse con nada; cualquier descuido lo puede echar todo a perder. Kim sólo tiene ojos para la calzada que discurre ante ella, derecha hacia la salida. Ya libre de la angustia de la noche, el día se anuncia radiante. Un cielo inmaculado se despereza lentamente, aún adormilado tras un merecido sueño. A la ciudad parece costarle saltar de la cama. Algunos madrugadores emergen de las penumbras, furtivos, con los ojos entumecidos por los sueños abortados. Rozan las paredes como sombras chinescas. Suena algún ruido aquí y allá, una cortina metálica que alguien levanta, un coche que arranca. Un autocar renquea ruidosamente al llegar a su estación. En Jerusalén, la gente, por superstición, se muestra muy prudente por la mañana: se cree que lo primero que se hace y dice al levantarse determina el resto del día.

Kim aprovecha la fluidez del tráfico para conducir muy velozmente. No se da cuenta de lo nerviosa que está. Parece que quiere correr más rápido que mis cambios de humor, que teme que me dé la ventolera y decida regresar a Belén.

Sólo se relaja cuando las últimas casas de la ciudad desaparecen por el retrovisor.

– No tenemos prisa -le digo.

Retira el pie del pedal del acelerador como si cayera en la cuenta de que estaba pisando la cola de una serpiente. Lo que más le asusta es el tono abatido de mi voz. Me siento tan cansado y miserable… ¿Qué fui a buscar a Belén? ¿Un trozo de mentira para recomponer la escasa imagen que me queda? ¿Una gota de dignidad cuando todo me sale mal? ¿Exhibir mi cólera en público para que todos sepan cuánto aborrezco a esos miserables que han reventado mi sueño como si fuera un absceso?… Pongamos que la gente estuviera muy pendiente de mi pena y mi repugnancia, que se apartara para dejarme pasar y agacharan la cabeza ante mi mirada… ¿Qué ganaría con ello? ¿Qué llaga cauterizar, qué fractura recomponer?… En el fondo, ni siquiera estoy seguro de querer seguir el rastro de mi infortunio hasta la raíz. Cierto, no rehúyo la pelea, ¿pero cómo batirse en duelo con fantasmas? Es más que evidente que no doy la talla. No sé nada de los gurús ni de sus esbirros. Durante toda mi vida he dado pertinazmente la espalda a las diatribas de unos y a las actuaciones de otros, aferrándome a mis ambiciones como un jinete a su caballo. He renunciado a mi tribu, he aceptado separarme de mi madre, he hecho mil concesiones para poder dedicarme en exclusiva a mi carrera de cirujano. No tenía tiempo de interesarme por los traumas que socavan las llamadas a la reconciliación de dos pueblos elegidos que han optado por convertir la tierra bendecida por Dios en un campo de horror y de ira. No recuerdo haber aplaudido el combate de unos o condenado el de los otros, pues la actitud de ambos me parecía poco razonable y lastimosa. Jamás me he sentido implicado, de un modo u otro, en el conflicto sangriento que, en realidad, no hace sino oponer, sin salir de casa, a víctimas y chivos expiatorios de una Historia canallesca siempre dispuesta a renovarse. He visto tanta hostilidad despreciable que la única manera de no parecerme a los que la practicaban era no ejercerla a mi vez. Entre poner la otra mejilla o devolver los golpes, he elegido aliviar a pacientes. Ejerzo el oficio más noble de todos, y por nada en el mundo quisiera comprometer el orgullo que me produce. Mi presencia en Belén sólo habrá sido una huida hacia adelante; y mi pseudovalentía, una diversión. ¿Quién soy yo para pensar que puedo triunfar allí donde los servicios más competentes se estrellan a diario? Tengo frente a mí una organización perfectamente engrasada, con un rodaje de años en cábalas y acciones militares, y que trae con la lengua fuera a los mejores sabuesos de las policías secretas. No tengo, para oponerme a ellos, más que mis frustraciones de esposo engañado, un furor comatoso de nulo efecto. Y en ese duelo no hay sitio para suspiros, ni menos aún para enternecimientos. Aquí sólo tienen voz y voto los cañones, los cinturones explosivos y los golpes bajos, y pobre del ventrílocuo cuya marioneta enmudezca sin previo aviso. Esto es un duelo sin piedad y sin reglas en el que las vacilaciones son fatales y los errores irreparables, en que el fin genera sus propios medios y la salvación está fuera de concurso, sobrepasada por el vértigo revanchista y las muertes espectaculares. Pero resulta que siempre me han producido un indecible horror los carros de combate y las bombas, a los que considero la forma más acabada de maldad humana. No tengo nada que ver con el entorno que he profanado en Belén; no conozco sus ritos, ignoro sus exigencias y no me creo en condiciones de familiarizarme con él. Odio las guerras y las revoluciones, y todas esas historias de violencia redentora que giran sobre su eje como tuercas en infinitos tornillos, arrastrando a generaciones enteras a los mismos mortíferos absurdos sin que jamás les falle el mecanismo. Soy cirujano; creo que ya hay bastante dolor en nuestras carnes para que gente física y mentalmente sana reclame más cada dos por tres.

– Déjame en mi casa -pido a Kim cuando veo centellear a lo lejos los edificios altos de Tel Aviv.

– ¿Tienes cosas que recoger de casa?

– No, quiero instalarme en mi casa.

– Es demasiado pronto.

– Es mi casa, Kim. Antes o después tendré que regresar.

Kim se percata de su metedura de pata. Se aparta un mechón de pelo con irritación.

– No quería decir eso, Amín.

– Lo digo sin maldad.

Sigue adelante unos cuantos cientos de metros mordisqueándose los labios.

– ¿Sigue estando ahí esa maldita señal que no supiste captar, verdad?

No le contesto.

Un tractor renquea por el flanco de una colina. El chico que lo conduce debe agarrarse al volante para no caer descabalgado. Dos perros pelirrojos lo escoltan de cada lado del vehículo, uno olisqueando el suelo y el otro distraído. Una casita carcomida surge tras un seto antes de ser súbitamente escamoteada por un grupo de árboles con la agilidad de un prestidigitador. Y, nuevamente, los campos inician su cabalgada a toda carrera por la llanura. Hace un tiempo espléndido.

Kim espera a haber adelantado un convoy militar para volver a la carga:

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