Qasim se aclara la garganta en la calle. Es su forma de anunciarse. Esta mañana, su carraspera tiene un toque monstruoso. Se oyen ruidos de chatarra y, luego, de personas que descienden de un vehículo. Se mueven sombras por el suelo, en el que rebota una luz violenta. Dos milicianas entran en el edificio sumido en una oscuridad malsana, helada y húmeda pese a la naciente y achicharradora bocanada del día. Pasan por delante del carcelero, sin decir palabra, con aspecto marcial, y se dirigen a la celda del fondo. Aparece a continuación Qasim. El vano de la puerta enmarca sus anchuras de coloso, aumentando la penumbra. Mueve la cabeza de derecha a izquierda, con los brazos en jarras; se acerca con exageradas contorsiones, haciendo como que inspecciona una grieta del techo.
– Levanta la cabeza, guerrero. Se te va a atascar la nuca y, luego, no podrás ya nunca mirarte al espejo como es debido.
Atiq asiente, pero no obedece.
Vuelven las milicianas, caminando tras la prisionera. Los dos hombres se apartan para dejarlas pasar. Qasim, que vigila a su amigo con el rabillo del ojo, tose discretamente tapándose la boca con el puño.
– Ya pasó todo -insinúa.
Atiq hunde un poco más el cuello entre los hombros; mil escalofríos le recorren el cuerpo.
– Tienes que venirte conmigo -insiste Qasim-. Tenemos asuntos que arreglar.
– No puedo.
– ¿Por qué no puedes?
Como el carcelero prefiere callarse, Qasim echa una ojeada en torno y le parece vislumbrar una silueta agazapada en una esquina de la garita.
– Hay alguien en tu despacho.
Atiq nota que se le encoge el pecho, dejándolo sin respiración.
– Mi mujer.
– Apuesto a que quiere ir al estadio.
– Sí, eso mismo… eso es lo que pasa.
– Mis mujeres y mis hermanas también. Me han obligado a requisar el microbús que está fuera. Bueno, pues muy bien. Dile que vaya con ellas. Luego os encontráis a la salida del estadio. Y ahora te vienes conmigo. Tengo que explicarte enseguida un proyecto que me interesa mucho.
Atiq se aturulla. Intenta pensar deprisa, pero el vozarrón de Qasim le impide concentrarse.
– ¿Qué pasa? ¿Estás molesto conmigo?
– No estoy molesto.
– ¿Pues entonces?
Pillado de improvisto, Atiq se dirige de mala gana a su despacho, con los ojos guiñados para intentar ordenar las ideas. Los acontecimientos se precipitan, lo superan, lo atropellan. Había previsto otro giro y nada ha salido como pensaba. Nunca le había parecido la mirada de Qasim tan certera y avispada. Le entran sudores por todo el cuerpo. Un incipiente mareo le acorta el resuello y le atenaza las pantorrillas. Se detiene en el hueco de la puerta, reflexiona un momento y cierra la puerta al entrar. La mujer sentada en el catre lo mira. No puede verle los ojos, pero crece su apuro al verla tan tiesa.
– ¿Lo ves? -dice-. El cielo nos ha escuchado: estás libre. El hombre que espera fuera acaba de confirmarlo. No ha prosperado ningún cargo contra ti. Puedes volver a tu casa hoy mismo.
– ¿Quiénes son esas mujeres que he visto pasar?
– Ésta es una cárcel de mujeres. Van y vienen muchas por aquí.
– ¿Han traído a otra detenida?
– Eso ya no es cosa tuya. Se ha cerrado la ventana de ayer, vamos a abrir la de mañana. Estás libre, eso es lo que importa.
– ¿Puedo irme ahora?
– Claro. Pero antes voy a llevarte con otras mujeres, a un microbús que se está impacientando en la calle. No tienes por qué decirles quién eres ni de dónde vienes. Que no sepan nada… El microbús os dejará en el estadio, en donde se están celebrando unas ceremonias oficiales.
– Quiero irme a mi casa.
– Ssshhh… Habla en voz baja.
– No quiero ir al estadio.
– No queda más remedio… No durará mucho. Al final del mitin, te esperaré a la salida y te pondré a buen recaudo.
En el pasillo, Qasim carraspea para indicar al carcelero que ya es hora de irse.
Zunaira se levanta. Atiq la conduce al autocar y va a sentarse junto a Qasim en el 4x4. No ha mirado ni una sola vez a las dos milicianas y a la detenida que va con ellas en la parte trasera del vehículo.
Las diatribas de los mulás, que transmiten muchos altavoces, retumban entre las ruinas de los alrededores. De vez en cuando, ovaciones y clamores histéricos estremecen el estadio. El gentío sigue llegando desde los cuatro puntos cardinales de la ciudad. Pese a que se han reforzado los cordones del servicio de orden, un desbocado barullo crece en los alrededores del recinto. Lo primero que hace Qasim es encaminar el microbús hacia una puerta más despejada; manda bajar a las mujeres y las pone en manos de unas milicianas para que las acomoden en la tribuna. Ya tranquilo, vuelve a subirse al 4x4 para llegar al césped, en donde unos talibanes armados se afanan con inmoderado entusiasmo. Unos cuantos cuerpos colgados de unas cuerdas dan fe de que han comenzado las ejecuciones públicas. En las gradas abarrotadas, la gente se da recios codazos. Muchos han venido para evitar complicaciones y presencian los horrores sin dejar traslucir nada. Otros, que han decidido instalarse lo más cerca posible de la tribuna en que se exhiben, muellemente instalados, los dignatarios del apocalipsis, hacen cuanto pueden para llamar la atención; su regocijo exageradísimo, e incluso morboso, y sus gritos desapacibles tienen asqueados hasta a los propios gurúes. Atiq se baja de un salto y se queda clavado ante el vehículo; no aparta los ojos del lugar reservado a las mujeres, creyendo reconocer a Zunaira en todas y cada una. Aislado en lo más hondo de su delirio, con el vientre tan embrollado como la cabeza, no oye ni los aplausos ni los sermones de los mulás. Tampoco parece ver a los miles de espectadores que pueblan las gradas con un fiero contingente de jetas aún más insanas que sus barbas. Con ardiente mirada, intenta adivinar dónde está su protegida, dando de lado por completo al resto del mundo. Hay de pronto un jaleo, en un ala del recinto, que provoca unos cuantos alaridos fatídicos. Unos esbirros conducen a empellones a un «maldito» hacia su punto de destino, en donde lo está esperando un hombre con un cuchillo en la mano. La sesión se remata con unos pocos gestos. Arrodillan al hombre atado. Lanza un destello el cuchillo antes de degollarlo. En las gradas, aplausos esporádicos celebran la buena maña del verdugo. Arrojan el cuerpo ensangrentado a una camilla; ¡el siguiente! Atiq está tan concentrado en las hileras de burkas, que se alzan sobre su cabeza como una muralla azul, que no ve cómo las milicianas traen a su prisionera. Ésta se encamina al centro del césped y, luego, con dos hombres escoltándola, se sitúa en el lugar que le corresponde. Una voz perentoria le ordena que se arrodille. Obedece y, alzando los ojos por última vez, tras la careta de rejilla, divisa a Atiq que, a distancia, junto al 4x4, le da la espalda. Cuando nota que el cañón del fusil le roza la nuca, implora al cielo para que el carcelero no se dé la vuelta. El disparo llega de inmediato, hurtando con su blasfemia una oración truncada.
Atiq no sabe si las ceremonias han durado unas horas o toda una eternidad. Los camilleros están acabando de amontonar los cadáveres en el remolque de un tractor. Un sermón especialmente rotundo pone el broche final a la «festividad». En el acto, los fieles invaden el césped para la plegaria colectiva. Un mulá con pinta de sultán dirige el rito, mientras unos esbirros feroces hostigan a los rezagados. En cuanto se marchan los invitados de categoría, las hordas hormigueantes se convierten en resacas salvajes antes de agolparse en las salidas. Se atropellan de forma tan inaudita que el servicio de orden tiene que retroceder. Cuando las burkas empiezan a dejar las gradas, Atiq se reúne con el tropel de hombres que espera fuera. Allí está Qasim, en jarras, visiblemente satisfecho de los servicios que ha prestado. Tiene la convicción de que su participación en el buen desarrollo de las ejecuciones públicas no les ha pasado inadvertida a los gurúes. Ya se ve al frente de la cárcel mayor del país.
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