Yasmina Khadra - Las Golondrinas De Kabul

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Un carcelero amargado que se deja llevar por la desgracia familiar, un universitario sin empleo, atrapado por la violencia retórica de los mulás, y dos mujeres a las que la realidad condena a una desesperada frustración, forman un fondo cuadrangular psicológico y literario desde el que Yasmina Khadra se adentra en el drama del integrismo islámico. En el Afganistán de los talibanes, en el que ya no se oye a las golondrinas sino sólo los graznidos de los cuervos y los aullidos de los lobos
entre las ruinas de un Kabul lleno de mendigos y mutilados, dos parejas nadan entre el amor y el desamor; en parte marcado por la represión social y religiosa, pero
también por las miserias, mezquindades, cobardías y desencantos vitales de unos y otros que les impide sobreponerse al destino.
Pese al marco en el que se desarrolla la trama, Las golondrinas de Kabul es una novela con clara vocación universal, que rehuye los estereotipos en los que puede incurrir incluso alguien que, como Yasmina Khadra, ha padecido en primera persona la irracionalidad del integrismo islámico. Todas las cuestiones clave de la opresión se dan cita en Las golondrinas de Kabul; desde la banalización del mal hasta el poder aterrador del sacrificio, pasando por la histeria de las masas, las humillaciones, las ejecuciones crueles en forma de lapidación, la sombra de la muerte y, sobre todo, la soledad cuando sobreviene la tragedia. Pero siempre
dejando un fleco a la esperanza y al ingenio humano capaz de utilizar los aditamentos de esa sociedad represiva para escapar de ella. Con una hermosa prosa descriptiva y rítmica, sacudida por latigazos literarios que fustigan la conciencia del lector, Khadra hace de Las golondrinas de Kabul una novela impactante, turbadora y memorable. Nos enseña las razones y sinrazones de la vida cotidiana en una sociedad reprimida. Nos lleva a ver ese rostro oculto tras el velo.

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– Vete -le suplica Atiq-. Venga, no te quedes ahí. Les diré que la culpa es mía, que seguramente cerré mal el candado. Soy pashtun, como ellos. Me pondrán verde, pero no me harán nada malo.

– ¿Qué sucede?

– No me mires así. Coge la burka y vete…

– ¿Y adónde voy a ir?

– A cualquier parte, pero no te quedes ahí.

La mujer mueve la cabeza. Las manos buscan, muy dentro, bajo la manta, algo que no han de revelar.

– No -dice-. Ya he malogrado un hogar. No pienso estropear otros.

– Lo peor que podría pasarme sería que me quitasen este trabajo. Y es lo que menos me importa en la vida. Márchate ya.

– No tengo adónde ir. Los míos han muerto o desaparecido. El último lazo que me quedaba lo he perdido por mi culpa. Era un rescoldo. Lo avivé con demasiada fuerza para convertirlo en hachón y lo apagué. Ya nada me retiene. Estoy deseando irme, pero no como me propones.

– No dejaré que te maten.

– Nos han matado a todos. Hace tanto tiempo que ya se nos ha olvidado.

14

Pasan los días, como paquidermos indolentes. Atiq fluctúa entre la incompletud y la eternidad. Las horas se desvanecen más deprisa que las pavesas; las noches se revelan tan infinitas como los suplicios. En el aire, entre esos dos compases, sólo aspira a descoyuntarse, tan desdichado que piensa que va a volverse loco. En ningún sitio halla cabida. Se lo ve vagar por las calles, con los ojos desencajados y en la frente los hondos surcos de implacables roderas. En la cárcel, como ya no se atreve a aventurarse por el pasillo, se encierra en su garita y se atrinchera tras el Corán. Al cabo de unos cuantos capítulos, asfixiándose y molido, sale al aire libre para cruzar entre el gentío como un espectro entre las tinieblas. Musarat no sabe qué hacer para ayudarlo. En cuanto vuelve a casa, se retira al dormitorio, en donde, sentado ante un atril pequeño, masculla azoras monótonamente y sin parar. Cuando Musarat va a ver qué hace, se lo encuentra sumido en su tormento, con las manos en los oídos y la voz temblona, al borde del desmayo. Se sienta enfrente de él y, con la fatiha vuelta hacia arriba, reza. En cuanto Atiq se da cuenta de su presencia, cierra desabridamente el Libro Santo y se va otra vez a la calle. Y vuelve algo más tarde, con el rostro amoratado y el resuello a punto de naufragar. Ya casi no come, no pega ojo en toda la noche, dividido entre la cárcel, en la que permanece poco rato, y su cuarto, del que deserta antes siquiera de entrar en él. A Musarat le tiene tan consternada el estado de su marido que se olvida de la enfermedad que la corroe. Cuando Atiq se retrasa, la asaltan espantosas ideas. Algo le dice que el carcelero no está muy bien de la cabeza y que las desgracias ocurren cuando menos se espera.

Una noche, entra en la habitación, le arrebata casi el atril, para que nada se interponga entre ellos, y, con firmeza, lo coge por las muñecas y lo zarandea.

– Atiq, reacciona.

Y Atiq, atontado, dice:

– Le abrí la puerta de par en par y le dije que se fuera. Y se negó a salir de la celda.

– Porque ella sabe lo que no sabes tú: que es imposible escapar al propio destino. Ha aceptado su suerte y se conforma con ella. Eres tú quien se niega a mirar las cosas cara a cara.

– No ha matado a nadie, Musarat. No quiero que pague por una falta que no ha cometido.

– Antes que a ella, ya has visto morir a otras.

– Ésa es la prueba de que no puede uno acostumbrarse a todo. Estoy enojado conmigo y enojado con el universo. ¿Cómo puede aceptarse la muerte de alguien sólo porque lo hayan decidido unos qazi muy expeditivos? Es absurdo. Ella no tendrá ya fuerzas para luchar, pero yo no estoy dispuesto a quedarme de brazos caídos. Es tan joven y tan hermosa… tan radiante de vida. ¿Por qué no se fue cuando le abrí la puerta de par en par?

Musarat le alza la barbilla con ternura y deja que su mano hurgue en la barba despeinada.

– Y tú, honradamente -mírame, por favor, y contesta-, con el corazón en la mano, ¿habrías dejado que se fuera?

Atiq se estremece. Le chisporrotea en los ojos un sufrimiento insoportable.

– ¿No te estoy diciendo que le abrí la puerta de par en par?

– Ya te he oído. Pero, ¿tú la habrías dejado marcharse?

– Pues claro…

– ¿Habrías mirado cómo se alejaba en la oscuridad sin salir corriendo detrás de ella? ¿Habrías aceptado que desapareciese para siempre y no volver a verla nunca más?

Atiq cede: su mujer siente en la insegura palma de la mano la densa pesadez de su barba y sigue acariciándole la mejilla.

– Yo creo que no -le dice.

– Pues explícamelo entonces -se lamenta él-. Por el amor del profeta, dime qué me pasa.

– Lo mejor que puede pasarle a alguien.

Atiq alza la cabeza con tanta fuerza que se le estremecen los hombros:

– Pero, ¿qué, con exactitud? Musarat, quiero entenderlo.

Ella le toma el rostro con ambas manos. Lo que lee en sus ojos acaba definitivamente con ella. La recorre de pies a cabeza un escalofrío. Intenta luchar en vano: dos gruesas lágrimas le asoman a los párpados; le ruedan, luego, por la cara y llegan hasta la barbilla sin que le dé tiempo a contenerlas.

– Creo que al fin has encontrado tu camino, Atiq, marido mío. Está amaneciendo dentro de ti. Eso que te pasa te lo envidiarían los reyes y los santos. Tu corazón está renaciendo. No puedo explicártelo. Y, además, más vale así. Esta clase de fenómeno hay que vivirlo sin explicarlo. Porque nada hay que temer de él.

– ¿Qué tengo que hacer?

– Vuelve a su lado. Antes de abrirle la puerta, ábrele tu corazón y deja que le hable. Y ella lo escuchará. Y te seguirá. Tómala de la mano y marchaos los dos lo más lejos posible sin mirar atrás.

– ¿Y eres tú, Musarat, quien me dice que me vaya?

– Me echaría a tus pies para convencerte. Nadie tiene derecho a malograr lo mejor que puede sucederle a una persona, ni aunque tenga que padecer por ello cuanto le queda de vida. Son instantes tan poco frecuentes que se vuelven sagrados.

– No te abandonaré.

– Estoy segura de ello. Pero no es ésa la cuestión. Esa mujer te necesita. Su vida depende de que lo que tú decidas. Desde que la viste, te resplandecen los ojos. Te ilumina por dentro. Otro que no fueras tú estaría cantando a voz en cuello por los tejados. Y si tú no cantas, Atiq, es porque nadie te ha enseñado a cantar. Eres feliz, pero no lo sabes. Esa dicha tuya te supera y no sabes cómo regocijarte de ella. Te has pasado la vida escuchando a los demás: tus maestros y tus gurúes, tus jefes y tus demonios, que te hablaban de guerra, de hiel, de afrentas. Se te sale todo eso por las orejas y te entran temblores de manos. Y por eso te da ahora miedo escuchar lo que te dice el corazón y aprovechar la suerte, que al fin te sonríe. Bajo otro cielo, tu desamparo enternecería a toda la ciudad. Pero Kabul no entiende gran cosa de esa clase de desamparos. Y si nada le sale bien, ni las alegrías ni las penas, es porque ha renunciado a ello… Atiq, marido mío, hombre mío, ha caído sobre ti una bendición. Escucha tu corazón. Es el único que te habla de ti mismo, el único que posee la verdad verdadera. Su razón es más fuerte que todas las razones del mundo. Fíate de él, deja que guíe tus pasos. Y, sobre todo, no temas. Porque, de entre todos los hombres, esta noche, tú eres el que AMA…

Atiq empieza a temblar.

Musarat vuelve a tomarle la cara entre las manos y le suplica:

– Vuelve con ella. Todavía estás a tiempo. Con un poco de suerte, antes de que amanezca estaréis al otro lado de la montaña.

– Llevo dándole vueltas dos días y dos noches. No estoy seguro de que sea una buena idea. Nos alcanzarán y mandarán que nos lapiden. No tengo derecho a ofrecerle falsas esperanzas. Es tan desdichada y tan frágil. Doy vueltas por las calles, rumiando mi plan de fuga. Pero en cuanto la veo, serena en su rincón, toda mi seguridad se desmorona. Entonces, me voy a seguir deambulando por el barrio, y vuelvo aquí, con mis proyectos pisándome los talones; y cuando recupero las fuerzas, se tambalean mis certidumbres. Estoy totalmente perdido, Musarat, no quiero que me la roben, ¿te das cuenta? Les he dado mis mejores años, mis sueños más insensatos, mi carne y mi mente…

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