Y, para mayor pasmo de su mujer, Atiq se parapeta tras las rodillas con los hombros estremecidos de sollozos.
Atiq tiene que prepararse. Mañana, Qasim Abdul Jabar vendrá a buscar a la prisionera para conducirla a ese lugar por el que no se aventuran ni los dioses ni los ángeles. Se cambia de ropa en su cuarto, se enrolla con firmeza el turbante. Los certeros ademanes contrastan con la fijeza de la mirada. En la otra punta de la habitación, Musarat lo observa, con media cara en la penumbra. No dice nada cuando él pasa a su lado, no se mueve cuando lo oye levantar la falleba y salir a la calle.
Hay luna llena. Se ve con claridad y a lo lejos. Racimos de insomnes atiborran los umbrales de los tugurios; su galimatías exacerba el zumbido de la noche. Tras las paredes, llora un niño pequeño: su vocecita se alza despacio hacia el cielo en que millones de estrellas se llaman entre sí.
La prisión está sumida en sus propias obsesiones. Atiq aguza el oído y no percibe sino el crujido de las vigas abrumadas de calor. Enciende el farol; su sombra se proyecta, deforme, en el techo. Se sienta en el catre, de cara al pasillo de la muerte, y se coge la cabeza con ambas manos. Durante una fracción de segundo lo atenaza la necesidad de ir a ver cómo está la detenida; resiste y se queda sentado. Le late el corazón como si se le fuera a romper. El sudor le surca el rostro y le chorrea por la espalda; no se mueve. La voz de Musarat le cruza por el pensamiento: Estás viviendo los únicos momentos que merece la pena vivir… En el amor, hasta las fieras se vuelven divinas… Atiq se ovilla alrededor de su pena, intenta contenerla. Enseguida vuelven a estremecérsele los hombros y un prolongado gemido lo obliga a arrodillarse en el suelo. Se prosterna, con la frente en el polvo, y empieza a recitar cuantas oraciones le pasan por la cabeza.
– Atiq…
Se despierta, con la cara pegada al suelo. Se ha quedado dormido mientras rezaba. A su espalda, se reflejan en la ventana las primeras reverberaciones de la aurora.
Tiene ante sí una mujer con burka.
– ¿Cómo? ¿Ya están aquí las milicianas?
La mujer se alza el capuchón de rejilla.
Es Musarat.
Atiq se incorpora de un brinco y mira alrededor.
– ¿Cómo has entrado?
– Me he encontrado la puerta abierta.
– ¡Dios mío! ¿Dónde tenía yo la cabeza? (Luego, recobrando los sentidos:) ¿Qué haces aquí? ¿Qué quieres?
Ella le dice:
– Ha ocurrido un milagro esta noche. Mis plegarias y las tuyas se juntaron y el Señor las escuchó. Creo que tus deseos te serán concedidos.
– ¿De qué milagro hablas?
– He visto cómo te brotaban lágrimas de los ojos. Y pensé: si lo que estoy viendo es cierto, entonces es que nada está del todo perdido. ¿Tú llorando? Ni cuando te saqué la metralla del cuerpo conseguí arrancarte un grito. Durante mucho tiempo he estado hecha a la idea de que se te había fosilizado el corazón, que nada podría ya conseguir que se te estremeciera el alma, o que soñases. Te he ido viendo, día a día, convertirte en la sombra de ti mismo, tan insensible ante tus reveses como una roca ante la erosión que la desmenuza. La guerra es una monstruosidad y sus hijos tienen a quién parecerse. Porque así son las cosas, accedí a compartir la vida con alguien que sólo aspiraba a cortejar a la muerte. Así, por lo menos, tenía motivos para creer que mi fracaso no era cosa mía. Y, luego, esta noche he visto con mis propios ojos cómo ese hombre que ya creía irrecuperable se cogía la cabeza entre las manos y lloraba. Y me he dicho: eso demuestra que aún queda en él un rescoldo de humanidad. He venido a avivarlo hasta que se haga mayor que la luz del día.
– Pero, ¿qué estás diciendo?
– Que mi fracaso sí que era cosa mía. Eras desgraciado porque no supe darle un sentido a tu vida. Si tus ojos no conseguían que tus sonrisas fueran sinceras, la culpa la tenía yo. No te di ni hijos ni nada que te consolase de esa ausencia. Cuando me estrechabas, tus brazos buscaban a alguien a quien nunca encontraron. Cuando me mirabas, te asaltaban recuerdos tristes. Yo me daba cuenta perfectamente de que no era sino una sombra que tomaba el lugar de la tuya, y me avergonzaba de ello siempre que te desviabas de mí. No era la mujer que tú habías amado, sino la enfermera que te cuidó y te puso a salvo y con la que te casaste por agradecimiento.
– La enfermedad te ha trastornado, Musarat. Y, ahora, vuelve a casa.
– Intenté ser hermosa y deseable para ti. Sufría por no poder conseguirlo. Soy de carne y de sangre, Atiq; cada uno de tus suspiros me azota de plano. Cuántas veces me he sorprendido aspirando el olor de tu ropa, como una oveja huele el rastro de su cordero, que se ha alejado algo del rebaño y tarda en regresar; cuántas veces he pecado al no reconocer en la suerte la voluntad de Dios. Me preguntaba por qué te había pasado eso a ti, por qué me había pasado a mí, y nunca por qué nos había pasado a nosotros.
– ¿Qué es lo que quieres exactamente?
– Que suceda un milagro. Cuando vi que te brotaban las lágrimas de los ojos, creí ver abrirse el cielo sobre lo más hermoso que pueda haber. Y me dije que la mujer capaz de causar una conmoción así no debe morir. Cuando te fuiste, palpé el sitio en que habías estado, buscando una lágrima olvidada. Quería bañarme en ella. Lavarme de mis aflicciones de este mundo. Fui aún más allá en ese lavatorio, Atiq.
– No te entiendo.
– ¿Por qué intentar entender algo que es, en sí, una perplejidad? Lo que ganan los hombres lo hacen en detrimento de lo que pierden. No hay nada malo en tolerar lo que es imposible impedir; la desgracia y la salvación no dependen de nosotros. Lo que quiero decir es sencillo y doloroso, pero no queda más remedio que admitirlo: ¿qué es la vida y qué es la muerte? Ambas son equivalentes y ambas se anulan entre sí.
Atiq retrocede cuando se le acerca Musarat. Ella intenta tomarle las manos, y él se las pone a la espalda. La luz del alba ilumina el rostro de la mujer. Musarat he recobrado la serenidad; nunca su rostro fue tan hermoso.
– En esta tierra de errores sin arrepentimiento, el indulto o la ejecución no son el desenlace de una deliberación, sino la manifestación de un cambio de humor. Dile que le has hablado de su caso a un mulá influyente. Sin entrar en detalles. No tiene por qué saber qué ha sucedido. Dentro de un rato, cuando vengan a buscarla, enciérrala en tu despacho. Yo me meteré en la celda disimuladamente. Total, una burka en vez de otra. Nadie se va a molestar en comprobar la identidad de la persona que va dentro. Ya verás cómo todo sale bien.
– Estás completamente loca.
– De todas formas, ya estoy condenada. Dentro de unos días, como mucho dentro de unas semanas, el mal que me consume acabará conmigo. No me gustaría que mi agonía se prolongase inútilmente.
Atiq está espantado. Rechaza a su mujer y, alargando ambas manos, le suplica que se quede en donde está.
– Eso que dices no tiene ni pies ni cabeza.
– Sé muy bien que tengo razón. Es el Señor quien me inspira: esa mujer no va a morir. Será todo lo que yo no he podido darte. No puedes darte cuenta de lo feliz que soy esta mañana. Voy a ser más útil muerta que viva. Te lo ruego, no desbarates lo que la suerte está por fin dispuesta a darte. Hazme caso por una vez…
El 4x4 de Qasim Abdul Jabar frena con un rugido ante la casa prisión; lo sigue de cerca un microbús atestado de mujeres y niños, que prefiere aparcar junto a la acera de enfrente, como para salvaguardarse de los sortilegios que gravitan en torno del maléfico edificio. Atiq Shaukat se desliza por el pasillo y pega la espalda a la pared, oprimiendo con las nalgas las temblorosas manos y clavando la vista en el suelo para no revelar la intensidad de sus emociones. Siente miedo y frío. Tiene los intestinos hechos un nudo tenso, y le suenan sin parar; y unos calambres lacerantes, voraces a veces, le martirizan las piernas. Le palpitan sordamente en las sienes los latidos de la sangre, que parecen mazazos en galerías subterráneas. Aprieta las mandíbulas y contiene el aliento, cada vez más caótico, para no sucumbir al pánico.
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