– Tu padre vino para llevarse a su esposa, ella estaba embarazada de ti, pero discutió con el mío y…
– ¿Y qué?
– Él… Le golpeó hasta matarle… Lo siento -dijo sentándose con la cabeza entre las manos-. Ocurrió en el mismo lugar de tus pesadillas. Al principio creía que ese era el incidente con el que tú soñabas…
Antonio se mecía la cabeza con los codos apoyados en las rodillas y mirando hacia el suelo. Súbitamente alzó la vista, tomó un jarrón de la mesa cercana y lo lanzó con rabia hacia el cuadro.
– ¡Maldito seas! -bramó enfurecido.
Elena estaba paralizada.
– Ya lo sabes todo… Lo siento… Sé que debo arrastrarme ante ti para suplicarte piedad -dijo derrotado.
Pero los gritos de Lucía les devolvieron a la realidad.
– ¡Usted no tiene derecho a vivir en esta casa! -gritó enloquecida por la rabia-. ¡Usted se libró de aquel infierno, pero mi pequeña quedó atrapada! Era una bastarda, como yo, como Agustín. El amo la destrozó… ¡Jamás odié con tanta intensidad…! ¡Qué gran placer sentí al contemplarle tirado en el suelo, sin vida…! -dijo mascullando su odio.
– Entonces… ¡fue usted quien asesinó a Andrés Cifuentes! -exclamó Elena horrorizada.
Lucía dio un respingo.
– ¿También me vio en sus sueños? -preguntó con la mirada desencajada.
– ¿Es cierto? -preguntó Antonio acercándose mientras la sirvienta retrocedía presa del pánico-. Usted declaró que había presenciado cómo Agustín le golpeaba; era la única testigo del crimen. ¿Fue usted quien le asesinó? ¡Responda!
– ¡Sí! ¡Sí! ¡Fui yo! -gritó fuera de control-. ¡Y lo hice con gusto! ¡Debía pagar por lo que hizo! -Miró con rencor a Elena-. ¡La maldigo, Elena Peralta! ¡Maldita sea una y mil veces! -vociferó mientras hundía su mano en un bolsillo, extraía una pequeña pistola plateada y apuntaba hacia ella.
– ¡Noooooo…! -Antonio lanzó un alarido aterrador, anteponiendo su cuerpo para proteger el de Elena.
La sirvienta se detuvo y miró a Elena, y después a Antonio. Su mano seguía inmóvil empuñando el arma.
De repente un gran estruendo en la sala rugió en toda la casa.
Algún día, en cualquier parte, en cualquier lugar, indefectiblemente te encontrarás a ti mismo, y esa, solo esa, puede ser la más feliz o la más amarga de tus horas.
Pablo Neruda
Elena se había encerrado en su habitación. Estaba impresionada por todo lo que había presenciado y sabido aquella siniestra madrugada, y aún no se había repuesto de la impresión al ver a Lucía dirigiendo el arma hacia sí misma y disparando en su sien derecha mientras un potente reguero de sangre emanaba de su cabeza al tiempo que se desplomaba en el suelo.
Antonio se quedó en el salón para finalizar las diligencias y ofrecer las oportunas explicaciones a las autoridades. Aún tenía grabada en su retina la mirada cargada de reproche que Elena le dirigió al descubrir aquel último secreto, una mirada que se transformó en dolor al conocer la verdad sobre la muerte de su padre. Reflexionaba a solas sobre el destino, y concluyó que la irrupción de Elena en su vida no había sido casual. Estaba convencido de que los dos hechos ocurridos en el viejo establo tuvieron la única finalidad de hacer cambiar el rumbo de Agustín y de él mismo. Elena sobrevivió a aquel suceso para regresar años después y mostrar la maldad que aún había quedado impregnada entre aquellos muros.
Se encaminó hacia la escalera, obedeciendo al impulso de ir a implorar perdón por las infamias cometidas con su familia. Al entrar en la habitación halló a Elena sentada en la cama con la mirada fija en el suelo; estaba llorando.
– Elena -dijo arrodillándose frente a ella-, ojalá pudiera compensarte por todos los errores, por todas las injusticias que se cometieron…
Elena tomó la mano de Antonio entre las suyas.
– Ya lo has hecho. Saldaste tu deuda: liberaste a Agustín, aun creyendo que era culpable -repuso con infinita ternura.
– Pero no es suficiente. Lo siento, lo siento… Te quiero tanto… -suplicaba apoyando la cabeza sobre su pecho.
Por primera vez desahogó su dolor; él jamás había derramado una lágrima, ni siquiera de niño, en la soledad del internado. Las escasas muestras de afecto que recibió a lo largo de su vida se las había entregado ella, demostrándole su grandeza de espíritu frente al egoísmo que él le ofreció.
– Todos hemos sido víctimas de la maldad de Andrés Cifuentes. Incluso tú, su propio hijo, sigues expiando los perversos actos que él cometió. Jamás podría odiarte por lo que él hizo, y no voy a permitir que ahora, desde la tumba, arruine también nuestras vidas… Se lo debemos a mi familia. Nada ni nadie va a separarnos de nuevo.
Se fundieron al fin en uno solo, envueltos en lágrimas, entregándose el amor reprimido durante aquella negra tormenta que había recorrido sus vidas. Eran solo un hombre y una mujer, llenos de amor, de ternura, de necesidad de estar unidos para siempre, dispuestos a luchar por su futuro.
Mercedes Guerrero González nació en Aguilar de la Frontera (Córdoba, España) en 1963. Diplomada en Técnico de Empresas y Actividades Turísticas, habla varios idiomas y durante dieciséis años ha dirigido distintas empresas relacionadas con el sector turístico.
Actualmente reside en Córdoba y a primeros de 2007 decidió abandonar toda actividad profesional para dedicarse en exclusiva a las dos vocaciones de su vida: escribir historias y disfrutar de su familia.
El árbol de la diana es su primera novela.
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