Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– ¿Eso es todo? ¿Era ese el sueño del establo? -preguntó arrodillándose frente a ella-. ¿Había alguien más allí?

– No… no lo sé. ¿Estabas tú también? -Levantó su mirada con rencor.

– ¡No! No… Yo no conocía ese suceso…

– ¡Sí lo sabías, y Lucía también! Siempre supiste lo que pasó allí y me lo ocultaste deliberadamente, preferías honrar la memoria de tu padre a costa de mi tormento con esta pesadilla. ¡Eres un digno hijo suyo, sois tal para cual! Pensabas que nunca lo descubriría y lo silenciaste para retenerme a tu lado. Llevo toda mi vida soñando con esas manos y los gritos de dolor de Agustín… Ese fue el motivo por el que mi madre se desprendió de mí: para evitar que él intentara hacerme daño otra vez.

– No era ese el incidente que yo conocía, créeme -decía intentando tomar sus manos, pero ella le rechazó.

– ¿Pretendes convencerme de que pasó algo más en aquel establo? -preguntó incrédula.

– Sí, ocurrió otro hecho violento en ese lugar, pero fue antes de que tú nacieras y no guarda relación contigo… Habías llegado a confundirme…

– No te creo…Ya no sé qué creer, no confío en ti. Abusaste de mi confianza, mentiste sin pudor para proteger su reputación. Él maltrató a mi madre, y por su culpa no pudo vivir conmigo; después mi hermano sufrió su tiranía… Ahora solo falto yo… Somos una familia maldita, destinada a desaparecer.

– Tú no vas a desaparecer. No voy a permitirlo… -dijo tomando sus manos.

– ¡No me toques! -dijo deshaciéndose de él y huyendo veloz hacia la puerta.

Antonio la siguió hasta su dormitorio y la encontró sobre la cama hecha un ovillo.

– Vete, por favor -dijo sin mirarle, abrazada a sus rodillas.

Antonio sentía su respiración acelerada y las convulsiones provocadas por el llanto.

– No, me quedaré contigo -dijo tendiéndose a su lado-. Siento que no puedo vivir lejos de ti…

– Tú no sientes nada, tienes un trozo de hielo en lugar de corazón. Eres perverso, incapaz de sentir compasión… Estoy segura de que jamás me habrías contado la verdad.

– Lo siento, Elena, pero no puedo cambiar lo que ha ocurrido. -Se colocó sobre ella y acarició su cara, recogiendo las lágrimas con los dedos.

– ¡Déjame en paz! -dijo apartando la mano de él. Temblaba como una hoja y sentía los latidos del corazón con mucha intensidad, como si su cuerpo fuese una caja de resonancia-. Vete, quiero estar sola.

– No pienso dejarte sin que antes me hayas escuchado. -Se produjo un largo silencio en el que solo se oyeron sus respiraciones-. Él no fue un santo. Yo traté de silenciar sus infamias, pero no conseguí hacerlas desaparecer. Y tú viniste a revivir aquel infierno después de tanto tiempo… -Volvió a quedar callado-. Lo siento, Elena… Ojalá pudiera volver atrás para enmendar mis errores. No deseaba compartir contigo el vergonzoso pasaje que vivieron nuestras familias. Sin embargo, he comprendido, aunque demasiado tarde, que la verdad acaba por destrozar todos los diques que colocamos para impedir su paso. Debí hablarte de esto desde el principio. Tenías derecho a conocer tu pasado y debí confesártelo en su momento -reconoció con humildad-. No sé cómo remediar todo el dolor que te he causado -continuó en voz baja-, pero estoy dispuesto a purgar mis faltas una a una. Todos los pecados merecen su castigo, y los míos han sido grandes. Fui rencoroso y desconfiado, cometí muchos errores y sé que mi castigo será tu marcha…

Elena estaba atenta a sus palabras; todo el resentimiento que sentía hacia él se había esfumado. Antonio era el hombre de su vida, con el que había soñado en la adolescencia, el atractivo y perfecto amante que la llevó a conocer la sensualidad, que la amó profundamente y al que ella correspondió con apasionada entrega. Pero aquella relación se había cimentado sobre mentiras, sobre silencios deliberados y verdades secuestradas que habían provocado un gran terremoto al salir a la luz, haciendo que todo lo construido se desplomara como si de un castillo de naipes se tratase.

– Yo no te odio… -respondió al fin volviéndose hacia él tras reflexionar un instante-. Creí que llegaríamos a ser felices. Te dije una vez que era muy exigente, pero tú has sido el único hombre de quien me he enamorado. Y sé que también me amaste, pero esa vez fui yo la que no cumplió tus expectativas.

– ¡No! Fue culpa mía. Yo soy el único responsable, merezco todos tus reproches. Debí aceptar tus sentimientos hacia Agustín y cometí un error al forzarte a elegir. Ahora sé que no tenía derecho a hacerlo; lo he comprendido, aunque demasiado tarde -dijo con pesar. De nuevo sus ojos se fundían-. Siempre estuviste ahí, con tu nobleza… y yo me dediqué a buscar conspiraciones -dijo avergonzado-. Yo no recibí tantos afectos como tú. Crecí solo y tuve que valerme por mí mismo desde que era un niño para demostrar que era el más fuerte; aprendí a tomar lo que deseaba sin preguntar a quién pertenecía. -Hizo una pausa-. En mi vida ha habido muchas mujeres, pero no amé a ninguna, y tampoco ellas me amaron. Solo tú conseguiste sacudir mis cimientos y los derribaste uno a uno. Solo tú me inspiraste un sentimiento nuevo, solo tú me ofreciste un amor sincero… y yo lo he dilapidado. Temía que me odiaras por los pecados que él cometió y me arriesgué ocultando sus faltas, confiando en que nunca las descubrirías. Ahora sé que estaba equivocado -admitió acariciando su mano con suavidad-. El miedo a perderte me hizo actuar de forma mezquina. Lo siento, Elena… -Apoyó la cabeza sobre su pecho y permaneció en silencio escuchando los latidos de su corazón-. Dame otra oportunidad, te lo suplico. No podemos permitir que esto termine así…Te quiero tanto…

Elena posó despacio una mano sobre su espalda y con la otra comenzó a acariciar su cuello, enredando sus dedos en el pelo de Antonio.

– Estoy inmersa en un torbellino que me zarandea de un lado para otro y necesito tomar una mano para salir de él, alguien en quien confiar y que confíe en mí, que me ayude a recuperar el equilibrio y la seguridad en mí misma. Quiero comprobar que aún camino por mi propio pie.

– Quiero ser ese alguien. Acepta mi mano.

– Cuando acabe el juicio tomaré una decisión…y quiero hacerlo sin presiones…

– Acataré tu voluntad.

– Necesito estar a solas para reflexionar.

Antonio se levantó despacio y abandonó la estancia.

La noche se les hizo eterna a ambos, separados por un muro de piedra y por otro más inaccesible aunque invisible, pleno de remordimientos y secretos. Aún quedaba una parte del pasado que Elena desconocía, pero ella no lo había presenciado y él nunca se lo confesaría.

Antonio se mortificaba pensando que no merecía perdón por la deslealtad que había cometido con ella y se sirvió un trago para evadirse del tormento que significaría vivir en soledad. Todas las ilusiones, todo su futuro, estaban en la habitación contigua, y resolvió que no la dejaría marchar, que jamás renunciaría a aquel amor… Estaba dispuesto a defenderlo a cualquier precio, aunque para ello tuviera que continuar mintiendo y desafiando al destino.

Capítulo42

A la mañana siguiente visitó el dormitorio de Elena para comprobar que dormía plácidamente y salió hacia su despacho en la capital.

– Soy Antonio Cifuentes, quiero hablar con el juez Alberto Méndez.

– …

– Hola, Alberto. ¿Has dictaminado ya el veredicto de González?

– …

– Hazlo hoy mismo, y debe ser una condena ejemplar. ¡Quiero la pena de muerte! -ordenó con energía.

– …

– Espero que tu promesa siga en pie. Regálame ese placer, ¿de acuerdo?

– …

– Limítate a dictar sentencia, el resto es asunto mío. Yo me encargaré personalmente de hacer justicia, la verdadera justicia que merece ese miserable.

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