– ¡¿Dónde has estado?! -bramó Antonio acercándose.
– Durmiendo. Estaba en el dormitorio del fondo.
– ¿Y por qué diablos te metiste allí? ¿Por qué no avisaste a Lucía? -Antonio seguía vociferando fuera de sí.
Elena estaba sobrecogida por su furia.
– Antonio, ¿qué te habías figurado? ¿Qué me había escapado, escondido… suicidado?
– Ya no sé qué pensar -dijo vencido, apoyándose contra la pared.
– Estás exagerando, estás imaginando monstruosidades sobre mí. ¿Acaso crees que he perdido la razón? Llamas a un psiquiatra, me buscas como un desesperado cada vez que me pierdes de vista… Haces que me sienta insegura… -Le reprochó Elena.
– ¿Solo tú eres la perjudicada? ¿Y yo qué? -gritó de nuevo-. ¿Qué debía pensar cuando ayer te encontré completamente tomada y amenazabas con desaparecer? ¡Dímelo tú! ¿Tengo que cruzarme de brazos a esperar acontecimientos? ¿Esta es tu venganza? ¿Estás jugando a desquiciarme?
– Lo siento -repuso después de un incómodo silencio-. Tenía jaqueca y mi dormitorio estaba lleno de gente. Solo quería descansar un rato; en ningún momento tuve intención de alarmarte. No imaginaba que me encontrases tan mal… -dijo serena-. Si tú ya no crees en mí, perderé la escasa autoestima que me queda.
– Quiero ayudarte, pero eres tú quien debe hacer un esfuerzo para salir adelante -dijo más calmado.
– ¿Y es así como pretendes ayudarme? ¿Trasladándote a mi habitación para vigilarme incluso de noche? ¿Crees que he perdido el control?
– Quiero cuidarte, ya que tú no lo haces.
– De nuevo has tomado el mando -le reprochó.
– Demuéstrame que puedes hacerlo sola. Esta vez no voy a dudar de ti.
– No te creo, eres un maldito embustero.
– Yo también necesito que vuelvas a confiar en mí.
Alargó la mano para intentar acariciar su cara, pero ella la golpeó, alejándola.
– ¡Déjame en paz! Has cavado un foso entre nosotros que se ha ido profundizando golpe a golpe, disputa tras disputa, reproche tras reproche. Ya no deseo cruzar al otro lado.
Hubo un amargo silencio que ninguno quiso romper.
– Vístete y baja a cenar.
– Me voy a la cama -dijo ignorando su mandato.
– Si no bajas subiré yo, pero te aseguro que vas a comer -dijo con firmeza.
Elena reparó en las bebidas durante la cena: ni siquiera él bebía vino como de costumbre; solo se sirvieron agua y refrescos. Había llevado al extremo el problema de su adicción.
– Vamos a marcharnos unos días a Acapulco. La playa te sentará bien -dijo tratando de iniciar una relajada conversación.
– No tengo intención de ir a ningún sitio. Estoy esperando la sentencia del juicio; después me marcharé a Londres.
Quería golpearle con aquella respuesta, pero se equivocó. Esperaba una violenta reacción de celos, esperaba sacarle de quicio, enfurecerle, exasperarle… pero recibió a cambio una larga pausa.
– Come un poco más. Apenas has probado bocado.
Las dudas la asediaban. ¿Acaso ella ya no le importaba? ¿O es que estaba convencido de su desequilibrio y no tomaba en consideración sus palabras…?
– Por favor, no me mires así, como a una… inútil… No puedo soportarlo -dijo desesperada.
– Lo siento, Elena. Nunca debí permitir que mis prejuicios me cegaran de este modo, todo se me fue de las manos… Lamento el daño que te he causado. -Suspiró.
– Ya es tarde. Debes buscar a una mujer más dócil. Yo nunca te tendré complacido y desconfiarás siempre de mis lealtades.
– Jamás volveré a desconfiar de ti, te doy mi palabra -dijo arrepentido.
– Ahora soy yo quien no te cree. Pudimos vivir una bonita historia de amor, pero la hiciste añicos. Siempre he sido sincera contigo, yo creí en ti, pero abusaste de mi inocencia manipulando mis sentimientos sin pudor. Nada me importan ya tus afectos, ni tu confianza -reprochó con frialdad-. Has ganado tu guerra, pero todos hemos perdido.
Se levantó de la mesa, pero él la alcanzó tomándola por los hombros.
– Mírame y dime que no te importo nada -pidió posando sus ojos en los de Elena para descubrir, abatido, que la luz que emanaba de ellos había desaparecido.
– Déjame en paz -dijo rendida.
– Intentaré recuperar tu confianza -dijo implorante-. Jamás he amado a nadie como a ti.
– Ya es demasiado tarde -respondió separándose de él-. Ya no me fío de ti. Han sido demasiados intereses a los que has dado preferencia antes que a mí.
– Cometí un error, y después otro, y otro más… En lo que me resta de vida no tendré tiempo suficiente para arrepentirme. Debí creer en ti, sé que merezco tu resentimiento… pero, por favor, no me dejes. Te necesito a mi lado.
– Tú solo piensas en ti, en lo que necesitas. ¿Te has preguntado qué siento yo? ¿Acaso te ha importado alguna vez? Amar es entregarse para hacer feliz al otro. ¿Hasta dónde estarías dispuesto a llegar?
– Dímelo tú.
– No, esto es cosa tuya. Me conoces bien, pero nunca te esforzaste en aceptarme. El amor crece y se consolida cuando se tolera al otro tal como es, con sus virtudes y defectos, respetando los sentimientos de cada uno. Yo necesitaba tu abrazo, pero me asfixiaste; ahora pretendes cuidarme y me estás anulando. Jamás confiaste plenamente en mí… Ahora solo deseo estar lejos de tus reproches, de tus sospechas, de tu vigilancia, lejos de ti…
Le dejó solo. Había arrojado al fin su rabia y se sacudió del opresivo abrazo que le impedía moverse con libertad; habían tocado fondo y estaban en el punto de partida. Era libre de marchar o quedarse, y era libre para decidir qué hacer con su vida. Antonio tendría que realizar un colosal esfuerzo para conseguir retenerla, porque en aquel momento era ella quien imponía las condiciones y no tenía intención de ofrecer facilidades.
– ¿Cómo te encuentras? -Antonio había accedido al dormitorio por la puerta contigua y rastreaba en su mirada un rayo de esperanza.
– Voy a dormir -respondió con frialdad.
– ¿Estarás bien?
– Quédate -dijo señalando la cama adyacente-. Sé que no te fías de mí.
– Está bien, te dejo sola. Llámame si me necesitas -dijo saliendo de la habitación al captar el mensaje.
Elena dio vueltas y vueltas en la cama; había dormido demasiadas horas durante el día y la noche se le hacía interminable. Quedó dormida de madrugada, pero una pesadilla vino a importunarla. Antonio la oyó gritar y miró el reloj: eran las cuatro de la madrugada. Se dirigió a la habitación contigua movido por la inquietud.
– ¡No le pegues! -gritaba Elena mientras movía las manos para defenderse-. ¡Déjale ya!
– Vamos, despierta, solo es un sueño -dijo encendiendo la luz.
Elena abrió los ojos y se quedó inmóvil, aunque desorientada.
– Ya pasó todo. Solo era una pesadilla.
– ¡Sus manos! -gritó, abandonando súbitamente la cama y corriendo hacia la puerta.
Antonio salió tras ella escalera abajo y la encontró en el salón, subida en una silla junto a la chimenea, estudiando detenidamente el cuadro de Andrés Cifuentes.
– ¡Era él! -gritaba con la mirada ausente-. ¡Al fin he confirmado mis sospechas…! Él era el hombre del establo. Hoy he visto su anillo en mis sueños, ese que está pintado en el retrato.
Antonio la observaba callado, acercándose despacio.
– Él quiso asesinarme. Esas manos oprimían mi cuello y pretendían ahogarme… -dijo señalando hacia Andrés Cifuentes-. Mi hermano trató de detenerle abalanzándose sobre su espalda, entonces comenzó a golpearle… Agustín gritaba de dolor… Yo les escuchaba desde mi escondite, paralizada por el miedo… -prosiguió, sentada en el sillón, cubriéndose el rostro con las manos.
Читать дальше