– Me inquieta tu salud, eso es todo -dijo conciliador.
– ¿A qué viene ahora tanto interés? ¿Es que te sientes culpable? Pues no lo hagas, no tienes que limpiar tu conciencia. Soy mayor para saber lo que quiero hacer con mi vida.
– Elena, necesitas ayuda.
– ¡Sí, pero no la tuya! -gritó fuera de sí-. ¡No quiero que me cuides! Estoy harta de tu actitud; estoy cansada de que seas tú quien decida cómo debo vivir, qué es lo que me conviene, a quién debo querer o con quién debo hablar. Y no soporto esa mirada paternalista de superioridad… -Se sentó de nuevo. Su cuerpo temblaba de indignación.
– Está bien, cálmate. Si no deseas verle, iré a despedirle -dijo alarmado ante su agresividad.
– No. Hablaré con él -dijo más tranquila después de un breve silencio-. Si no lo hago, no me dejarás en paz.
El doctor José Manuel Ruiz aguardaba sentado en el salón junto a la chimenea. Era un hombre de mediana edad, de piel aceitunada y rasgos indígenas; de su cabello corto y moreno asomaba un ligero color grisáceo por las sienes y sus ojos oscuros y afables invitaban a la confidencia. Sin embargo, su elevada estatura, incluso superior a la de Antonio, desequilibraba su imagen apacible, inspirando respeto en vez de intimidad.
Antonio llegó junto con Elena y le saludó con amabilidad; hizo las presentaciones y decidió dejarles solos.
– Voy a montar un rato. Encantado de verle de nuevo, José Manuel.
Se quedaron solos y Elena se sentó en un sillón frente a él.
– Bien -dijo el doctor tratando de romper el hielo-. ¿Por dónde empezamos?
– ¿Es usted psicólogo o psiquiatra? -le abordó con curiosidad.
– Soy psiquiatra. ¿Decepcionada? ¿Esperaba a un psicólogo?
– No esperaba a nadie -dijo cortante.
– ¿Por qué razón? No responda, déjeme adivinar. Jamás ha estado en la consulta de un psiquiatra porque piensa que allí solo va la gente que está mal de la cabeza, y a usted le molesta que alguien piense que también lo está -dijo sonriendo.
Ella también sonrió.
– ¿Qué le han contado sobre mis problemas?
– Poca cosa. Me han informado de que sufre continuas pesadillas y últimamente suele beber alcohol. ¿Desea contarme qué es lo que realmente le ocurre?
– Señor Ruiz, sé que Antonio actúa con buena voluntad, se preocupa por mí. Pero yo no tengo nada de qué hablar con usted. Sé lo que me pasa y por qué me pasa, eso es todo.
– Intuyo que esta es una situación muy incómoda para usted, pero le aseguro que puede confiar en mí. Nada de lo que me explique va a salir de estas paredes. Pruebe a contarme sus pesadillas. Siento curiosidad.
– Solo son traumas infantiles.
– ¿Y le parece poco? ¿Por qué no me deja que la ayude a superarlos?
– Porque estoy segura de que lo empeoraría todo.
– ¿Cree que podría agravarse su situación?
– Hay espacios cerrados que mi mente no quiere sacar a la luz. Me asusta abrir la caja de Pandora, porque entonces tendría que recurrir a usted con urgencia. Por el momento prefiero dejarlo todo tal como está.
– Tiene miedo de recordar.
Elena afirmó en silencio con un gesto.
– A veces una pequeña sombra en la memoria puede ir aumentando hasta cubrir de oscuridad todo su entendimiento… ¿Y si la sometiera a hipnosis? Quizá podría reconstruir esos vacíos que padece.
Ella respondió negando de nuevo con la cabeza.
– Dejémoslo así.
– ¿Duerme bien? -insistía el médico.
– No demasiado. Antes dormía durante toda la noche, pero ahora me cuesta conciliar el sueño y me desvelo con frecuencia.
– Por las pesadillas -afirmó el médico-. Cuando se refiere a «antes», ¿de cuánto tiempo está hablando? ¿Meses, años?
– Hablemos más bien de «dónde» -dijo sonriendo.
– ¿Qué significa? -dijo interesado.
– Cuando digo «antes» me refería a mi vida anterior, previa a mi llegada a México, hace unos meses.
– ¿Qué ha encontrado aquí que la haya impresionado hasta el punto de provocarle esas inquietudes?
Elena se quedó callada, pensativa.
– Pues… no sé… Imágenes, olores, ruidos, recuerdos sin encajar que poco a poco van encontrando el sitio…
– ¿Recuerdos de su niñez?
– Sí, pero no quiero hablar de eso, lo siento. Agradezco su interés, pero no tengo nada más que contarle.
Elena se levantó dando por finalizada la visita. Acompañó al doctor hasta el patio principal y allí coincidieron con Antonio, quien se dirigía a las cuadras.
– ¿Ya han terminado? -preguntó sorprendido por la brevedad de la entrevista.
– Sí -respondió el doctor-. Ha sido una charla corta pero interesante.
– Gracias por su amabilidad, José Manuel -se despidió Elena.
– Ha sido un placer. Si necesita mi ayuda no dude en llamar.
– ¿Qué ha pasado? -pregunto Antonio al quedarse a solas.
– Nada. Ya me ha examinado un loquero. Espero que su diagnóstico sea favorable y dejes de molestarme.
– Me preocupa tu salud.
– ¡Vas a hacerme llorar de emoción! -Rió con sarcasmo dirigiéndose a la escalera.
– ¿Quieres montar un rato? -gritó a su espalda.
– No. Necesito relajarme, y a tu lado no puedo -respondió sin volverse.
Trató de acceder a su dormitorio, pero había varios empleados en el interior trasladando muebles.
– ¿Qué ocurre aquí? -preguntó a Lucía.
– El señor ha ordenado que coloque otra cama en esta habitación.
– ¿Qué? -preguntó incrédula-. ¿Y la mía, adónde se la llevan?
– Se queda. El señor va a dormir aquí, está muy preocupado por su salud, señora -informó la empleada con falsa amabilidad.
Aquella decisión irritó a Elena y salió corriendo hacia los establos para gritarle su indignación por aquel atropello. Pero se detuvo bruscamente al divisar a lo lejos a Antonio junto al médico, conversando mientras caminaban hacia el coche; debía de estar informándole de la charla mantenida y ofreciéndole el diagnóstico. Se preguntó cuál sería la impresión que le había causado.
La jaqueca provocada por la resaca no había remitido, pero era la resaca emocional la que prometía extenderse más de lo que deseaba. Estaba avergonzada por la escena de la noche anterior. Antonio se había inquietado por el lamentable estado en que la encontró, y no era para menos. Pensaría que era una alcohólica, y debió de sentir una tremenda decepción al verla así. Se había puesto en evidencia y había hecho el mayor de los ridículos; por esa razón Antonio había citado con urgencia al especialista. Pero no estaba dispuesta a consentir que él asumiera el mando otra vez; él no era su dueño y no dispondría de ella a su antojo, por muy sanas que fuesen sus intenciones.
Apenas había dormido la noche anterior, y se dirigió a la única estancia donde sabía que hallaría soledad y silencio: el dormitorio donde estuvo encerrada a su llegada. Torció hacia el ala opuesta del pasillo y al llegar a la puerta giró la llave de la cerradura; después cerró las ventanas hasta quedar en penumbra y cayó rendida en un profundo sueño. Despertó a la hora de la cena, al atardecer, y regresó a su dormitorio para comprobar cómo había quedado después del traslado del mobiliario.
– ¡Señora! ¡Está usted aquí! -gritó una voz femenina a su espalda.
– ¿Qué ocurre, Beatriz? -preguntó desconcertada al ver la cara de estupor de la sirvienta.
– El señor y todos los hombres la buscan desde hace horas.
– ¿A mí? ¿Por qué? ¿Ha ocurrido algo?
– Creyó que se había perdido. ¡Voy corriendo a avisarles! -dijo desapareciendo a toda velocidad.
Un brusco golpe provocado por un portazo le hizo volver la cabeza al salir de la ducha envuelta en una toalla.
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