Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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Mientras conducía, recordaba los momentos tan dulces que habían vivido, cómo quiso a Elena y cuánta lealtad recibió de ella. Deseaba creer que ella aún le amaba; se lo había demostrado tantas veces… Y él la había decepcionado otras tantas. Ella tenía razón: Antonio no había valorado su amor, debió aceptar sus sentimientos hacia Agustín.

Era más de medianoche cuando llegó a la casa, subió la escalera y se introdujo con sigilo en su dormitorio, pero estaba vacío. Salió al rellano y desde lo alto identificó una silueta en la oscuridad que abandonaba el salón. Parecía… ¿tambaleante? Sí, caminaba insegura mientras subía los peldaños asida a la balaustrada para no perder el equilibrio. Permaneció en la penumbra observándola, oculto tras una columna; después la siguió hasta el dormitorio, abrió la puerta y encendió la luz para contemplarla con más claridad. Elena estaba a punto de sentarse en la cama y se volvió sobresaltada al ver que la estancia se iluminaba. Al principio dio un respingo al descubrirle plantado ante ella y soltó una carcajada nerviosa y descontrolada.

– ¡Dios! Me has asustado. ¿Es que no sabes llamar a la puerta? -Su habla titubeante y sus ojos vidriosos no dejaban lugar a dudas.

– Estás… tomada… -exclamó pasmado acercándose a ella.

– Sí… ¿y qué? -le desafió-. ¿Tienes algo que objetar?

– Sí, que no voy a consentirlo.

– ¿Ahora te interesa mi salud? No me hagas reír, ya no me haces reír; ni siquiera me agrada tu presencia. Ya no me importa nada que venga de ti.

– ¿Por eso bebes?

– Bebo porque me gusta sentir nuevas experiencias… y me ha encantado ver la cara que has puesto al descubrirme así. -Rió con ganas mientras se sentaba en la cama.

– Deduzco, entonces, que lo haces para castigarme -dijo acercándose lentamente.

– ¿Castigarte? -De nuevo rió a carcajadas-. No me digas que sufres mucho al verme así. Bueno, quizá sí. Has dicho a todo el mundo que vamos a casarnos. -Soltó otra risotada-. ¡Qué vergüenza! ¡La prometida del gran Antonio Cifuentes es una borracha! ¡Parece que ha perdido el control sobre ella! -Reía de nuevo tumbada boca arriba sobre la cama.

– ¿De eso se trata? ¿De que me avergüence de ti?

– No, ni siquiera lo hago para vengarme. Has vuelto a fallar. Lo hago para sentirme libre. -Reía de nuevo-. Ya nadie me espera, a nadie tengo que impresionar; por fin puedo hacer lo que me dé la gana; y si quiero beber, beberé, y si quiero comer, comeré, y si quiero desaparecer… pues un día dejarás de verme para siempre. -De nuevo le miraba con una sonrisa burlona dibujada en el rostro.

– ¡No! ¡No voy a permitir que te destruyas! -dijo inclinándose sobre ella y zarandeándola por los hombros-. ¡Tienes que reaccionar!

– Ya he reaccionado, ¿no me ves? -Reía de nuevo-. Llevo rebotando contra estos muros desde que puse un pie en esta casa. Estoy harta de ser tu puta, tu ladrona, tu mentirosa, tu traidora, tu conspiradora… Ahora voy a desquitarme y yo misma me adjudicaré un nuevo adjetivo, esta vez no me lo pondrás tú: soy una borracha. -De nuevo soltó una risa nerviosa.

Antonio tiró de sus brazos tratando de sentarla en la cama.

– ¡No debes hacer esto! ¡Por consideración a ti misma! ¡Te debes un respeto!

– ¿Yo? ¿Por qué? ¿Por qué tengo yo que respetarme si tú no lo haces? Haz lo que digo, pero no lo que hago. Así es el gran Antonio Cifuentes, siempre llevando las riendas de todo el mundo… ¡Y a mí me encanta salirme de tiesto! -Reía de nuevo-. Me gusta disfrutar de tu cara al verme así… Pienso hacerlo más a menudo.

– Te equivocas -dijo encolerizado-. No vas a hacerlo nunca más. ¡Te lo juro!

De un golpe la tomó en brazos, dirigiéndose al baño. Allí forcejearon, pero él le sujetó las muñecas por la altura de la cintura y se introdujo con ella bajo la ducha. Elena gritó y pataleó, pero la voluntad de Antonio no se conmovió y permanecieron bajo el agua hasta que advirtió que ella se rendía. Después de secarla, la condujo en brazos hasta la cama envuelta en una toalla.

– Y ahora vas a dormir, Elena. Mañana hablaremos con más calma.

– Te odio. Ya no me importas nada.

– Pues tú a mí sí, y vas a cambiar de actitud.

– ¿Hacia ti? -preguntó con una mueca.

– Hacia ti misma. Si quieres vengarte de mí, hazlo, pero no de esta manera.

– Yo no soy tan rencorosa como tú. Bebo porque me ayuda a dormir, eso es todo -dijo dándole la espalda.

Antonio se quedó sentado en un sillón junto a la cama, con las ropas empapadas, vigilando su descanso, temeroso de que cometiera otra imprudencia. La sensación de fracaso le acompañó aquella noche. Él era el único responsable de su crisis y de la paulatina degradación en la que se hallaba Elena.

– Buenos días, don Antonio. ¿Cómo está la señora? -preguntó el ama de llaves mientras inspeccionaba el comedor para el desayuno.

– Está descansando. Por favor, prepare un café muy cargado. Voy a obligarla a levantarse.

– Espero que lo consiga. A mí no me hace mucho caso.

– Lucía, ¿desde cuándo sufre la señora estas… jaquecas?

– Desde hace algún tiempo, creo que después de que usted se trasladara a la capital. Pero se hicieron más frecuentes en esta última semana.

– He hablado por teléfono a diario con usted interesándome por ella, ¿por qué no me informó de su delicada salud?

– La señora insistía en que no era nada grave, simples dolores de cabeza provocados por la falta de sueño…

Regresó para contemplarla dormida durante un buen rato. Después descorrió las cortinas para que la brillante luz penetrara en la sala.

– ¡Apaga la luz! -gritó con desagrado mientras se cubría la cabeza con las sábanas.

– Ya es hora de levantarse. Son más de las doce.

– Por favor, déjame dormir, me duele la cabeza.

– No me extraña, ayer te pasaste de la raya. Toma -dijo sentándose en la cama-. Bebe este café.

– Sabes que no me gusta el café -dijo en tono beligerante.

– Creí que tampoco te gustaba…

– Termina lo que ibas a decir -dijo Elena con ironía-. Creías que no me gustaba el alcohol y te equivocaste; soy una embustera, te he engañado más de lo que crees…

Le estaba provocando, pero él no acudió al quite.

– Levántate y baja a desayunar. En una hora vendrá un especialista. Quiero que hables con él.

– ¡No pienso hablar con nadie! -gritó enfadada.

– Si te empeñas en comportarte de esta forma tan irresponsable, tendré que poner yo el remedio -replicó con gravedad.

– No necesito tu ayuda, no pienso bajar -amenazó exhibiendo su fuerza, incorporándose en la cama-. Bebo a veces para dormir, pero no estoy enganchada, puedo dejarlo sin problemas.

– De eso estoy seguro. No encontrarás una sola gota de alcohol en toda la casa a partir de ahora.

– ¿A qué juegas, Antonio? ¿Ahora te preocupas por mí? -preguntó sarcástica.

– Sí. -Afirmó con la cabeza-. Ayer me diste un buen susto.

– Tú también me asustas cada vez que te acercas, pero ya no me preocupo por ti.

– Te espero abajo -dijo tranquilo.

Lucía celebró su regreso al comedor con una falsa alegría; Elena le contestó como siempre, amable y educada. Tras el desayuno les anunció la visita del médico.

– Llévele al salón. Pronto nos reuniremos con él -ordenó Antonio, recibiendo una hostil mirada de Elena.

– Antonio, no necesito esta clase de ayuda.

– Por favor, inténtalo -rogó con extrema delicadeza.

– Crees que puedes llegar y asumir el control sin que nadie te lo pida. ¿Te he dado yo permiso para que lo hagas? ¿Por qué tu voluntad tiene que estar por encima de la mía? ¿Acaso te crees dueño de mi vida?

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