Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– Don Antonio, tiene una visita. El señor Sergio Alcántara.

¿Sergio Alcántara?, repitió para sí con sorpresa. ¿Qué diablos quería aquel tipo? Seguramente vendría a suplicarle, pues pronto se haría efectivo el embargo de todos sus bienes, incluida la casa. Se irguió tenso en su sillón y sintió curiosidad por aquella visita.

– Hágale pasar -respondió tras unos minutos. «Voy a divertirme un rato», pensó.

– Hola, Antonio -saludó aquel hombre alto y atlético. Su pelo parecía más blanco desde la última vez que le había visto de cerca, en el restaurante mientras cenaba con Elena.

Sergio Alcántara avanzó hacia la mesa con las manos en los bolsillos de su elegante traje oscuro, relajado en apariencia, con una sonrisa en sus labios. Antonio le observaba sentado de lado desde el amplio sillón de cuero, escrutando sus movimientos con ojos de cazador.

– ¿Qué te trae por aquí? -preguntó sin levantarse ni mostrar la intención de ofrecerle la mano para saludarle.

– Vengo a felicitarte.

– ¿Hay algo que celebrar? -dijo con desgana recostándose hacia atrás con prepotencia.

– Han detenido al asesino de tu padre y has adquirido con facilidad algunas de mis empresas. Veo que los negocios te van muy bien -dijo con una mueca-. ¿Y tu prometida? ¿Cómo le va?

– Eso no es asunto tuyo -dijo cortante.

– Una linda mujer, reconozco que tienes buen gusto. ¿No te ha hablado de nuestra… vieja amistad? -dijo mostrando una sonrisa de hiena y observando la reacción de su interlocutor.

– ¿A qué has venido? -dijo con frialdad, abortando toda intención de hacerle gozar de su ignorancia sobre aquella relación.

– A proponerte un trato -dijo acercándose a la mesa. Ahora le miraba seguro de sí mismo, confiando en recibir una satisfacción con aquella visita.

– No creo que tengas nada que ofrecerme.

– Tengo mi silencio. -Le miró con expresión grave.

– ¿Qué se supone que debes callar?

– Creo que has vendido la cadena Veracruz Hoteles con algunos problemas pendientes de resolución. -Esbozó una falsa sonrisa-. ¿Están enterados tus nuevos socios norteamericanos? ¿Has… pensado en la cara que pondrán cuando reciban la documentación del pleito pendiente con la justicia? Porque imagino que les habrás puesto al corriente de la cuantiosa multa que les tocará pagar si la Suprema Corte de Justicia dicta sentencia en contra… ¿Y el proyecto con los árabes? ¿Estarán dispuestos a negociar con un tramposo que vende empresas con vicios ocultos? -Sonrió con seguridad, sabiéndose dueño de la situación.

– Así que vienes a chantajearme -dijo con aplomo el presidente del holding ACM-. Has caído muy bajo, Sergio. Me has decepcionado. Dime algo: ¿conoces a Francisco Redondo?

– ¿Debería conocerle?

– Es el presidente de la Suprema Corte de Justicia.

– ¿Y…? -preguntó con cierta alarma el visitante.

– Cené con él hace unos días. Es un buen amigo. Me informó sobre la sentencia que va a dictarse en el contencioso contra la cadena hotelera. -Ahora era Antonio quien reía abiertamente, con seguridad, como quien recupera el látigo y está dispuesto a hacer bailar a su animal de circo para divertimento del público.

Las facciones de Sergio Alcántara habían cambiado. Ya no sonreía, arrepentido una y mil veces por haberse atrevido a provocar a su enemigo. Se miraron en silencio, retándose en un duelo de odio.

– La resolución será favorable para la cadena Veracruz Hoteles y quedará exenta del pago de la multa -dijo despacio remarcando cada silaba, cada palabra. El silencio se tornó incómodo y embarazoso-.Y ahora lárgate de aquí si no quieres que llame a los guardias de seguridad -ordenó con infinita arrogancia sin moverse del sillón.

– Esto no quedará así. Algún día pagarás por tus fechorías -masculló el visitante, perdida la compostura y el escaso orgullo que le quedaba ante su soberbio rival.

Sin embargo, el vencedor no estaba satisfecho; acababa de patear a su enemigo, pero él se sentía abofeteado.

– Victoria, haga venir inmediatamente al jefe de seguridad -ordenó al quedarse solo.

¿Qué más secretos ocultaban aquellos ojos rasgados? ¿Desde cuándo conocía Elena a Alcántara? ¿Habrían conspirado los dos contra él? ¿Ella lo habría conocido el año anterior cuando visitó México? ¿Por qué nunca se lo dijo? Las sospechas se habían reavivado y le dolían como una herida abierta: todo estaba fuera de lugar, había notas falsas y engaños que destrozaban la posibilidad de volver a depositar su confianza en Elena.

Capítulo37

– El señor la espera en el despacho. -La sirvienta le transmitió las órdenes de bajar a su encuentro.

Elena se maquilló y se puso un precioso vestido verde, como sus ojos. Bajó la escalinata con inquietud pues desconocía el motivo de aquella inesperada llamada, ya que era mediodía y él no solía regresar tan pronto de la ciudad. Presintió alguna novedad sobre el juicio de Agustín y su pulso se aceleró al atravesar la puerta del despacho.

Antonio estaba de espaldas a la puerta, mirando por la ventana. Vestía un traje azul oscuro hecho a medida.

– Hola -saludó con una tímida sonrisa.

Antonio se volvió al oír su voz y la encañonó con una gélida mirada.

– Siéntate -ordenó mientras se dirigía hacia ella y se quedaba de pie a su espalda.

Un incómodo silencio les acompañó durante eternos minutos; Elena sospechó que algo iba mal.

– ¿Cuándo conociste a Sergio Alcántara? -preguntó detrás de ella.

Elena sintió una brusca sacudida y su corazón comenzó a latir a velocidad de vértigo; todas las alarmas comenzaron a sonar, un ligero temblor le sobrevino desde las piernas y le subió hacia las manos.

– Le conocí el día que se acercó a nuestra mesa para saludarte, en aquel restaurante del centro.

– ¿Estás segura? -le preguntó al oído. Elena se volvió para mirarle, pero él se había erguido, alejándose.

– Sí -respondió tímidamente con la cabeza.

– ¿Estás… segura de que no le conociste el año pasado? -Su voz sonaba intimidante mientras se paseaba tras ella-. ¿Estás… segura de que no planeaste con él tu inocente llegada a esta casa?

– ¡No! ¿Cómo puedes concebir tal monstruosidad? -protestó levantándose para mirarle con espanto.

– ¡Siéntate! -ordenó. La espesa tensión podía palparse en aquel silencio-. Vas a detallarme punto por punto todos los planes que habías fraguado. ¿Fue él quien organizó tu cita con Agustín?

– ¡No…! Yo no conocía a ese hombre hasta el día que te saludó en la zona Rosa… Después me abordó cuando visité el Museo de Antropología, él se acercó a mí…

– Entonces confiesas que le has visto más veces -interrumpió con energía.

– Sí. Solo aquella vez cuando visité el museo.

– ¡Deja de mentir! Tu escolta jamás te ha visto en su compañía.

– No estoy mintiendo. Él se acercó y me citó en una de las salas para hablarme a solas. El asistente se quedó en el patio esperando mi salida.

– ¿Y accediste a verle? -preguntó indignado.

– Sí. Sentí curiosidad… pero me arrepentí enseguida. Ese hombre me llenó la cabeza de mentiras, solo quería perjudicarte…

– ¿Por qué nunca me hablaste de esa entrevista?

– Aquella misma tarde tuvimos una fuerte discusión y al día siguiente te marchaste a Nueva York. Desde entonces solo nos hemos dedicado a discutir y a hacernos reproches.

– ¿De qué hablaste con ese miserable?

– Él estaba al corriente de todo: conocía mi origen español y mi parentesco con Agustín… y me aseguró que jamás le vería con vida porque tú habías contratado mercenarios para matarle.

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