– La semana que viene empieza en el nuevo colegio y tendré que quedarme en la capital. Te trasladarás allí…
– No -le interrumpió-. Prefiero quedarme en la hacienda.
– Quiero que vengas con nosotros.
– No voy a ir. -Su voz sonó firme y notó la sorpresa de Antonio ante la inesperada respuesta.
– ¿Me estás declarando la guerra? -dijo con mirada intimidante.
– ¿Con qué armas? -respondió Elena intentando dibujar una sonrisa, alzando las palmas de las manos hacia arriba y mostrándolas vacías.
Su mirada podría haberla golpeado si se lo hubiera propuesto, pero ella aguantó la embestida sin pestañear. Se estaban lanzando un pulso y ninguno pensaba ceder un milímetro del terreno conquistado. Antonio estaba acostumbrado a mandar y ser obedecido, y consideraba el menor desacuerdo un desafío.
– Saldremos después de cenar. Procura estar lista -ordenó mientras la dejaba sola.
Llegó la hora de la partida y la sirvienta le trasladó las órdenes del señor: la estaban esperando para salir.
– Dígales que se marchen sin mí. Yo me quedo.
Aguardó un rato más; esperaba la visita de Antonio para insistir en su regreso a la capital… pero no pasó nada. Escuchó el motor del coche. Se habían marchado sin ella.
Elena tuvo que esperar varios días para verle de nuevo; él regresó el fin de semana con Ramiro, y sintió agitación al oír sus pasos en la habitación de al lado. Leía un libro junto al ventanal cuando le oyó entrar.
– Hola -le dijo mientras se acercaba-. Me han dicho que no has salido en estos días.
– Últimamente tengo jaqueca.
– Deberías venir a la capital…
– Estoy bien aquí -dijo cortante.
Se quedó de pie, con las manos en los bolsillos.
– El juicio se celebrará el mes que viene.
– ¿Qué pasará conmigo?
– Nada. Eres libre. He conseguido que la policía te excluya del caso, y no presentarán cargos contra ti. El fiscal ha solicitado la pena de muerte para él. -Habló fijando sus ojos en ella, estudiando su reacción.
– Por fin vas a satisfacer tu venganza.
– Se hará justicia -dijo con gravedad-. Es un asesino y debe pagar su crimen.
– No querría estar en tu lugar. El rencor envenena el alma y debes de estar podrido por dentro.
– Tienes razón. Las sospechas me están destruyendo… Jamás había confiado en nadie hasta que te conocí… y me defraudaste. Nunca creí que fueras capaz de tirar por la borda todo lo que te entregué. Te amé toda entera, pero vendiste tu alma; te ofrecí rozar el cielo con las manos y preferiste revolcarte en el lodo.
– Tú me hiciste caminar en una dirección equivocada.
– ¿Equivocada? -dijo resentido-. ¿Acaso fue él quien te entregó su amor? ¿Iba él a darte el futuro que yo te brindé?
– Me obligaste a renunciar a mi pasado.
– ¿Tu pasado? ¿Qué pasado? ¿A quién te debías? ¿A un asesino?
– Déjalo ya, no puedes entenderlo. Eres incapaz de aceptar a alguien que piense de forma diferente a ti.
– Elena, no deseo venganza, pero no consigo cerrar los ojos y seguir como si nada hubiera pasado. Necesito tiempo para recomponer todo lo que has destrozado -dijo bajando la mirada.
– Ya no hay tiempo -dijo tras un silencio-. Tu empecinamiento hacia él ha destruido cualquier posibilidad de reconciliación. Me marcharé en cuanto termine el juicio. Todo ha terminado.
– Esto aún no ha terminado -dijo tomando sus hombros hasta acercarla a él. Lentamente se inclinó para rozar sus labios, pero no obtuvo respuesta y fue cediendo hasta separarse de ella-. No ha terminado… -repitió mientras abandonaba la sala.
De madrugada despertó sobresaltado al escuchar un grito en la habitación contigua y esperó unos minutos antes de abrir la puerta y entrar. La cama y el sofá estaban desiertos y salió al rellano. Entre la penumbra del patio divisó la silueta de Elena subiendo la escalera.
– ¿De dónde vienes?
– He tenido un mal sueño y he bajado a la cocina -repuso sobresaltada, llevando instintivamente el brazo izquierdo hacia atrás.
– ¿Qué escondes ahí?
– Nada… nada importante.
Se acercó a ella y tiró de su mano para descubrir que sostenía un vaso lleno de licor.
– ¿Estás bebiendo a escondidas? -exclamó mientras se lo arrebataba.
Elena dirigió la vista hacia los cuadros colgados en la pared: retratos de los Cifuentes con gestos soberbios que miraban con suficiencia a los que posaban sus ojos en ellos.
– Necesitaba relajarme.
– ¿Desde cuándo haces esto? -exigió saber con dureza mientras volcaba el contenido en una planta.
– A veces, cuando me cuesta dormir.
– Yo soy el responsable -dijo sacudiendo la cabeza-. Te di alcohol el otro día y veo que te gustó.
– No te sientas culpable. No has sido el primero que me ha ofrecido un vaso de whisky. -Su tono sonaba a provocación, pero él fingió ignorarlo.
– No vuelvas a hacerlo -ordenó a su espalda mientras la dejaba sola.
El domingo por la tarde Antonio regresó a la ciudad con su hijo. Elena bajó la escalera y el pequeño Ramiro corrió hacia ella para darle un abrazo de despedida.
– Hasta la vista, campeón -dijo revolviéndole el pelo con la mano.
– Adiós, Elena -respondió el pequeño.
Antonio observaba la escena apoyado en un arco apuntado del patio.
– Hasta pronto -dijo desde la distancia en tono sereno.
Elena asintió devolviéndole un amago de sonrisa.
En los días posteriores Elena captó un movimiento inusual en la hacienda: los camiones entraban y salían dejando mercancía y numerosos operarios se afanaban en instalar una gigantesca carpa junto a la plaza de toros, colocando guirnaldas de vivos colores por los exteriores; en las cuadras, los caballos más buenos estaban siendo preparados con sus mejores galas.
Supo por Lucía que el 20 de noviembre era fiesta en todo el país. Era el día en que se conmemoraba el aniversario de la Revolución Mexicana, y era costumbre en la hacienda Santa Isabel celebrar una charreada, un evento festivo tradicional en México con exhibiciones a caballo, música de mariachis y platillos típicos. La charrería encontró su cuna en las prácticas ecuestres y ganaderas de México en el siglo XVI como resultado de la conquista española, y fue al principio del siglo XIX cuando en las haciendas se comenzaron a organizar celebraciones en las que los charros demostraban su pericia y competían entre ellos.
Desde muy temprano, en aquel soleado domingo se comenzó a escuchar el ruido de coches y jinetes, y antes del mediodía los músicos inundaron el ambiente con sus rancheras. Elena observaba desde la ventana el murmullo de la gente que se dirigía a la plaza de toros; algunas mujeres vestían los trajes típicos mexicanos: largas faldas de vuelo y profusamente coloreadas, el típico vestido de Adelita, ceñido en el talle y con un volante en la parte baja. Remataban el atuendo con el sombrero típico mexicano de fieltro o de palma con chapetas de cuero o de gamuza. También los hombres vestían trajes de charros, con chaquetas de fieltro, camisa blanca, pantalón estrecho con mancuernas plateadas o doradas a los lados, a juego con las chapetas del sombrero y la botonadura, incluso un cinturón en piel con cartuchos y funda de revólver.
Estaba ensimismada contemplando el exterior y no oyó la puerta tras ella. Solo al oír su nombre se volvió. Antonio estaba en la puerta principal. Vestía un pantalón oscuro y una camisa de manga larga de color liso con los puños doblados por encima de las muñecas.
– Hola -la saludó en tono amable-. ¿Estás lista? Pronto comenzará el espectáculo.
– No, prefiero quedarme aquí. Es tu fiesta. Yo no pertenezco a esto.
Читать дальше