Durante varios días estuvo sola en la gran casa. Se sentía en un ambiente hostil, una exiliada en aquel hogar que ya no era suyo, y el punzante filo del desamparo le desgarraba el alma. Nada de lo que allí había le pertenecía, ni siquiera se vestía con la ropa que él le había regalado. Era una intrusa habitando una propiedad ajena, oprimida entre un presente que se había tornado cruel y un pasado desconcertante que la había vapuleado al intentar recuperarlo. Se había convertido en una víctima, en un daño colateral de la feroz contienda que se había librado, donde un ser inocente había perdido la vida llevándose para siempre el único testimonio de un pasado cruel y despiadado. Pero el vencedor y verdugo pertenecía al presente, y le tenía presente, y pronto se convertiría en pasado. Ella misma iba a convertirse en pasado para él. Nada la retenía en aquel país: su familia ya no existía y el hombre que prometió amarla eternamente la había decepcionado. Se acurrucó en el sofá y lloró con amargura añorando la cercanía de un ser querido. Jamás había estado tan sola, sin una mano que estrechar, ni un cuerpo que abrazar, sin nadie con quien hablar. Todos la habían abandonado. Pensó que era ya tiempo de regresar a casa y retomar su vida.
– Señora, es don Antonio desde Chicago. Desea hablar con usted. -Una criada irrumpió en el dormitorio con el teléfono inalámbrico.
– Dígale que estoy dormida -respondió sin hacer ademán de tomarlo.
La mujer quedó con la mano suspendida en el aire, desconcertada. Por un momento no supo qué hacer con el aparato, al que miraba alternándolo con los ojos de Elena. Por fin salió de la estancia y decidió llevárselo al oído.
– Don Antonio…
– Lo he escuchado, no se moleste.
Antonio regresó una semana después. Desde la ventana del dormitorio Elena le vio descender del coche, pero no venía solo, sino acompañado de una figura de escasa estatura. Esperó su visita y sintió mariposas en el estómago cuando oyó sus pasos en la habitación.
– Hola. ¿Cómo te encuentras? -preguntó Antonio mientras se acercaba seguido de un niño de cabello castaño y ojos marrones.
– Bastante bien. Gracias.
– Ven, Ramiro. Quiero presentarte a Elena.
– Es un placer conocerte, Elena -dijo extendiendo su mano en un gracioso gesto.
– Para mí también, Ramiro. Te pareces mucho a tu padre.
– Eso dice todo el mundo -respondió inocentemente el pequeño, provocando la sonrisa de los dos-. Papá, ¿puedo ir a montar el poni? -preguntó impaciente.
– Claro que sí -dijo sonriendo-. Ahora ve a tu cuarto y ayuda a deshacer las maletas.
– ¿Tiene vacaciones en el colegio?
– Sí, pero ya no volverá al internado. Vivirá en casa.
– Me alegro por él… y por ti -dijo con sinceridad.
– ¿Te preocupa mi bienestar? -preguntó Antonio con cierta ironía.
– Todos buscamos la felicidad. Espero que la encuentres al lado de tu hijo.
– Yo creí encontrarla, pero me engañaron.
– A mí también. Pero ya no importa. -Le miró sin reproche-. Me marcho, Antonio. Regreso a España dentro de unos días.
– No puedes. Parece que no eres consciente de tu situación legal.
– ¿Mi situación legal? ¿Qué quieres decir?
– Ya no eres una simple sospechosa de encubrimiento. La policía tiene pruebas contra ti. Te siguieron cuando te reuniste con Agustín y le entregaste el brazalete. En estos momentos deberías estar en prisión…
– Pero… Creí que todo había acabado…
– Nada ha acabado.
La miró unos instantes sin recibir respuesta; después se marchó por donde había venido. Elena jamás iría a la cárcel, estaba libre de cargos. Él consiguió evitar su implicación sobornando al jefe de la Policía. Pero no podía dejarla marchar, aunque para ello tuviera que utilizar otra nueva argucia.
Aquella noche Elena se acostó temprano; pero apenas cerró los ojos, su atormentada mente se rebeló, enviándola a un pozo oscuro de incertidumbres y miedos. Creyó engañar a aquellas pesadillas trasladándose al sofá, convenciéndose a sí misma de que dormía. Allí yacía acurrucada cuando oyó los familiares pasos de Antonio acercándose a medianoche. Le sintió muy cerca mientras la cubría con una manta cuidadosamente para no despertarla, pero ella no pudo evitar un estremecimiento al sentir su proximidad.
– ¿Por qué no duermes en la cama? -preguntó sentándose frente a ella al comprobar que estaba despierta.
Ella no respondió inmediatamente.
– Porque tengo pesadillas -dijo sin volverse-. Aquí mi sueño es más ligero y puedo despertar antes de que comiencen.
– ¿Piensas evitarlas quedándote en vela durante la noche? Necesitas un médico -dijo moviendo la cabeza con preocupación.
– Ya me ha visto uno.
– Otra clase de médico.
– Tienes razón, necesito uno especial -le dijo volviéndose hacia él-. Deberías internarme en un centro psiquiátrico; así podrías cumplir tu venganza y yo por fin me libraría de ti.
– ¿Y por qué no te marchaste si deseabas librarte de mí? -preguntó dolido.
– Yo quería estar contigo…
– Por supuesto. ¿Con quién ibas a vivir mejor que con el imbécil que prometía dártelo todo? ¿Creíste que no iba a enterarme de la conspiración que habías fraguado?
– ¡No había ninguna conspiración! Yo misma te hablé de mi encuentro con Agustín, nunca pensé ocultártelo…
– ¿Y pretendías que lo aceptara sin más?
– Estaba tan indignada que no sentí remordimiento al entregarle la joya. Al contrario, era un deber ayudar a alguien a quien tú habías tratado injustamente. Me manipulaste como a una idiota, te supliqué mil veces la verdad, y mil veces me la negaste. Yo también tengo derecho a enfadarme -le dijo con rabia.
– ¡Tú ya no tienes derechos! -dijo enojado-. ¡Los perdiste todos!
Se miraron en un retador silencio.
– Debí marcharme con él. Parece que siempre tomo las decisiones equivocadas -dijo derrotada.
– Esta vez acertaste, princesa -dijo sarcástico-. Si lo hubieras hecho, ahora estarías haciéndole compañía.
– ¿Por qué no terminaste el trabajo? Debiste pagar a los hombres que le mataron para acabar para siempre con esta familia de perdedores.
– ¡Yo no soy un asesino! -gritó fuera de sí.
– Agustín tampoco lo era. Él no mató a tu padre.
– ¡Mientes!
– Yo le creí, sé que decía la verdad. Ahora está muerto, pero tú pagarás por esto algún día. ¡Te juro por Dios que lo pagarás bien caro! -amenazó con vehemencia.
– ¡Él no está muerto! -exclamó poniéndose en pie, exasperado por sus acusaciones.
Elena dio un brinco en el sofá y también se levantó.
– ¿Qué estás diciendo? ¿Agustín vive?
– Sí. Está vivo, pero esta vez no podrás ayudarle -dijo con insolencia dándole la espalda, sin intención de aclararle nada más.
Pero Elena no se rindió y fue tras él.
– Antonio, te lo suplico… Dime dónde está… necesito saberlo.
Se volvió en el umbral de la puerta común, escrutándola con una inquisitiva mirada.
– Está preso en la cárcel. Y si tú no estás a su lado, me lo debes a mí.
Después cerró la puerta y la dejó sola.
Tras unos segundos de reflexión, Elena se armó de valor; tenía que ayudar a Agustín, era su deber, su conciencia se lo exigía. Abrió la puerta y asomó su cabeza en la habitación contigua. Él estaba de espaldas y giró sobre sus pasos. Sus miradas se cruzaron y Elena se arrepintió enseguida de su atrevimiento.
– ¿Qué ocurre? -preguntó con frialdad deteniéndose frente a ella y mirándola fijamente.
– Antonio…Tú tienes mi dinero y los cheques de viaje… Quiero contratar un buen abogado para su defensa…
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