– ¡Esto no ha acabado aún! -Salió dando un portazo.
Había aflorado en él el lado oscuro que se agazapaba bajo el rostro de hombre enamorado. De nuevo estaba en sus manos, pero en peores condiciones que el día de la llegada, porque ahora era ella el blanco de su venganza. ¿Y Agustín? ¿Qué suerte habría corrido? Antonio había recuperado el brazalete, luego ya habían estado frente a frente… Probablemente los sicarios contratados para cazarle habían realizado ya su trabajo.
Sobre la mesa del salón descansaban dos botellas vacías de tequila. Antonio estaba tumbado en el sofá, mirando la lámpara del techo, repasando una a una las cuentas de cristal y reprochándose a sí mismo cómo pudo ser tan cándido, cómo pudo creer en sus palabras, en su amor. No. Las mujeres así no existían. ¿Cómo pudo pensar que sí? Era una cínica, acababa de comprobarlo: vino dispuesto a censurar la deslealtad que había cometido y ella se atrevió a reprobar su conducta… La rabia regresó y le hizo incorporarse como un resorte, encaminándose otra vez a su dormitorio.
– ¡Desnúdate, india, ha llegado el patrón! -gritó acercándose con pasos tambaleantes.
– Antonio, estás bebido. Por favor vete a dormir, déjame sola -suplicó Elena al observar, aterrorizada, la rabia que desprendían sus ojos.
Antonio se abalanzó en la cama sobre ella. Elena forcejeó con fuerza para deshacerse de él, pero todo fue inútil: le había inmovilizado las manos sobre la cabeza, aprisionándola bajo su pesado cuerpo.
– ¿Quieres que te haga el amor? ¡Vamos, empieza a gemir, finge como lo hiciste la otra noche! ¡Embustera, zorra…!
– Eres un indeseable, como tu padre -masculló con desprecio, inmovilizada en el lecho.
Aquel insulto le derribó otra vez, dejándole paralizado.
– Yo no soy como él -balbució incorporándose despacio hasta quedar en posición erguida-. Yo no soy como él -repitió, mientras abandonaba la habitación con paso lento y fatigado.
Elena abrió con esfuerzo el portón principal de la casa y salió. Un soplo de aire frío vino a su encuentro. Todo estaba oscuro, apenas iluminado el muro principal por dos grandes farolas de hierro macizo que colgaban sobre la gran puerta de entrada. Con paso vacilante comenzó a caminar en la oscuridad sin rumbo definido. Se sentía atropellada, decepcionada por el hombre que días antes le había jurado amor eterno y al que correspondió con honestidad. Era él el impostor, y no ella. Era él el embustero, quien había tratado por los medios más execrables de convencerla de la maldad de su abuelo, un hombre al que ella había respetado y amado durante toda su vida. Antonio era un ser sin conciencia, un farsante que no había tenido escrúpulos para obligar a mentir a las sirvientas con el fin de salvaguardar el honor de su propio padre.
Una fina lluvia vino a humedecer la fresca madrugada. En su aturdida caminata llegó a perder la orientación al descubrir que las luces del gran portón habían desaparecido de su vista. La lluvia caía imparable y le empapaba las ropas y el cabello, que cada vez se hacían más pesados sobre su cuerpo mientras miles de gotas rodaban por su rostro. Sintió cómo sus pies resbalaban sobre el fango y el agua la cubrió hasta las rodillas. Advirtió entonces que estaba junto al río y giró hacia el norte; al fin divisó el árbol de la diana, su hogar. Allí se arrodilló entre lágrimas bajo las ramas, gritando de dolor y rabia hasta desfallecer e invocando a su madre. Estaba calada hasta el alma y tiritando de frío en aquel viejo tronco que formaba una hendidura y la recibía como si de un trono se tratara. Las ramas colgantes la protegieron de la lluvia y se sintió reconfortada en aquel lugar de su infancia. Agustín y sus amigos jugaban cerca de ella y su madre le insuflaba una cálida brisa desde el más allá. Cerró los ojos y sintió que traspasaba el espejo.
¡En casa de nuevo!
Su abuela Isabel cosía un precioso vestido y José hacía un solitario con las cartas. Estaban en el patio, bajo la sombra de un centenario limonero. Elena leía un libro sentada en una mecedora junto a ellos y planeaba su futuro ideal: una vida tranquila y feliz junto a un hombre bueno con el que compartirla. Deseaba dar a sus hijos lo que ella nunca tuvo: alguien a quien llamar papá y mamá. Nunca había sido ambiciosa y jamás había pedido más de lo que ya tenía; se conformaba con aquel presente y rezaba para que durase eternamente.
Antonio despertó tirado en el sofá con una fuerte resaca. Sentía un punzante puñal clavado en lo más hondo de su orgullo que le impedía pensar, hablar, levantarse. «¡Mentirosa!» La furia no se había apagado después de varios litros de alcohol. Aún se moría de ganas de verla, aunque fuese para insultarla de nuevo, pero necesitaba verla de nuevo. Subió despacio, recordando y repitiendo en su memoria los reproches que Elena le había dedicado. Se introdujo en su habitación, pero la cama estaba vacía y comenzó a gritar su nombre por toda la casa como un poseso.
El sol empezaba a descender tras las montañas cuando Elena sintió una fuerte presión en los brazos; al abrir los ojos topó con los de Antonio, inclinado frente a ella. Instintivamente protegió su rostro con las manos.
– ¡Dios! Llevo horas buscándote, estás empapada -dijo despojándose de su cazadora de piel y cubriéndola con ella-. Vamos a casa -ordenó, ayudándola a levantarse.
Recorrieron el trayecto en un tenso silencio; Elena tiritaba de frío. Iba a descender del coche cuando sintió que él sujetaba su brazo para impedirlo.
– Anoche perdí el control; bebí demasiado. Lo siento -dijo arrepentido.
Ella ignoró sus palabras y abrió la puerta, pero él la retuvo.
– Dime que todo era cierto, dime que me quieres. Necesito creerte… -Su voz era la de un hombre vencido, ansioso por aceptar cualquier explicación.
– Ahora soy yo quien no te cree -respondió Elena con mirada de reproche.
La había manipulado sin contemplaciones, induciéndola a creer falsedades que nunca había aclarado y silenciando unos episodios vergonzosos y crueles. Él no la creyó la noche anterior cuando intentó aclararle su encuentro con Agustín, y ella no tenía intención de sacarle de su error. Que pensara lo que le viniera en gana. Jamás volvería a rebajarse ante él.
– Te odio -continuó con rencor-. Nunca más volveré a confiar en ti. No me arrepiento de lo que hice. Espero que tú sí. -Se soltó con rabia de su brazo, saliendo con la cabeza erguida y paso firme hacia el interior de la casa.
Durante su primer matrimonio, Antonio había instalado en la casa de la capital un circuito de grabación de todas las llamadas telefónicas. Colocó otro similar en el despacho de la hacienda al poco de heredarla. Nada ni nadie escapaba a su control. Su esposa le engañó, y él tenía archivos sonoros y fotográficos de todos sus pecados. Ahora se disponía a descubrir las traiciones de Elena. Sentado en la mesa de madera labrada comenzó a escuchar todas las llamadas generadas durante su ausencia, pero solo halló las que él mismo realizó desde Nueva York. Prestó atención a la del día anterior a su regreso: su voz sonaba diferente y se escuchó a sí mismo interesándose por ella, pues la sentía extraña y su conversación era fría y cortante; ahora conocía el motivo.
Pero su confusión aumentaba por momentos. Ella le había traicionado, le había mentido sobre la relación con su hermano, y sin embargo… Le había parecido sincera. En su aturdimiento trató de recordar las veces que hablaron acerca de su familia: en una ocasión ella le preguntó cómo era su madre. ¿Acaso no la conocía? Y las confidencias con Regina Gutiérrez los primeros días… Estaba dolida por haber sido abandonada. ¿No lo había hablado con Trinidad cuando la había visitado el año anterior? ¿Y su posterior entrevista con la sirvienta? Parecía haber creído todo lo que ella le contó, pero después volvió a la carga con sus dudas… ¿Conocía ya la verdad y fingió aceptar sus explicaciones? ¿Le estaba poniendo a prueba? Y la foto de su hermano… Elena no le reconoció en los carteles de la calle el día que salieron a cenar… ¿Habría mentido? Antonio no creía la historia de la nota escrita que dijo haber hallado para acudir a la cita, pero entonces ¿cómo contactaron? ¿Recibió ayuda en la hacienda? Imposible. Todos los sirvientes eran nuevos, excepto Lucía. Ninguno conocía a Elena ni a su hermano.
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