Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– ¡Qué estúpido he sido! ¿Cómo no me di cuenta antes de esta farsa? -gritó indignado golpeando al aire.

Todo se había derrumbado de repente: sus vacaciones, su familia, su matrimonio, el deseo de un hogar, Elena… ¿Aún estaría en la finca…? No, seguro que ya se habría largado. Había cumplido su objetivo y no iba a esperar que él regresara para ofrecerle un cálido beso en la mejilla, como Judas. Estaría ya de vuelta en su país con un botín de joyas con el que viviría cómodamente. «¡Estúpido, imbécil!», se repetía una y otra vez. «¡Te han engañado!»

Tomó el teléfono y sintió que el pulso se le aceleraba al conocer que ella aún seguía en la hacienda. Salió conduciendo el coche sin control, ciego de ira. Jamás hubiera esperado una traición de Elena. La había idolatrado, nunca creyó que existiera una mujer tan extraordinaria, tan íntegra, tan inocente… tan astuta…

Se sintió ridículo. ¡Todo era mentira!

Ella había ido a México con un único objetivo: seducirle para ayudar a su hermano a escapar. Él le habría pedido ayuda después de asesinar a su padre. Todo parecía haber sido planeado con meticulosa premeditación. Sí, era un buen plan, digno de una mente preclara y ágil como la suya. Golpeó con fuerza el volante en un arranque de furia, ansioso por llegar a la hacienda para comprobar cómo le recibiría Elena. En aquellos momentos deseaba apretarle el cuello y verla morir allí mismo, de rodillas, ante él. Jamás había amado con tanta intensidad y jamás le habían humillado con tanta saña.

Unas luces le cegaron de repente. Giró con violencia el volante y se salió bruscamente de la calzada, logrando detener el coche antes de estrellarlo contra un gran árbol. Quedó quieto, en silencio, a oscuras. Debía estar sereno para meditar con frialdad, como lo haría ella. Tenía que desenmascararla y hacerla confesar, para después darle una lección que no olvidaría jamás. Arrancó de nuevo más calmado, y al llegar a la mansión se dirigió directamente al dormitorio. Estaba preparado para, fuesen cuales fueran sus argumentos, aseverar su traición. Esperaba súplicas, explicaciones, arrepentimiento, pero nada de aquello le haría cambiar la idea de infligirle el castigo más grande que jamás imaginaría recibir.

Elena estaba tumbada en el sofá con un libro abierto sobre su regazo y miraba hacia el techo pensativa mientras la sinfonía nº 41, Júpiter , de Mozart inundaba la estancia en un elevado volumen. Antonio apagó el aparato de música y se quedó en pie, quieto, analizando su reacción.

Ella volvió la cabeza y descubrió su silueta junto a la cama. Advirtió cómo escudriñaba cada uno de sus movimientos; era un cazador intentando discernir si la presa tenía intención de huir o pelear. Sintió mariposas en el estómago, pero esa vez no eran de alegría. Su intimidante mirada le indicó que ya estaba al corriente del encuentro con Agustín y se incorporó despacio, avanzando lentamente hacia él. Antonio aguardaba una reacción de miedo, que extrañamente no encontró; más bien parecía… ¿Reproche? Pero su decisión permanecía inconmovible, ejerciendo un férreo control sobre las emociones.

– Tengo algo que decirte -dijo Elena deteniéndose frente a él.

– ¿Y bien? -Antonio advirtió cómo ella respiraba con dificultad, aunque sin esquivar su mirada.

– He visto a mi hermano.

– ¿De veras? -contestó sin mostrar signos de sorpresa-. ¿Y dónde le has visto?

– Aquí, en la finca, en el árbol de la diana.

– ¿Cómo sabías que estaba allí? -La tensión podía palparse en el ambiente.

– Encontré una nota que me citaba allí.

– ¿Quién te la envió?

– No lo sé. Estaba junto al teléfono. Pensé que eras tú quien la había puesto para darme una sorpresa, pero le encontré a él.

– ¿Y qué pasó? -preguntó con las mandíbulas contraídas.

– Hemos estado hablando.

– ¿De qué? -preguntó apelando a toda su sangre fría para no estallar de furia.

– Del pasado, de mis padres… del tuyo… de ti…

– ¿Os habéis divertido mucho a mi costa? -masculló tratando de contener la rabia.

– No. Eres tú quien ha estado burlándose de mí todo este tiempo. Quiero que sepas que le he ayudado.

– ¿Cómo le has ayudado? -La ira blanqueaba sus nudillos, apretados los puños.

– Le di una de las joyas que me has regalado.

La indignación de Antonio aumentaba segundo a segundo al comprobar la frialdad con la que ella confesaba su traición sin ningún pudor.

– ¿Cuál? ¿Esta? -dijo extrayendo de su bolsillo el brazalete y arrojándolo sobre la cama-. ¿Es que no tienes vergüenza? -Al fin había estallado en un grito de rabia-. ¡Miserable! ¡Zorra! ¿Por quién me has tomado? ¿Creías que ibas a engañarme? ¿De quién partió la idea de embaucarme? No me lo digas. -Le apuntó con el dedo amenazante-. Sé que fuiste tú quien lo preparó todo. Eres muy lista. Me he dejado cazar por una mirada ingenua, pero encierras una mente fría y sin escrúpulos.

– ¿De qué estás hablando? -le increpó, desconcertada ante aquellas acusaciones-. Eres tú quien ha estado fingiendo todo este tiempo…

– ¡Todo era mentira! ¡Los extraños sueños, tus visiones…! Casi consigues convencerme. Fue él quien te preparó todos los escenarios, ¿verdad? Lo ocurrido en el establo, lo de esa niña… ¡Todo era un montaje! ¡Me has ridiculizado, me has mentido…! Has utilizado mis debilidades para conseguir tu objetivo ¡Pero vas a pagar cara tu osadía! ¡Nadie se burla de Antonio Cifuentes! -gritaba fuera de sí.

– ¿Tú sabes lo que pasó en el establo? -preguntó sobrecogida.

– ¡Sí, y tú también! Eres una excelente actriz, pero esta vez no has triunfado -masculló con desprecio acercándose peligrosamente a ella.

Elena trató de separarse, pero él se lanzó sobre ella lleno de ira y ciñó con rabia sus brazos.

– Piensa lo que quieras, porque no me arrepiento de lo que he hecho -exclamó ella con rencor.

– ¡Pues lo harás! ¡No vas a salir indemne de esto! ¡Te mataría aquí mismo con mis propias manos! -amenazó con los dientes apretados.

Pero Antonio no esperaba en absoluto escuchar las palabras que oyó a continuación…

– ¡Adelante, hazlo! Sigue la tradición familiar. El amo golpea y la india recibe…

– ¿Qué has dicho? -Quedó paralizado al escuchar aquello.

– Ya sé todo lo que pretendías ocultarme. ¡Tú sabías quién era el padre de Agustín! ¡Sabías quién era el hombre que maltrataba a mi madre…! ¡Era Andrés Cifuentes, tu padre! ¡Tú eres quien ha mentido desde el principio! -gritó ahora Elena.

– Ya entiendo… -dijo alejándose de ella-. Has venido para ajustar cuentas, ¿verdad? Visitaste México el año pasado y entablaste contacto con tu familia, me lo ha contado el jefe de la Policía. Lo preparaste todo para ayudarle a escapar. ¡Viniste a vengarte de mi familia! ¡Confiesa de una vez! -gritaba sacudiéndola de nuevo por los hombros.

– ¡No! ¡No es verdad! ¡Yo jamás te mentí! ¡Pero tú sí lo hiciste!

– No te creo, te he calado bien y sé hasta dónde eres capaz de llegar con tus enredos ¡Eres una farsante!

– ¡No! Yo he actuado con honestidad. No conocí toda la verdad hasta que hablé con Agustín. Y le he ayudado porque es inocente. ¡Él no mató a tu padre!

– ¡Mientes! ¡Mientes tú y miente él! Sois tal para cual. Él es un asesino y tú una impostora.

– ¡No! ¡Estás equivocado! -Su voz temblaba entre lágrimas.

– ¿Merecía él tu lealtad más que yo, que te lo he dado todo? -reprochó con dolor-. ¡Tramposa! Eres una ramera… Me haces creer que eres débil, pero no es cierto.

– ¡Yo jamás te traicioné! ¡Fuiste tú quien mintió…! -Pero él ya no la escuchaba.

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