– ¿Y Antonio Cifuentes? ¿Es igual que su padre?
– No, él nunca ha utilizado la violencia, pero es soberbio y orgulloso; no permite que nadie le mire a los ojos ni le replique, exige obediencia y sumisión.
– ¿Alguna vez tuviste trato con él? ¿Habéis hablado de vuestro parentesco?
Agustín esbozó una amarga sonrisa.
– Todavía no has comprendido… Él es el amo y yo no soy nadie: un simple peón, un indio, un bastardo. Siempre me ignoró, incluso más que a cualquiera de los mozos empleados aquí. Jamás se rebajaría a dirigirme la palabra, y menos para hablarme de nuestro padre común. Abre los ojos, pequeña Lena, solo éramos siervos sin derechos, con la única obligación de trabajar para ellos.
– Pero esto no es el siglo pasado; ya no hay esclavos, estamos en los noventa…
– Aquí no; la ley está a su servicio. Ellos tienen el poder y disponen de él a su antojo.
– ¿Qué piensas hacer ahora?
– Voy a largarme al norte para intentar pasar la frontera hacia Estados Unidos.
– Toma -dijo quitándose de la muñeca un valioso brazalete de platino y diamantes en forma de zigzag. Era el primer regalo que recibió de Antonio-. Con esto podrás sobrevivir un tiempo.
– No puedo aceptar esta joya, no te busques problemas.
– No te preocupes por mí. Tengo que aclarar muchos asuntos con él -dijo dolida.
– No confíes en él, ten cuidado. Sé que obligó a Regina Gutiérrez a mentirte. Aquí las cosas no funcionan como en Europa. Es poderoso, puede hacerte mucho daño y quedar impune.
– Se ha burlado de mí -dijo con rabia-. No pienso quedarme de brazos cruzados y dejarme manejar como una estúpida. Me parece una ironía. Tú también eres su hermano, eres el único nexo en común entre él y yo. Sin embargo, estamos situados en orillas opuestas: él desea tu cabeza, mientras yo rezo para que consigas sobrevivir a esta fatalidad -dijo con una triste sonrisa-. Ya todo me da igual. Necesitaba verte, conocerte, hablar contigo; por fin se ha cumplido mi deseo. -Le abrazó con lágrimas en los ojos-. Llévate el brazalete. Si consigues llegar a Estados Unidos, házmelo saber.
– De acuerdo -dijo mientras se fundían en un fuerte abrazo-, mi pequeña Lena… Ojalá todo te vaya bonito en la vida…
Elena montó a su animal con la certeza de que nunca más volvería a verle. «El paso de la frontera es muy arriesgado y no todos lo logran», pensó. El camino hacia el norte era largo, los peligros acechaban… y la policía aún seguía tras sus pasos. Estaba emocionada por aquel encuentro, pero la decepción sufrida al descubrir la manipulación de que había sido objeto nublaba la satisfacción de haber aclarado su verdadero pasado. Todo se había desmoronado; había confiado ciegamente en un hombre que le había mentido…Ya no creía en él…
Una desagradable sorpresa la esperaba a su regreso a la mansión: el jefe de la Policía deseaba interrogarla, pues habían recibido información de que Agustín González había sido visto merodeando la finca. Ella le devolvió las mismas respuestas que en la central, negando cualquier contacto con él.
– ¿Usted cree que regresaría a la casa de su víctima? ¿Por qué habría de hacerlo? Correría un gran peligro…
– Quizá para contactar con la única persona que podría ayudarle: usted.
– Él y yo no nos conocemos. Jamás ayudaría a un asesino -dijo aparentando seguridad-. Además, ¿qué interés tendría yo para él?
– Dígamelo usted -demandó con mirada felina.
– Se lo diré: ninguno -respondió con indolencia-. Lo siento, pero se ha equivocado de persona.
– Está bien, disculpe las molestias. ¿Cuándo regresa el señor Cifuentes?
– Pronto, en unos días.
– Le ruego que le transmita mi deseo de entrevistarme con él en cuanto llegue.
– No se preocupe, le daré una puntual información de su visita, señor Flores.
Tras un impaciente vuelo, el jet privado aterrizó en el aeropuerto internacional de Ciudad de México, donde el lujoso Mercedes le esperaba al pie de la escalerilla. Eran las seis de la tarde y Antonio Cifuentes ordenó al chófer dirigirse directamente hacia la finca. Estaba ansioso por reencontrarse con Elena.
– Señor, el jefe de la Policía llamó ayer. Necesita comunicarse con usted urgentemente -le informó su asistente personal.
– Entonces llámele y dígale que se reúna conmigo de inmediato.
– Buenas tardes, Manuel. Dígame qué novedades tiene para mí. -Estaban en el despacho de su palacete en el Distrito Federal.
– ¿Le ha informado la señorita Peralta sobre mi visita a la hacienda?
– No. Acabo de llegar de Estados Unidos y aún no la he visto ¿Hay alguna novedad?
– Agustín González ha sido detenido -dijo triunfante.
– ¡Vaya! Por fin le han atrapado. ¿Dónde se escondía esa alimaña?
– No va a creerlo, pero le cazamos dentro de su propiedad.
– ¿Qué?
– Recibimos una llamada. Alguien le vio merodear por la hacienda y nos adentramos ayudados por el capataz. Comenzamos a vigilar los movimientos de la señorita Peralta y ella misma nos condujo hasta él.
– ¿Ella se encontró con él? -preguntó lívido por la impresión.
El policía abrió un sobre y depositó una pulsera de diamantes sobre la mesa.
– ¿Es suya esta joya?
– Sí… sí, es de mi propiedad -respondió desconcertado.
– González la llevaba encima, dice que la ha robado. Le hemos interrogado con gran dureza, pero no conseguimos arrancarle una confesión que inculpe a la señorita Peralta. Dígame qué hacemos con ella.
– Manuel, olvídese de esta joya, y también de ella -ordenó tomando el brazalete con una mano y guardándolo en un bolsillo de la chaqueta-. Es un asunto privado y yo mismo voy a solucionarlo.
– Hay algo más. Ahora estamos seguros de que ella le ha estado encubriendo durante todo este tiempo.
– ¿En qué se basan para esa afirmación? -preguntó con estudiada calma.
– Estuvo aquí el verano pasado. Hemos revisado los vuelos procedentes de España de los dos últimos años. Elena Peralta llegó a Ciudad de México a primeros de julio y regresó a finales de agosto. Ella asegura que no le conoce, pero parece extraño que en dos meses de estancia en el país no tuvieran contacto, ¿no cree?
Antonio realizó auténticos esfuerzos por mantener la compostura ante el representante de la autoridad. Su primera reacción de sorpresa daba paso a una terrible furia.
– Olvídese de ella, Manuel. Yo me encargaré personalmente de que reciba su castigo. Ya he recuperado la joya, así que concéntrese en el asesino. El resto es asunto mío -ordenó con las mandíbulas contraídas.
– De acuerdo. Usted manda.
Al quedar solo comenzó a dar vueltas en el despacho como una fiera enjaulada.
– No, ella no -repetía incrédulo-. Ella no ha podido engañarme de este modo. Ella no… ella no…
Trató de recordar los últimos movimientos, sus últimas palabras… Había insinuado más de una vez la posibilidad de tomar partido por Agustín, le hablaba de los bellos recuerdos a su lado, incluso la oyó mencionar su nombre en sus sueños… ¡Estaba preparando el terreno…! Le había embaucado hasta ganar su confianza, hasta tenerle rendido a sus pies. Después comenzó la segunda parte de su plan: tenía que apoyarle desde dentro, utilizando artimañas para trasladarse a la hacienda. Ella siempre tuvo empeño en vivir allí, y ahora Antonio lo veía claro: era el único sitio donde podrían verse con libertad sin ser descubiertos. Agustín conocía todos los rincones, y ella esperó pacientemente a quedarse sola para reunirse con él y entregarle un fabuloso tesoro con el que comenzar una nueva vida…
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