– ¿Qué quiere de mí? -preguntó intrigada-. ¿Por qué me ha seguido?
– Sentía curiosidad -respondió el desconocido con aparente inocencia-. Sé quién es usted y me resulta sorprendente su parentesco. ¿Tiene noticias de su hermano?
– ¿Y usted? -preguntó a modo de respuesta. Necesitaba saber qué propósitos ocultaba en aquel nada fortuito encuentro.
– ¿Yo? -preguntó divertido-. ¿Cómo podría tenerlas? Pregunte a su protector, él puede darle esa respuesta.
– Antonio no sabe nada y no es mi protector -repuso molesta-. Todo está bajo investigación policial.
– ¿Y de la otra investigación? ¿Qué le ha contado el señor Cifuentes?
– ¿La otra investigación?
– ¿No le ha hablado de los grupos de mercenarios que ha contratado para darle caza?
– Usted no sabe lo que dice -protestó indignada-. Antonio no es un asesino.
– Por supuesto; él nunca se mancharía las manos, para eso tiene en nómina a muchos voluntarios que lo harían con gusto.
– Sé quién es usted, conozco los problemas económicos que acarrea su esposa. No pretenda utilizarme para vengarse de él porque no va a conseguirlo.
– Pretendía prevenirla, nada más. Jamás le verá con vida. Su protector solo vive para ganar dinero y no piensa compartirlo con nadie… La muerte de Andrés Cifuentes a manos de su hermano le vino como anillo al dedo, lo que se llama matar dos pájaros de un tiro -dijo con una media sonrisa.
– ¿Qué está insinuando?
– He oído que vive usted con él… -continuó.
– ¿Y a usted qué le importa? -dijo con desagrado.
Él volvió a sonreír.
– Es astuto, debo reconocer su valía. Jamás deja un cabo suelto.
– ¿Puede hablar más claro?
La miró despacio durante unos incómodos minutos.
– Usted ha crecido en España, ¿me equivoco?
– No. Es cierto.
– ¿Y está al tanto de los… lazos de sangre de los Cifuentes con… los González?
Elena inició una sonrisa que no llegó a materializarse; en su lugar quedó una mueca desconcertada.
– ¿Se ha tomado la molestia de seguirme e investigarme solo para emponzoñar nuestra relación? ¿Es así como pretende hostigar a Antonio?
– ¡Caramba! Compruebo que no sabe nada… -Sonrió triunfante-. ¡Qué cabrón!
– Esta conversación ha terminado -dijo dirigiéndose a la puerta.
Sergio Alcántara se volvió hacia ella sonriente y satisfecho. Había salido a cazar con mínimas esperanzas y acababa de lograr un gran trofeo. Pero su presa aún no estaba muerta.
– ¡Vaya con Antonio! Sabía que carecía de escrúpulos, pero no esperaba que llegara tan lejos para conservar su fortuna… incluso al incesto…
Elena quedó paralizada con la mano sobre el pomo. Se volvió con disimulada calma.
– ¡Es usted un indeseable! -le gritó desde la puerta.
El rítmico sonido de los tacones fue disminuyendo a toda velocidad, alejándose de la sala y de aquel hombre.
El porche acristalado despedía los últimos rayos de luz en un atardecer cálido y anaranjado, pero Elena no lo apreciaba. Su mente era un torbellino, un volcán a punto de erupción. El misterioso visitante del museo había conseguido pulverizar sus esquemas, golpeándola contra la pared y haciéndole perder la orientación. Todos sus recuerdos eran inestables, inseguros, movedizos. Cruzaba de un lado a otro sin saber qué dirección tomar. ¿Quién había mentido? ¿Regina Gutiérrez? ¿Sergio Alcántara? ¿Antonio? «La muerte de Andrés Cifuentes a manos de su hermano le vino como anillo al dedo…» ¿A quién se refería? ¿Al hermano de Antonio o al de ella?
La simple idea de su posible consanguinidad le producía escalofríos. ¿Habría sido capaz Antonio de hacer el amor con ella teniendo conocimiento de su ascendencia? Si la respuesta era afirmativa, debía salir corriendo de allí… Pero ¿y si era una trampa? ¿Y si aquel hombre mentía? Ellos eran enemigos acérrimos, tanto en los negocios como en el plano personal. Recordó la escena de días atrás con su ex esposa. Antonio tenía intención de despojarles de la empresa, de las minas, les expulsaría de la casa… Estaban desesperados, y el abordaje en el museo era otra batalla más en aquella guerra sin cuartel que libraban entre ellos.
Sí, aquello era una estratagema de los Alcántara. Antonio la amaba, estaba segura. Confiaba ciegamente en él… Pero… ¿y si había algo de verdad…?
Oyó pasos y alzó la vista para encontrarse con Antonio dirigiéndose hacia ella con los brazos extendidos y una amplia sonrisa. Elena estaba rígida y pensó en rechazar su abrazo, pero consiguió mantener la calma y no se movió. Antonio percibió su tensión y se separó de ella para escudriñar sus ojos.
– ¿Ocurre algo?
Elena estaba paralizada, los brazos de Antonio le aprisionaban como garras ásperas e incómodas y sintió deseos de escapar corriendo.
– No… es solo que… no me encuentro bien.
– Quizá dormiste poco anoche… -insinuó con una sonrisa traviesa.
Elena se deshizo al fin de sus brazos y le dio la espalda. Tras unos silenciosos instantes se volvió hacia él, decidida a abordar de una vez la incertidumbre que la estaba consumiendo.
– Antonio. Necesito saber… quién era mi padre…
– ¿Ya estás de vuelta con esa obsesión? -dijo desagradablemente sorprendido-. Creí que todo estaba ya aclarado…
– Por favor, dime la verdad -suplicó.
– Tu padre se llamaba Rafael Peralta, hijo de José Peralta, tu abuelo -dijo dando por terminada la conversación.
– ¿Mi abuelo era el padre de Agustín?
– Ese capítulo ya te lo aclaró Regina Gutiérrez. ¿Es que dudas ahora de ella? Deja esto de una vez, te lo ruego -pidió con incomodidad acercándose a ella. Pero Elena dio un paso atrás, indicándole que no quería que la rozara.
Un tenso silencio envolvió la sala.
– ¿Hay posibilidades de que Agustín, tú y yo tengamos alguna… conexión familiar?
Acababa de lanzar otra piedra con suma delicadeza. Antonio quedó paralizado durante unos instantes por la sorpresa, pero reaccionó bromeando.
– ¡Claro! Tu abuelo se enredó con mi madre, después con la tuya y también con Lucía. ¡Todos somos una gran familia: los Peralta…! -Había un jocoso malhumor en su respuesta.
Pero Elena no se inmutó. Aún quedaba otro lanzamiento. Al regresar de la visita al museo se había dirigido al despacho para examinar un portarretratos con la foto de Andrés Cifuentes.
– Tu padre también tenía los ojos claros.
Estudió su reacción con la segunda andanada. Esta vez Antonio no logró guardar la compostura.
– ¿Has estado tomando, Elena? -preguntó con severidad.
Ella negó con un gesto sin bajar su mirada.
– Entonces ¿a qué viene esto? ¿Qué disparate estás insinuando? ¿Cuántos padres te has adjudicado ya? -exclamó enfadado y comenzando a pasear alrededor de ella.
– Solo quiero saber la verdad.
– ¡Ya la sabes!
– No. No la sé, pero tú sí, y no quieres contármela -le increpó enojada.
– ¡Basta! Empiezas a preocuparme seriamente.
– Dame una respuesta, dime que estoy en un error, que estoy loca por imaginar estas atrocidades…
Se acercó a ella, tomó su barbilla y le hizo volver el rostro hacia él. Pudo leer en sus ojos un destello de miedo, de vulnerabilidad, de desconfianza.
– Pero ¿quién te ha metido estas locuras en la cabeza?
– Nadie… Son intuiciones -mintió.
– Has tenido otro de esos sueños raros… -dijo suavizando el gesto-. Ahora lo entiendo.
Ella miraba al suelo sin intención de afirmar o negar. Antonio se inclinó sobre ella.
– Elena… -Su voz sonaba intranquila-. Estoy empezando a preocuparme… ¿Quieres platicar con alguien? Quizá un especialista podría ayudarte…
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