Ella alzó los ojos llenos de rabia.
– Hablaré con un loquero cuando tú hables conmigo de una vez.
Antonio emitió un suspiro de impaciencia y se separó de ella.
– ¿Hasta cuándo, Elena? ¿Cuándo vas a aparcar esa obsesión? Es tu sentimiento de culpa, ¿no es cierto?
– No tiene nada que ver con esto…
– Sí, está claro que tiene que ver. Has hecho el amor conmigo, te has planteado adquirir un compromiso y estás asustada; temes dar el gran salto y necesitas resucitar a tus fantasmas para acallar así los remordimientos.
– ¿Eso es lo que crees?
– Estoy seguro -afirmó rotundo.
– Antonio, ¿has sido siempre, siempre, siempre… sincero conmigo? -suplicó acercándose a él para mirarle a los ojos.
La respuesta no fue todo lo rápida que ella esperaba escuchar. Antonio se tomó unos segundos que no hicieron más que confirmar sus recelos hacia él.
– Te di mi palabra de que nunca, nunca, nunca… te haría daño, y la he cumplido.
Ella seguía mirándole fijamente y quedó callada.
– No has contestado. Esa no era la pregunta.
Antonio frunció el ceño en un gesto de impaciente malestar.
– He hecho todo lo que estaba en mi mano para ayudarte a seguir adelante, para protegerte, para hacerte feliz. Déjalo estar, te lo suplico. -Emitió un suspiro de cansancio.
Aquella respuesta significó una confesión para Elena. Ahora tenía la certeza de que nada era seguro y de que jamás sabría la verdad a través de Antonio.
– Yo confiaba en ti…
– Sigue haciéndolo -suplicó Antonio en un susurro.
Elena giró sobre sus talones y se dirigió a la puerta.
– ¿Adónde vas?
– A mi dormitorio. Hoy quiero estar sola -dijo sin volverse antes de traspasar el umbral y cerrar la puerta.
Antonio bramó una maldición y se volvió hacia el ventanal, preguntándose cómo Elena había conseguido averiguar que había algo más… porque había algo más… ¿Acaso tenía visiones, como insinuó Lucía el día que Elena acertó con el lugar de la muerte de su hija, incluso con el verdadero padre de esta? Se preparó una copa mientras paseaba por la habitación y meditaba sobre contarle o no toda la verdad antes de que ella lo averiguase a través de sus sorprendentes visiones.
Era muy temprano cuando Elena se despertó al oír movimientos en el dormitorio contiguo. Después oyó que su puerta se abría y los sigilosos pasos de Antonio acercándose a su cama. Esta vez no permaneció inmóvil como en otras ocasiones y se volvió hacia él. Sus miradas se cruzaron en la oscuridad.
– Te he despertado… Lo siento.
Antonio se sentó frente a ella sin atreverse a tocarla.
– Lamento lo de anoche. Ahora quiero que escuches esto: cuando regrese de Nueva York, tú y yo tendremos una importante conversación; debo contarte algunas cosas que sucedieron en el pasado. Hasta ahora no consideré necesario hacerlo, pero veo que me equivoqué…
– ¿Por qué no hablamos ahora?
– Es una larga historia y quiero hacerlo con calma. Pero ante todo debes estar completamente segura de una cosa: tú y yo no tenemos lazos familiares, de ninguna clase. ¿Me has entendido? No quiero que te mortifiques imaginando disparates como los que insinuaste anoche.
– ¿Y Agustín?
Antonio respiró profundamente y tardó en responder.
– A mi regreso hablaremos largamente de Agustín. Espero estar pronto de vuelta; me voy bastante intranquilo.
El otoño en Nueva York era una fiesta de luz por las calles. Los árboles de la Quinta Avenida se despedían burlones de sus hojas con una serpiente de luz enroscada alrededor de sus troncos que, cubiertos de minúsculas lámparas, iluminaban las calles y acogían a la muchedumbre multirracial que deambulaba diariamente por sus lados, donde se fundían y confundían lujosas pieles con chaquetones de poliéster y gorros de lana.
– Estoy cansado de este tiempo tan desapacible. Espero que mañana esté todo listo para la firma. Pienso pasar la semana próxima disfrutando del sol en Acapulco. -Antonio descendía de la limusina protegido por un largo abrigo de lana fría de color oscuro. Iba acompañado de Sebastián Melero y se dirigían al hotel Plaza.
– Nuestro equipo de abogados es minucioso y está estudiando la letra pequeña del contrato. Hay que ir con pies de plomo. Es una operación demasiado importante.
– Nunca pensé que podríamos hacernos con un sillón en el consejo de administración en la Wilson Corporation -dijo Antonio satisfecho.
– La transacción de la cadena hotelera ha supuesto unos dividendos impensables hasta hace unos meses, y ha salido redonda. Si el tribunal hubiese fallado contra la cadena Veracruz antes de la venta, todo se habría ido al infierno. Sin embargo, has conseguido hacerte un hueco en esta gigante multinacional.
– Todo gracias a ti, Sebastián. Valoro la lealtad y no olvido tu protagonismo en este acuerdo.
– Yo me limito a estar alerta para defender los intereses de mi presidente, a quien en los últimos tiempos encuentro muy relajado y feliz -dijo con una media sonrisa.
– Tienes razón. Mi vida ha cambiado, y también mis prioridades. Pronto aumentarán tus competencias en el holding . Voy a crear la figura de vicepresidente, y ese puesto es para ti. Quiero dedicar más tiempo a mi familia.
«Mi familia», suena bien, pensó.
– Gracias, Antonio. Me siento muy halagado por tu confianza y trataré de no defraudarte.
– Sé que lo harás muy bien. Por cierto, necesito que me hagas un favor -dijo frenando su paso hacia los ascensores-. Mañana voy a estar muy ocupado. Ve a Tiffany's y compra una joya muy cara.
– ¿Para cuándo la boda?
Antonio le miró con gesto pensativo.
– Pronto.
– ¿Me concederás el honor de ser tu padrino?
– Por supuesto. Contaba contigo para ese día -dijo animado.
Recordó, mientras accedía a la suite, la escena de la noche anterior a su partida. Elena le había suplicado ayuda y estaba arrepentido por no haber estado a la altura. Pero todo cambiaría al regreso. Iba a aclarar de una vez las dudas sobre su familia. Definitivamente iba a contarle toda la verdad, una verdad que había decidido silenciar con el propósito de protegerla de un episodio ruin del pasado, pero había acabado rindiéndose ante la evidencia de la inutilidad de aquella empresa. El pasado volvía una y otra vez, como las olas en un acantilado. Presentía que Elena conocería tarde o temprano la verdad que había ido a buscar, ya fuese a través de sus extraños sueños o por medio de algún fantasma.
– ¡Por favor, no te vayas! ¡Soy Agustín González, tu hermano!
Elena detuvo su despavorida huida y se volvió para mirarle, reconociendo al instante el rostro de la foto que había despegado de la pared meses atrás. Aquel desconocido que decía ser su hermano vestía una camisa vieja y raída y un pantalón oscuro gastado por el uso.
– ¡Dios santo! ¿Eres tú realmente? -exclamó acercándose hasta quedar frente a él.
Elena se había trasladado a la hacienda al día siguiente de la partida de Antonio a Nueva York. Desde hacía varios días indagaba por los pueblos de los alrededores buscando datos, pruebas, recuerdos que pudieran desmentir o corroborar las afirmaciones del despreciable mensajero del museo. Lucía debía de conocer toda la verdad, pero no confiaba en su colaboración, después de la impresión que recibió cuando Elena lanzó aquel disparo a ciegas y acertó de puro azar con el padre de su hija, así que decidió no involucrarla en sus pesquisas.
En la primera conversación telefónica con Antonio, Elena percibió su desagrado al conocer que había regresado al campo sin consultarle, pero a ella no le importó: era un acto de rebeldía estar allí a solas, indagando sin obstáculos, recorriendo el lugar donde nació, sentándose a rememorar su infancia al abrigo de las hojas de su árbol preferido junto al río.
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