– No, no hay nada que contar. -Volvió a fijar la vista en la mesa y tomó algunas piezas del puzle, ignorándole.
Aquel gesto hizo estallar la cólera de Antonio. Se acercó a la mesa y dio un fuerte golpe; la mayoría de las piezas saltaron por los aires, deshaciendo todo lo que Elena había construido.
– Sé que has sido tú quien ha pagado los abogados de Agustín. Dime cómo has conseguido el dinero. Te exijo que me digas quién te ha ayudado. ¿Ha sido Alcántara? -insistió, desconcertado por su aparente calma.
– No pienso decírtelo -le desafió con mirada indiferente-. Averígualo tú mismo.
– ¿Qué me has robado esta vez?
– ¡Nada! -exclamó Elena, levantándose y acercándose a él con valentía-. ¡No he tomado nada tuyo! ¡Ahí tienes todas tus joyas! -dijo señalando el mueble-. ¡No necesito tu maldito dinero! ¡Y tampoco te necesito a ti!
Antonio trataba de reponerse de la sorpresa. Elena sintió su jadeante respiración muy cerca de su rostro, esperando un estallido de cólera… pero se equivocó: advirtió que él recuperaba el control, su respiración se hacía más lenta y la ira que había contraído su rostro daba paso ahora a una actitud de desilusión, rendido ante la evidencia de su responsabilidad en aquella traición.
– Me marché atormentado por tus palabras. Venía dispuesto a pedir perdón, a recuperar tu confianza y comenzar de nuevo. Pero compruebo que me equivoqué -musitó con un rictus de dolor mientras le daba la espalda y salía dando un portazo.
Elena se sintió desfallecer. Cerró los ojos para convencerse de que aquello era un mal sueño. Aún le amaba, a pesar de sus mentiras, a pesar de las suspicacias hacia ella. Conocía su lado bueno, amante y generoso, pero ahora estaba lleno de furia contenida, provocada por la ayuda que ella había ofrecido a Agustín y que él consideraba una nueva deslealtad.
Antonio se dirigió directamente al despacho para corroborar sus sospechas: había varias llamadas a España, y todas a un mismo número: el de Jean Marc. En aquellas conversaciones pudo conocer paso a paso cómo este había colaborado con ella para contratar a los abogados. Y cuando descubrió cómo había conseguido el dinero, quedó perplejo: Elena había otorgado poderes a favor de su amigo para que realizara en su nombre la venta de todas sus propiedades. Se había desprendido incluso de su casa familiar.
Pero… ¿por qué? ¿Cuál era la deuda que tenía con su medio hermano? ¿Por qué tantas renuncias y sacrificios por alguien a quien apenas conocía? Ella le dijo una vez que era una cuestión de conciencia ayudar a Agustín… ¿Y qué pasaba con él? ¿Acaso Elena no sintió remordimientos al despreciarle de esa manera? Le ofreció su amor y ella lo pisoteó para dárselo a un extraño, a un asesino en quien no debía confiar. Jamás nadie le había humillado así. Recordó a Amanda y a las bellas mujeres que pasaron por su vida… y había topado con ella, con la única que jamás se esforzó en conquistarle y que, sin embargo, le hizo perder la cabeza. Le regaló su corazón y ella bailó sobre él haciéndolo pedazos.
Elena se volvió al escuchar sus pasos de regreso en la estancia.
– Esta vez debo admitir mi derrota. Hiciste tu elección y he perdido.
– También ha difícil sido para mí, pero no me ofreciste ninguna opción.
– Dame un motivo, ¡solo uno!, para que le escogieras a él en vez de a mí -dijo dolido.
– Pero… ¿por qué tenía que elegir? Yo no quería hacerlo. Os quería a los dos, os necesitaba a los dos… Sin embargo, tú declaraste tu propia guerra y me obligaste a tomar partido. Yo no soy tú, soy yo, Elena Peralta. Tengo mis propios sentimientos y no habían cambiado hacia ti. Una vez te dije que me mantendría al margen cuando llegara este momento, pero me lo impediste, cumpliste tu amenaza de decidir por mí, sin tener en cuenta mis sentimientos hacia él, ni siquiera mi amor por ti, a pesar de que te lo demostré. Solo perseguías una obsesión: destrozar la vida de Agustín.
– ¿Yo? Mató a mi padre, y ¿soy yo quien arruina su vida? ¿Acaso soy yo el criminal?
– Agustín me aseguró que no fue él, y yo le creí. Tú jamás le aceptaste porque conocías su procedencia. Pero yo sí. Él es mi hermano -dijo recalcando las sílabas-. Es un buen hombre, con nobles sentimientos… Y yo le quiero…
– Pues vete con él a la cárcel, si eso es lo que deseas -dijo dirigiéndose a la puerta.
– Yo quería estar contigo, también te amaba a ti… y ahora estoy sola.
– Tú lo has decidido así. -Antonio se marchó en silencio, con signos de derrota a su espalda.
Elena quedó sola con el dolor, ese sentimiento más hondo que el amor o el placer que deja una huella imborrable y más profunda, diferente a las demás sensaciones. Todo el pasado, presente y futuro fueron sacudidos de un golpe como quien limpia el polvo de una alfombra. Solo le quedaba la soledad en aquella casa y la clandestina y destructiva compañía nocturna.
– Señor. El jefe de seguridad está aquí. -La femenina voz metálica le arrancó de sus torturados pensamientos.
– Hágale pasar, Victoria.
– Por fin hallamos el itinerario de la señorita Peralta…
– Cuénteme con detalle lo que ha averiguado.
– En primer lugar, confirmé el día que voló desde España. Fue el primero de julio del año pasado. Llegó al aeropuerto de Ciudad de México, pero solo estuvo unas horas. Por esa razón le perdimos la pista.
– ¿Están seguros de que ella no visitó la capital?
– Estuvimos en todos los hoteles de la ciudad y sus alrededores rastreando su paso esos días, pero fue una búsqueda infructuosa. Entonces investigamos las listas de pasajeros de vuelos internos y al fin dimos con su ruta: viajó aquel mismo día hacia Monterrey. Nos desplazamos a esa ciudad y seguimos su pista, y le aseguro que costó trabajo porque no se alojó en ningún hotel, sino en una misión católica. Allí la recordaban muy bien, nos informaron de que estuvo trabajando como maestra durante toda su estancia y que no se movió de aquella ciudad hasta el día en que regresó, haciendo de nuevo escala en Ciudad de México.
– Bien. En cuanto al otro asunto, ¿qué noticias tiene de las cintas de seguridad del Museo Nacional de Antropología?
– Nos han facilitado una copia del día que usted nos indicó -dijo extrayendo de su maletín una cinta de vídeo-. Aquí la tiene.
Antonio la introdujo en el aparato de vídeo al quedarse solo y observó en aquellas imágenes el abordaje a Elena por parte de Sergio Alcántara durante su visita al museo. Comprobó entonces, avergonzado, que ella no le había mentido… Pero ¿por qué diablos no le habló nunca de la misión en Monterrey? ¿Era otra de sus pruebas? ¿Tenía que confiar ciegamente en ella? «Es cuestión de fe, la tienes o no la tienes», le había dicho Elena en una de sus tormentosas discusiones. Y él no la tuvo, no la creyó… y ya era demasiado tarde.
Regresó a la finca aquella misma noche, convencido al fin de su sinceridad y consternado por la culpa. Había pasado de la pasión al resentimiento, y ahora el remordimiento laceraba sus sentidos. ¿Cómo pudo dilapidarlo todo tan a la ligera? ¿Cómo pudo estar tan ciego? ¿Por qué no la creyó desde el principio? ¿Por qué no la perdonó? A fin de cuentas… ¿acaso Elena le fue infiel? No. El único pecado que cometió fue el de obrar según su conciencia. Tomó una joya para ayudar a su hermano, y tuvo el suficiente valor para decírselo mirándole a la cara… ¡Dios! ¿Qué había hecho con ella? Había sido extremadamente intolerante, había destrozado el corazón de una mujer que le amaba con generosidad, forzándola a hacer una elección con el único fin de satisfacer su propio egoísmo.
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