– ¿Te apetece salir a visitar la ciudad?
– ¿Te fías de mí? ¿Y si aprovecho para escapar otra vez? -le retó con mirada traviesa.
– Me arriesgaré -contestó entornando los ojos con jovial complicidad.
Salieron en un descapotable. La mañana era radiante e invitaba a disfrutar de la luz y del cálido ambiente. De pronto Antonio detuvo el coche junto a la calzada, frente a un muro empapelado de carteles.
– ¿Qué ocurre? ¿Por qué nos detenemos en plena calle?
– Mira allí -dijo señalando hacia la pared.
Elena examinó el lugar señalado y se volvió de nuevo para mirarle, sin comprender.
– ¿No le conoces? -preguntó dirigiendo la mirada hacia las fotos pegadas en el muro.
Ella dirigió de nuevo su vista hacia los carteles.
– ¿Ese es… Agustín? -preguntó sobrecogida volviéndose hacia Antonio.
Antonio movió la cabeza afirmativamente.
Elena bajó del coche despacio y se acercó, escrutando minuciosamente la hilera de fotos con el rostro de un desconocido, un hombre moreno de unos treinta y tantos años, de cabello lacio y negro, con ojos rasgados y pómulos altos. Aquella imagen no le inspiró maldad… De repente todos los recuerdos de infancia regresaron en tropel. Pensó en su carta y la recordó párrafo a párrafo mientras le miraba detenidamente.
Los remordimientos regresaron.
Aquel ser que compartía su sangre vivió bajo las órdenes de los Cifuentes, y ella estaba ahora con uno de ellos, jugando a recibir mimos y regalos y dejándose seducir. Se acercó a la pared y, con sumo cuidado, despegó uno de los carteles, plegándolo varias veces hasta dejarlo del tamaño de la palma de su mano. Antonio la observaba desde el coche, pero no quiso incomodarla; después arrancó y continuaron el camino en silencio.
Disfrutaron de un espléndido paseo en la ciudad mítica de Teotihuacán, «la Ciudad de los Dioses». Elena quedó maravillada durante la visita al conjunto ceremonial, las pirámides escalonadas y las espectaculares construcciones. Antonio disfrutaba contándole la historia de su país, la llegada de los aztecas al altiplano y las creencias de que aquel lugar había sido construido por gigantes. Pasearon por la calzada de los Muertos, incluso se atrevieron a subir a la cúspide de la pirámide del Sol.
– Hay una vista impresionante desde aquí -dijo Elena extasiada-. Sois afortunados en México, estas construcciones se han conservado casi intactas a lo largo de los siglos. Sin embargo, otras como el Machu Pichu no corrieron la misma suerte.
– ¿Has estado en Perú?
– Sí, hace un par de años.
– ¿Por tu trabajo o de vacaciones?
– Pues… Las dos cosas -Sonrió-. Fue un trabajo extra durante las vacaciones, aunque no era remunerado.
– ¿Acostumbras a trabajar sin sueldo?
– A veces…
– Te invito a un pulque mientras me cuentas tu experiencia en Perú.
– No es demasiado interesante, trabajé como maestra -dijo encogiéndose de hombros.
– ¿Y por qué no te pagaban?
– Porque lo hacía como cooperante en una misión católica para huérfanos, en Cuzco.
– No conocía esa faceta de ti. Eres muy generosa. -La miró con una sonrisa espontánea.
– Y tú demasiado curioso.
Visitaron después los lugares más emblemáticos y bellos de la ciudad, recorriendo la plaza Mayor, el Zócalo, ese gran punto de encuentro para la protesta y la fiesta nacional en cuyo lado oriental se sitúa el palacio Nacional, sede del gobierno, y la hermosa catedral. Elena descubrió una ciudad viva y bulliciosa, al mismo tiempo contradictoria, sometida al agobiante tráfico que invadía su geométrica y regular arquitectura.
Era de noche cuando se acomodaron en la terraza de un lujoso restaurante en la zona Rosa. Alguien se acercó a la mesa a saludarles: un hombre elegantemente vestido, de cabello oscuro y corto que mostraba algunas canas por las sienes.
– Hola, Antonio. -El saludo fue frío y ni siquiera le ofreció la mano.
– Hola, Sergio.
– Quería darte personalmente mis felicitaciones.
– ¿Por qué? -preguntó con aspereza.
– Por tus últimas adquisiciones, espero que las acciones de tus empresas mantengan el valor durante mucho tiempo.
– ¿Hay motivos para que puedan cambiar?
– Eres un hombre de negocios. -Esbozó una sonrisa forzada-. Sabrás manejarte bien. Señora -se dirigió por primera vez a Elena haciendo un gesto con la cabeza-, ha sido un placer.
– Mis saludos a Virginia -dijo Antonio con desgana.
– De tu parte.
– ¿Es así como se saludan los amigos en México? -preguntó Elena rompiendo el silencio.
– Él no es mi amigo. Es el nuevo marido de mi ex mujer.
– Compruebo con tranquilidad que aún conserva los ojos -dijo con una pícara sonrisa al recordar sus confidencias la noche anterior. Él también sonrió por la ocurrencia.
Sergio Alcántara mantenía los ojos, pero había perdido gran parte de sus negocios, aunque no parecía muy tocado. Al contrario, le encontró sereno, y su intuición le decía que tramaba algo. Antonio era un buen jugador y sabía cuándo alguien guardaba un as bajo la manga.
Elena estaba en silencio, pero miles de preguntas luchaban por salir de sus labios. Tenía curiosidad por conocer cuáles eran sus sentimientos hacia su ex mujer y, sobre todo, qué sentía hacia ella misma. ¿La consideraba una más de sus conquistas? Porque estaba segura de que el atractivo hombre que tenía sentado frente a ella debía de tener un notable éxito entre el sexo femenino…
– ¿En qué estás pensando? Estás muy callada…
Ella suspiró encogiéndose de hombros.
– En mi pasado, en el tuyo…
– ¿En el mío? ¿Qué sabes de mi pasado?
– Absolutamente nada…
– Puedes preguntar… -se ofreció con una mirada que invitaba a la confidencia.
– ¿Cuál fue el motivo de vuestro divorcio?
– Ella me fue infiel.
– ¿Con él? -preguntó con un gesto señalando al hombre que acababa de marcharse. Antonio afirmó con la cabeza-. ¿Te dolió?
– Solo en el orgullo.
Elena sonrió al escuchar aquella respuesta.
– Dios… Sigue riendo así y me harás perder la cabeza…
Elena bajó la mirada, avergonzada por el íntimo placer que le habían provocado aquellas palabras. Luchaba contra aquellos sentimientos confusos y contradictorios que amenazaban con revelarse. Le seducía la idea de dejarse llevar por él, pero aquella entrega sin condiciones significaba una capitulación y temía perder su independencia. Sería como decir adiós a su pasado y traicionar a su hermano.
– ¿Te gustaría ir a la playa? -preguntó Antonio mientras conducía de regreso.
– Sí. Claro que sí -respondió con sincero entusiasmo.
– Tengo una casa en Acapulco. Tiene estupendas vistas al mar y una extensa playa privada de arena fina y dorada. Es muy bonita, aunque no sé si tanto como la tuya… Pero estoy seguro de que podría gustarte -dijo girando la cara hacia ella.
– Por supuesto que me gustará. Adoro el mar…
– Pues iremos este fin de semana.
Elena le devolvió una radiante sonrisa.
Llegaron a la puerta de su dormitorio y se detuvieron en el umbral. Elena se apoyó en la pared, comprobando la elevada estatura de Antonio muy cerca de ella.
– Buenas noches… yo… estaré en la puerta de al lado…
Se acercó a ella e inclinó la cabeza muy despacio. Alzó la mano hacia su rostro hasta posarla en su mentón y obligarla a levantar la barbilla. Esta vez la besó en los labios muy despacio. Elena cerró los ojos y recibió aquella caricia casi sin aliento. Al principio se sintió insegura y confusa, pero después cerró los ojos y posó sus brazos alrededor de su cuello, enterrando los dedos en el pelo y haciendo que el beso se hiciera más intenso. Tras unos dulces momentos bajó el rostro para separarse, aunque su mano se había detenido en la mejilla de Antonio.
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