Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– ¿Por qué? ¿Habías conocido a otro?

– No. La razón principal fue el miedo a salir de casa. No me seducía la idea de separarme de mis abuelos; eran mi única familia, y sé que nunca me habría adaptado al clima de Londres ni a aquella forma de vida. Además había conseguido mi primer trabajo. No podía dejarlo todo de golpe… Pero ahora ya no sé qué pensar. Si me hubiese casado con él, quizá nada de esto me estaría pasando ahora.

– Eso nunca lo sabrás. ¿Te arrepentiste alguna vez de haberte quedado?

– No -respondió rotunda-. Creí hacer lo correcto.

– Quizá no le querías tanto…

– Es posible -dijo después de un reflexivo silencio.

– ¿Y cómo se lo tomó?

– Bien; seguimos siendo buenos amigos, a pesar de que él tiene una nueva pareja. Nuestra relación fue más espiritual que física.

– ¿Quieres decir que no había sexo? -preguntó con una mueca divertida.

– Quiero decir que había una gran complicidad entre nosotros. -Elena no se atrevió a responder con claridad a su pregunta; le daba vergüenza confesar que aún era virgen. Estaba segura de que a él le parecería insólito y añadiría al creciente interés por ella una carga adicional de morbo.

– Pero cambió tu amistad por otra que quizá le ofreció algo más que conversación y buenas intenciones…

– Cuando inició su nueva relación, la nuestra ya había acabado, incluso me la presentó una vez en vacaciones. Cenamos los tres, como seres civilizados.

– ¡Vaya! ¡Eso sí que es educación! Si yo hubiese estado en tu lugar, le habría sacado los ojos a ella y a su nuevo novio. -Elena soltó una divertida carcajada por la ocurrencia; después se quedaron callados, mirándose-. Nunca te había visto reír así. Deberías hacerlo más a menudo.

– Eso depende de ti. -Sonrió con naturalidad.

Antonio la miraba despacio, extasiado por la luz que emanaban sus ojos.

– Eres preciosa.

Alzó su mano para acariciar su mejilla y creyó advertir que se había puesto nerviosa, algo que le sorprendió gratamente. Solía observar en sus aventuras el afán de algunas mujeres de impresionarle con gestos resueltos y seguros en situaciones parecidas a aquella. Pero Elena era diferente hasta en aquellos momentos.

Efectivamente, aquel contacto provocó una extraña sensación en Elena e hizo que perdiera la serenidad. Nunca había estado tan cerca de él, y cuando Antonio se acercó un poco más y trató de rozar sus labios, no pudo evitar un brusco estremecimiento.

– Es tarde -dijo separándose con poca convicción, en un vano intento de ocultar las ganas de seguir pegada a él-. Me voy a dormir.

– Duerme conmigo -rogó, tratando de descifrar el brillo que despedían sus rasgados ojos.

– No… no puedo… Quiero decir… no… ¡no! -concluyó separándose de él sin saber qué hacer exactamente y enfadada consigo misma por la reacción tan infantil que había tenido.

– De acuerdo. -No quería forzarla y decidió dejarla marchar. Estaba cautivado por ella, por todo lo que tenía que ver con ella, y por esa misma razón podría esperar todo el tiempo que hiciera falta.

Capítulo14

Antonio estaba entusiasmado. Percibía un cambio en la actitud de Elena, y la posibilidad de que pronto le aceptara se le hacía ahora más real. Pero debía actuar con rapidez, y al día siguiente se dirigió a la hacienda para encargarse personalmente de la sustitución de las empleadas del servicio y de todos los operarios de la finca. Ordenó también la demolición de las viejas cabañas y del antiguo establo. Debía borrar cuanto antes el rastro de su llegada, pues presentía que Elena iba a intentar rescatar sus recuerdos y debía asegurarse de que nadie colaborase con ella. Había despedido a la primera sirvienta que la atendió por hablar demasiado y se disponía a hacer lo mismo con todo el personal que había tenido relación con los González. Lucía fue la única superviviente del masivo relevo, pues Antonio conocía la lealtad hacia su familia a lo largo de todos aquellos años.

– Señor Cifuentes, los trabajadores están conformes con la generosa indemnización por el despido, pero Evelio… Él no quiere dinero, señor. Nació aquí y no tiene adónde ir; me pide que le transmita su deseo de quedarse. -El administrador comentaba con Antonio las incidencias en el despacho de la hacienda. Estaba tan sorprendido como el resto de los empleados por el numeroso reemplazo, aunque no osaba comentar aquella decisión, pues temía ser el próximo.

– Consigue una plaza en la residencia más cara de la ciudad -ordenó sin contemplaciones-. No va a quedarse. Les quiero a todos fuera en el plazo máximo de una semana.

Elena nadaba en la piscina. Vestía un bañador de color marfil que resaltaba su bronceado y marcaba sus formas perfectas; su cabello rubio resbalaba sobre los hombros cubriéndole media cara, y se lo echó hacia atrás con la mano en un gesto muy femenino. Antonio se acercó y quedó extasiado observándola tras sus gafas de sol. Parecía una sirena, cualquier marino podría perder la cabeza por aquella mujer, y durante unos segundos se preguntó si él conseguiría recuperar la suya algún día.

– Hola, hoy has venido temprano. Es mediodía… -observó Elena con una sonrisa nadando hacia él.

– Sal y almuerza conmigo -le pidió desde el borde de la piscina.

– ¿No sueles bañarte? -preguntó ya sentada a la mesa frente a él.

– No demasiado. Es a mi hijo a quien le gusta nadar.

– Tienes un hijo. ¿Por qué no está contigo? ¿Vive con su madre?

– No. Estudia en un internado en Estados Unidos.

– ¿Tu esposa murió?

– Estamos divorciados. Ella volvió a casarse.

– ¿Y su nuevo marido no le quiere en su casa?

– Yo tengo la custodia.

– No lo entiendo.

– ¿Qué no entiendes? -La miró incómodo.

– Que tenga padre y madre y que esté creciendo solo.

– Está recibiendo una excelente educación.

– Los niños necesitan a su familia cerca. Son muy vulnerables.

– Mi hijo es un niño sano y feliz -dijo finalizando aquella conversación-. Por cierto, eres una excelente nadadora. ¿Dónde aprendiste? ¿En tu playa?

– No. En Múnich.

– ¿Y qué hacías allí?

– Estudiar.

– ¿Estudiar… natación? -Trataba de averiguar más datos sobre ella ante la escasa información que Elena le facilitaba.

– Estudiar matemáticas, hacer prácticas en una empresa, aprender alemán, nadar y beber cerveza -dijo con una sonrisa-. Conseguí una beca y estudié allí el último año de la universidad.

– Me contaste ayer que podrías haber vivido allí…

– Al terminar el curso me ofrecieron un buen trabajo en Berlín, con un gran sueldo, casa y coche incluidos, pero no lo acepté. Nunca tuve intención de quedarme.

– ¿Por qué? ¿No te gustaba el empleo?

– Sí, era una gran oportunidad -dijo pensativa-. En la central de Siemens, en el departamento de análisis de sistemas aplicados a la informática y robótica. Era un gran reto profesional.

– ¿Por qué lo rechazaste?

– Porque no podría vivir allí. No me gusta pasar frío, no me gusta vivir sola, no me gusta comer carne todos los días… y odio las salchichas -dijo sonriendo.

– Y te conformaste con un puesto de simple profesora. Veo que no tienes ambiciones.

– Sí que tengo -protestó-. Quería ser feliz. Yo tenía una familia, una casa acogedora y buenos amigos. Conseguí un trabajo agradable que me proporcionaba tiempo libre para dedicarme a otras aficiones, como la pintura o la música. Todo aquello estaba en mi pueblo, y nunca me arrepentí de regresar para quedarme.

La miró despacio. Pensó en los dólares que aún tenía en su poder, y de no haberla investigado y comprobado cómo había renunciado a ellos para entregarlos a su desconocida familia, jamás habría creído que realmente sentía tal desapego al dinero y aquella falta de codicia.

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