Mercedes Guerrero - El Árbol De La Diana

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Si Elena Peralta viaja a México es porque nada la ata ya a su país natal, España. Va en busca de la madre que jamás conoció, en busca de la hacienda que aparece en velados recuerdos de infancia, en busca del árbol familiar que ha regado con la esperanza.
Sin embargo, la primera noticia que recibe al llegar a su destino es que su madre acaba de morir. Tras los muros del silencio se esconden, sin lugar a dudas, las claves que darán sentido a su vida y su pasado. Antonio, el cacique local, también ha perdido a su padre en extrañas circunstancias. Acoge a la recién llegada con desconfianza, pues la sombra del asesinato se cierne sobre las dos muertes recientes, y el mayor sospechoso es Agustín, el hermano que Elena espera encontrar pero que ha huido de la justicia.
Poco a poco, Elena y Antonio dejarán de lado los recelos y sucumbirán a la fuerte atracción que sienten el uno por el otro, a una pasión delirante. También tirarán del hilo hasta sacar a la luz los oscuros secretos que unen a sus dos familias. Pero la verdad amenaza con separarlos, porque el árbol familiar ha sido regado con sangre.

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– Tengo un regalo para ti -dijo sonriente mientras alcanzaba su mano derecha sobre la mesa y se lo colocaba en la muñeca-. ¿Te gusta?

– Es muy bonito. Gracias. -Le miró sin demostrar entusiasmo.

– Conseguirás más si te portas como hasta ahora.

– No tienes que hacer esto -dijo señalando la valiosa joya.

– Lo hago con gusto.

– ¿Así te sientes mejor? -reprochó con suavidad.

Antonio acusó en aquella pregunta su vivo rencor.

– Me sentiré mejor cuando tú te sientas mejor.

Hubo un breve vacío que ninguno quiso llenar. Fue ella quien rompió el silencio al cabo de unos incómodos minutos.

– ¿Por qué haces esto? ¿Por qué eres amable conmigo? -le preguntó a quemarropa-. ¿Crees que así vas a ganar mi confianza y te conduciré hasta Agustín?

– No hay ningún plan, creo en tu sinceridad. Sé que eres inocente y no te he tratado con el respeto que mereces.

– ¿Es eso todo? ¿Remordimientos?

– No, hay algo más…

– ¿Te has enamorado? -preguntó con frialdad.

– ¿Y si fuera así?

– Me encantaría. Sería un placer verte sufrir -respondió con una mirada cargada de aparente rencor, aunque era aprensión lo que realmente sentía hacia él.

– Veo que me odias apasionadamente.

– No es odio lo que siento. Podrás cubrirme de oro, podrás tratarme como a una princesa, pero yo nunca olvidaré quién eres, jamás confiaré en ti.

– Estoy tratando de reparar mi error…

– Si realmente quieres compensarme, devuélveme el pasaporte y llévame al aeropuerto. Así quedaremos en paz -replicó con dureza.

Sus miradas se cruzaron, una desafiante y la otra paciente. Regresó el silencio, pleno de resentimiento y de deseo contenido.

– Sabes que eso no es posible, Elena.

– Pues entonces no juegues a ser un caballero andante tratando de ayudar a una dama en apuros; ese papel no te va.

Le estaba provocando, quería ver hasta dónde llegaría el límite de su paciencia con ella.

– De acuerdo. -Continuó tomando el desayuno frente a ella, pero no volvió a pronunciar una palabra. Intuyó, con disgusto, que iba a ser más difícil de lo que creía traspasar el muro de hostilidad que Elena había colocado entre ellos, pues se daba de bruces contra él cada vez que intentaba un acercamiento.

Elena se arrepintió enseguida de aquella salida tan brusca. Su carcelero había cambiado y ahora era un hombre cordial y generoso; sin embargo, ella no supo valorarlo y le pagó con una actitud ruda e insolente. Pero no rectificó, y tampoco abrió la boca hasta que le oyó despedirse y la dejó sola.

Capítulo13

Antonio tampoco volvió a casa para la cena aquel día; Elena apenas salió del dormitorio y se fue a la cama temprano. Las pesadillas regresaron aquella noche: soñó que estaba encerrada en un espacio estrecho y oscuro, sin apenas sitio para moverse. Escuchaba gritos y amenazas en el exterior, y la sensación de agobio en aquella estrechez le usurpaba el aire para respirar. Gritó llamando a su madre y despertó envuelta en sudor frío. Se incorporó apoyando su espalda sobre el cabecero de la cama y encendió la luz de la mesilla. Al fin pudo llenar los pulmones sin dificultad y su respiración volvió lentamente a la normalidad. Sus miedos a la oscuridad y a los espacios cerrados habían regresado.

La puerta contigua se abrió de repente y divisó la silueta de Antonio en la penumbra. Estaba descalzo y medio desnudo, solo cubierto por un pantalón largo de pijama.

– ¿Te encuentras bien? -preguntó sentándose en la cama frente a ella.

– Sí. Ahora sí. He tenido un mal sueño.

– Observo que sueles tener pesadillas.

– Desde que estoy en México se repiten algunas de mi niñez. De pequeña sufría muchos desórdenes, pesadillas y crisis de ansiedad; tenía miedo a la oscuridad y a los espacios cerrados y di muchos quebraderos de cabeza a mis abuelos, pero fueron espaciándose conforme fui creciendo.

– Espero que este país no estimule tus malos sueños.

– La situación en que me encuentro no me permite ser demasiado optimista.

– Intenta relajarte -dijo tomando su mano entre las de él-. A mi lado estás segura.

– ¿Tú conociste a mi madre? -preguntó tras un silencio.

– ¿Has soñado con ella?

Elena afirmó con la cabeza.

– ¿La conocías? -insistió.

– Pues… no lo sé. Ella trabajaba en la hacienda y yo apenas viví allí. Mi hogar es este. Mi padre, y ahora yo, delegamos en Lucía, el ama de llaves.

– ¿Y a él tampoco le trataste? -No necesitó mencionar su nombre.

– Elena, no pienses más en el pasado. -Le hablaba en tono conciliador-. Déjalo estar y mira hacia el futuro. Déjame cuidar de ti; quiero ofrecerte mi amistad, mi protección, mi… -Alargó su mano con intención de acariciar su mejilla, pero ella la detuvo en el aire.

– Aceptaré todo eso si dejas de perseguir a Agustín -repuso con frialdad.

– Él asesinó a mi padre. No intentes chantajearme -dijo enfadado.

Elena se quedó en silencio y retiró su mirada.

– Lo siento. No tengo derecho a pedirte clemencia para Agustín. Cometió un crimen atroz y debe ser castigado. Pero también perdió a su madre, y su hogar, y su futuro. Merece que al menos alguien rece por él…

– Hazlo tú -replicó mientras se levantaba y la dejaba sola.

Antonio partió temprano en la mañana y Elena ocupó el tiempo con la lectura mientras tomaba el sol en la terraza junto a la piscina. Empezaba a profesar un especial afecto por su carcelero y la animadversión hacia él se diluía en un confuso deseo de agradarle. Estaba padeciendo el síndrome de Estocolmo, estaba segura. Ella no podía enamorarse de un hombre como aquel: era demasiado mayor, demasiado soberbio, demasiado seguro de sí mismo… ¿Entonces? ¿Qué era exactamente lo que sentía? Advertía una caótica emoción al escuchar el familiar sonido de las rejas que anunciaban el regreso y esperaba impaciente su saludo. Sentía mariposas en el estómago cuando se acercaba a ella y la envolvía con aquella voz ronca y amable; era una sensación desconocida para ella… «¡No…! -se decía mientras se sacudía de sus fantasías-. Es absurdo… Tengo que regresar a casa, debo intentar escapar otra vez. Necesito romper esta tela de araña antes de que sea demasiado tarde…»

Miró el reloj: eran las seis y subió a su dormitorio. Una hora después le oyó en la habitación contigua. Antonio llamó con los nudillos y accedió a la estancia por la puerta común tras recibir su respuesta. Elena estaba sentada frente al tocador.

– Hola. Te he traído un regalo -dijo él abriendo un estuche de cuyo interior extrajo un collar de diamantes y platino.

Lo tomó él mismo y se lo colocó en el cuello mientras la contemplaba ante el espejo, donde sus miradas se cruzaron.

– ¿Te gusta? -preguntó posando las manos sobre sus hombros. Aquel contacto provocó en Elena una extraña agitación.

– Sí, es precioso -agradeció con una sonrisa.

– Baja a cenar. Te espero en el jardín.

Elena se puso un vestido de color rojo oscuro con escote en uve que hacía destacar el valioso collar que había recibido como regalo. Sabía sacar partido a su rostro y se maquilló a conciencia. Después se recogió el pelo con una cinta… pero cuando estaba en el umbral de la puerta lo pensó mejor y decidió dejar suelta la rubia melena.

La noche había caído y una leve brisa envolvía la terraza junto a la piscina, donde Antonio la observaba con aparente descuido; Elena estaba ausente, con la mirada perdida.

– ¿En qué piensas? -le preguntó sentado frente a ella. Una vela encendida en el centro de la mesa iluminaba sus perfectas facciones.

– En nada importante. Solo son recuerdos.

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