– No, no es cierto… -respondió Elena con voz trémula.
– ¡Vamos, confiese de una vez! Díganos dónde está o tendremos que recurrir a otros métodos más persuasivos, señorita, y le aseguro que no van gustarle. Hable antes de que sea demasiado tarde.
– Haga lo que quiera, yo no sé nada -dijo aterrorizada con un hilo de voz.
El agente volvió al principio con las mismas preguntas y peores modales; el tono duro, brutal a veces, desprovisto de educación y respeto, la sometía a un continuo y humillante acoso. Tras varias horas de repetitivas preguntas, no habían conseguido arrancarle una sola información sobre el paradero de Agustín González, ni siquiera una contradicción. Estaban en un punto muerto.
– Ya es suficiente, Manuel, sáquela de aquí.
Antonio Cifuentes presenciaba el interrogatorio en la penumbra, desde un rincón de la sala a espaldas de Elena. Estaba al fin convencido de su sinceridad y no podía tolerar ni un insulto más hacia aquella indefensa mujer.
Elena fue trasladada a un despacho donde un funcionario leyó su declaración y se la ofreció para su revisión y aceptación.
– Quiero hablar con mi embajada. Soy ciudadana española y tengo derecho a asistencia legal -exigió al funcionario.
El hombre la miró impasible y salió para informar a sus superiores. Elena se quedó sola frente a una mesa repleta de papeles en blanco y hojas de carboncillo alrededor de una vieja máquina de escribir. Intuía la extrema dureza de aquellos hombres, pero la imaginaba menos cruel que las represalias de su secuestrador.
Jamás había sentido tanto miedo.
Oyó de nuevo la puerta y unos lentos pasos acercándose; de repente dio un brinco al escuchar la voz de Antonio Cifuentes, quien se acercó desde atrás y se sentó en el borde de la mesa, frente a ella. Elena bajó los ojos, aterrorizada por su presencia.
– Nos vamos, el interrogatorio ha terminado.
– Quiero ir a mi embajada.
Alargó la mano hacia su barbilla y le hizo alzar la vista hacia él.
– Volverás conmigo -ordenó tuteándola por primera vez.
– No pienso acompañarte -dijo tajante-. No tienes derecho a retenerme en contra de mi voluntad.
– Eso no es negociable.
– ¿Qué puedo negociar entonces?
– La manera de regresar conmigo, voluntariamente o a la fuerza. Elige tú.
– En mi país esto se llama secuestro. Voy a denunciarte ahora mismo -dijo tratando de ocultar su miedo.
– No estás en condiciones de hacerlo, te lo aseguro -dijo tranquilo.
– ¿Por qué tienes tanto empeño conmigo? Quieres tenerme a solas para darme una buena lección, ¿verdad? Pues no te saldrás con la tuya.
– No temas, no voy a tomar ninguna represalia. -Su voz sonaba conciliadora, segura, casi cariñosa.
– Ve a tus amigos policías y diles que voy a confesar. Les contaré todas las mentiras que quieren oír. Prefiero que me encierren en un calabozo antes que volver contigo.
– ¡Escúchame! -exclamó irritado-. No compliques más tu situación. Te estoy ofreciendo la oportunidad de quedar libre sin cargos; si cometes una imprudencia te quedarás sola y no podré hacer nada para ayudarte.
– Sé que vas a hacerme daño. Me siento más segura en la cárcel que a tu lado -dijo con los ojos fijos en un punto indefinido de la mesa.
Antonio empezaba a perder la calma, se levantó y paseó tras ella.
– Elena, llevo horas ahí fuera protegiéndote y evitando que te maltraten. Quiero sacarte de aquí cuanto antes.
– No confío en tu protección y no me agrada tu compañía. Quiero volver a España -repetía empecinada.
Antonio suspiró con impaciencia.
– Te quedarás en México hasta que tu hermano sea detenido -dijo inflexible-. Elige dónde quieres estar, en la cárcel o bajo mi tutela, pero piénsalo bien antes de tomar una decisión, porque podrías arrepentirte el resto de tu vida -exclamó tajante señalándola con su dedo índice.
Se produjo un tenso silencio que ninguno de los dos quiso interrumpir.
– ¿Qué debo hacer para persuadirte? -preguntó más calmado.
– Dame tu palabra de honor de que no vas a castigarme.
– Tienes mi palabra.
– ¿Tu palabra de honor?
– Mi palabra de honor -respondió mirándola como cuando se negocia un premio con un niño a cambio de que termine el plato.
– Ni enviarás a nadie para que lo haga -exigió.
– Nadie va a ponerte una mano encima -aseveró con gravedad.
La joven tomó los documentos y, con mano aún temblorosa, firmó una a una las copias de su declaración. Después se levantó y se volvió hacia él con recelo.
– Por favor, no me hagas daño -le suplicó de nuevo.
– Te he dado mi palabra -respondió abriendo la puerta y saliendo tras ella.
Finalizaba el día igual que al comienzo: sentados en el mismo coche, en un silencio que ninguno quiso profanar. Se detuvieron ante una gran reja profusamente decorada con figuras en forma de espiral de las que asomaban flores y tréboles. Era la entrada principal de un elegante palacete perfectamente restaurado. Los jardines del entorno, rodeados por setos con caprichosas formas y flores de colores, guardaban un orden simétrico; la fachada de piedra labrada estaba pintada de ocre y marfil. El palacio había sido residencia de un acaudalado gobernador español en el siglo XVIII y adquirido por Antonio Cifuentes años atrás, el cual no escatimó medios para convertirlo en un hogar lujoso y confortable.
– Vamos a comer algo, estoy hambriento -le dijo mientras accedían al vestíbulo de la entrada que daba acceso a la planta superior a través de una amplia escalera de mármol blanco.
Entraron en un espacioso salón. La combinación de muebles clásicos y modernos en excelente armonía y la calidad de los cuadros y alfombras imprimía a la estancia un aire acogedor y elegante. Se sentaron en una terraza acristalada que se comunicaba con el salón por una amplia puerta corredera. Elena estaba en silencio y se sentía observada; mantenía en un punto la mirada sin conceder a Antonio la menor oportunidad de encontrarse con la suya, y menos aún de desentrañar su significado. Había sufrido demasiadas emociones desde la noche anterior, en la que apenas había dormido; por la mañana, las horas de tensión al volante perdida por la ciudad, la detención en aquel inmundo lugar y el extenuante interrogatorio la habían dejado agotada.
– ¿En qué estás pensando? -le preguntó Antonio en un intento de que ella regresase a la realidad.
– No sé en qué situación legal me encuentro.
– Eres sospechosa de encubrimiento, pero aún no se han dictado cargos contra ti, excepto la prohibición de abandonar el país mientras la investigación siga abierta.
– Jamás he vivido una experiencia tan humillante. Me siento como una delincuente. -Hablaba mientras removía la comida con el tenedor-. He bajado otro peldaño más en mi degradación personal. Cuando me introdujeron en aquel coche y me colocaron las esposas, todo se desplomó a mi alrededor, quería morirme allí mismo… -Intentó contener las lágrimas que se deslizaban por su rostro.
– No volverás a pasar por nada parecido -dijo conciliador tomando su mano por encima de la mesa-. Me encargaré de que no vuelvan a molestarte.
– Ya es tarde -respondió deshaciéndose bruscamente de sus imaginarias garras-. ¿Vas a limpiar ahora tu conciencia? Me has tratado como a una cualquiera y me has encerrado durante días como si fuera una esclava ¿Crees que voy a aceptar todo esto con una sonrisa? -gritó deshecha en lágrimas levantándose de la mesa.
– Vamos, cálmate.
– Necesito estar sola -dijo volviéndose-. Estoy muy cansada.
Antonio la condujo en silencio al piso superior. El pasillo, con el techo cubierto por un artesonado de madera, estaba enmarcado por blancas columnas de mármol unidas por una balaustrada de la misma piedra que imitaba a una celosía de formas geométricas. Caminaron hacia una de las puertas de acceso a un amplio dormitorio. Antonio la abrió y la invitó a entrar.
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