– Queda al norte, cerca de Chapultepec.
– Soy extranjera y no conozco la zona. Dígame, por favor, ¿dónde estamos exactamente?
– Estamos en el sudeste, usted debe dirigirse al noroeste de la ciudad.
– Gracias.
Momentos después varios agentes de paisano interrogaban al empleado, pero este no simpatizaba demasiado con la policía y decidió no colaborar, informándoles de su petición de la guía telefónica pero obviando la conversación mantenida con la rubia y linda extrajera.
– Parece tener claro el lugar hacia donde se dirige -comentó Manuel Flores a Antonio Cifuentes en el coche que circulaba a corta distancia del de Elena-. Debo reconocer que sabe conducir, observe: pone los intermitentes, respeta los semáforos y no sobrepasa el límite de velocidad. Se nota que no es de por aquí. -Sonrió.
Elena seguía atenta a las indicaciones buscando el norte. Giró siguiendo la indicación de «Camino Real» que parecía ser una vía principal hacia su destino, después enlazó con el Camino a Xochimilco y continuó un buen trecho, escudriñando los letreros de las salidas. Decidió tomar después la Ruta de la Amistad, que la condujo a un gran cruce donde ya no supo qué dirección debía escoger. Confió en el azar y eligió el cartel que indicaba el camino hacia el estadio Azteca, pensando que los campos de fútbol debían de tener buenos accesos hacia el centro de la ciudad. Pero antes de llegar a su destino torció al descubrir otro letrero dirigido al paseo de la Reforma y recordar que el hotel donde se alojó a su llegada estaba en aquella zona, en el centro. Mientras conducía hacia su incierto destino observó a su izquierda una amplia extensión con edificios rectangulares y fachadas profusamente decoradas en vivos colores, agrupados en torno a grandes explanadas sobre taludes y escalinatas.
– «Lo tenemos delante. Atraviesa la zona universitaria». -Una voz metálica resonaba en la emisora del jefe de la Policía.
– No le pierdan de vista -ordenó Manuel Flores.
– «Continúa hacia el norte, seguimos tras él» -informó otra voz femenina desde otro coche patrulla.
El auto atravesaba zonas urbanas inmensamente pobladas; las amplias avenidas estaban colapsadas por miles de vehículos circulando al mismo tiempo dentro de un caos lento y ordenado. Los semáforos funcionaban a nivel informativo, nadie los respetaba; todos los conductores miraban hacia los lados antes de atravesar las calles, y a punto estuvo Elena de ser embestida más de una vez por los coches que la seguían, pues no esperaban que se detuviese ante la luz roja.
– «Acaba de incorporarse a la avenida de la Revolución» -seguían informando desde los coches patrulla.
Tras varias confusiones, vueltas y cambios de sentido en aquellas atascadas autopistas, accedió por fin al paseo de la Reforma. Elena reconoció sus amplias avenidas y las antiguas zonas residenciales, convertidas actualmente en sitios de moda, embajadas, hoteles de lujo y espectaculares rascacielos. Todo le parecía gigantesco en aquella ciudad, y durante unos instantes dudó del camino correcto, así que decidió detenerse para preguntar a una pareja de jóvenes que paseaban cogidos de la mano. Ellos le indicaron la ruta a seguir durante unas cuantas «cuadritas» y al fin leyó el primer nombre cercano a su destino: Chapultepec. Su corazón dio un brinco, estaba cerca de su objetivo y pronto estaría a salvo.
– «Acaba de rebasar el jardín zoológico en dirección a la colonia Polanco»
– ¡Carajo! Ya sé adónde se dirige la chamaca -exclamó Flores mientras tomaba la emisora-. Atención a todas las patrullas, diríjanse a la calle Galileo, a la embajada española. ¡Vamos, rápido!
– ¿Se dirige a su embajada? -preguntó Antonio.
– Estoy seguro. No se habría tomado tantas molestias para llegar hasta aquí. Esta chica quiere escapar del país y debemos evitar que pise suelo español.
– Quizá no conoce el paradero de su hermano y ha decidido regresar -reflexionó Antonio en voz alta.
– Lo sabremos cuando la interroguemos en la central.
El pulso de Elena latía acelerado mientras recorría aquel lujoso barrio residencial y comercial, de calles simétricas y paralelas que albergaban lujosas mansiones rodeadas de grandes zonas ajardinadas. Leía con impaciencia los nombres de las calles: Arquímedes, Temístocles… y, ¡por fin!, ¡calle Galileo! Estacionó el coche con prudencia y cruzó la acera; a lo lejos divisó la bandera española en un edificio moderno cuya fachada estaba revestida de piedra combinada con muros de cristal de color azul. Elena pensó que nunca había sentido tanta emoción al verla ondear bajo aquel resplandeciente cielo. Nada podía ya impedir su regreso a casa en aquella luminosa mañana de azul perfecto.
De repente, el aullido de las sirenas policiales zarandeó los reflejos de la joven, quien instintivamente comenzó a correr hacia la puerta de la embajada. Un grupo de hombres armados y uniformados aparecieron como de la nada, y en escasos segundos formaron un círculo alrededor de ella, apuntándola con sus armas reglamentarias.
– ¿Elena Peralta? -preguntó un policía sin uniforme que parecía estar investido de autoridad. Elena reconoció a aquel hombre. Había estado en la hacienda junto a Antonio Cifuentes el primer día que ella salió de la celda-. Diríjase al carro, vamos a trasladarla a la central para que responda a unas preguntas -le dijo mientras otro policía la esposaba, tomándola del brazo y conduciéndola hacia un coche patrulla.
A partir de aquel instante Elena Peralta perdió la conciencia de lo que pasaba a su alrededor; solo percibió un desagradable olor en el interior del vehículo policial. No recordaba el tiempo que duró el recorrido, ni adónde la llevaron después. Tampoco supo cómo se encontró en una habitación pequeña de paredes desconchadas, sentada ante una mesa destartalada y completamente vacía. Del techo colgaba una desnuda lámpara que iluminaba el centro y ensombrecía el resto de la estancia, impidiéndole ver los rostros de las personas que se encontraban en el interior. Su mente no estaba allí, y necesitaba seguir así durante mucho tiempo. Recordó las advertencias de Antonio Cifuentes sobre los servicios de seguridad de aquel país y se preparó para lo peor.
Alguien comenzó a interrogarla y ella respondió con monosílabos, pero las preguntas se tornaron más concretas y redundantes y tuvo que realizar un gran esfuerzo, pues pretendían confundirla, hacerla dudar, demandando con insistencia el paradero de su hermano.
– Yo no le he visto nunca, señor. No le conozco.
– Pero habló con él -afirmó alguien pegado a su espalda.
– No. Escribí varias cartas desde España y él solo respondió una vez.
– ¿Cuándo?
– Hace varios meses, creo que en abril.
– ¿Y después? -insistía aquella voz sin rostro.
– No he vuelto a tener noticias suyas.
– ¿No hablaron nunca por teléfono?
– No, nunca.
– Pero él tenía su número de España, ¿verdad?
– No lo sé, es posible.
– ¿Es posible? ¿No lo sabe?
– No recuerdo si en alguna de mis cartas se lo di. Creo que sí, pero no estoy segura.
– ¿Y tampoco está segura de haber hablado con él?
– Jamás he hablado con él.
– ¿Por qué vino entonces a México? ¿Qué planes tenía?
– Yo solo quería conocerles. Les envié una carta a primeros de julio anunciándoles mi llegada para agosto, pero no obtuve respuesta.
– Y sin tener respuesta se presenta aquí. ¿Por qué?
– No lo sé… No sabía lo que había ocurrido… No esperaba encontrarme con esto…
– Usted contactó con su hermano y vino para ayudarle a salir del país, por eso se dirigía a la embajada. Quería preparar los documentos para que él viajara a España, ¿no es cierto? -El policía que estaba a su espalda movía la silla y le gritaba al oído.
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